Wednesday, January 23, 2019

PROLOGO Y DEDICATORIA




A Emperatriz, mi esposa.


Y también a la paisa Genoveva, con quien tantas tertulias pasé en su casa de Vegáez; a D. Melanio Moreno, el lider de San Antonio, su esposa doña Cleofe y sus hijas, y la profesora Rosalba que tantas hambres me quitaron; a los motoristas Luis Danilo y Emelecio, con los que tantas leguas hice Atrato arriba y abajo; y a Sulma y Pastora, que tanto me ayudaron durante el tiempo que viví en Vegáez.

            Y a todos aquellos hombres y mujeres que en  el aburrimiento de los atardeceres lluviosos mantuvieron vivo el arte de narrar y me fueron contando, pedazo a pedazo, la saga de Elombre. 

PROLOGO
            Cuando anduve por las selvas del Atrato, en una zona de ciénagas y ríos donde nunca había llegado un hombre blanco, me encontré con la historia de la vida de Elombre y sus múltiples vidas y muertes. Aunque parecía absurda, la precisión de fechas y lugares me intrigaron y poco a poco pude reunir los fragmentos que viejos narradores me contaron en una historia coherente que resultó ser real.

            Esta es la narración de la historia de las vidas y las muerte de Elombre, y de las vidas y las muertes de los negros del Atrato en el tiempo de la violencia Colombiana, tal como aún lo cuentan en la tradición oral. Los nombres, la geografía, la historia, y el lenguaje, hasta allí donde pueda ser entendido, son los populares; y aunque el libro se apoya sobre una historia, una geografía y unas personas concretas y reales, no pretende ser un documento histórico.








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CAPITULO 1- AQUI NO VENDRAN

 AQUI NO VENDRAN
            La primera persona que trajo al poblado de pesca­dores negros noticia de que la violencia se  acercaba fue la "paisa" Genara.

            Hasta entonces las noticias eran algo confuso y lejano, con las aristas pulidas de tanto venir rodando desde el altiplano colocado más allá de la región del ensueño. Las lanchas de madera y de motor renqueante que pasaban a comprarles los palos de chibugá, los cueros de babillas, los bultos de arroz con cascarilla, las pepas de cacao, o el pescado fresco de la subienda, traían a veces pasajeros medio dormidos que se bajaban a tomarse un fresco de agua de río teñida con moresco, o un dulzón aguardiente "platino" y un enlatado con siete salchi­chas minúsculas; cuando se les preguntaba por noticias contestaban con frases tan viejas como el sufrimiento, tan repetidas y oídas que daban a la vida la seguridad de que nada iba a cambiar.
            - ¿Y qué hay de la vida?
            - Los pobres seguimos de pobres.
            - ... Ahí vamos muriendo.

            La lancha se iba y el pueblo volvía a la rutina del sol abrasador del mediodía, el aguacero de la tar­de, y la inundación de las crecidas.

            Pero aquella vez, cuando antes de que atracara la lancha los pasajeros se apretujaron en la baranda gri­tando, para ser ellos los primeros en dar la noticia, los negros sintieron que les recorría el espinazo un escalofrío de inquietud, y se apiñaron con la esperanza y la angustia de que algo definitivo iba a cambiar la rutina de sus vidas. Mientras la lancha terminaba de arrimar, las explosiones del motor y la gritería de los que preguntaban y contestaban impidió que nadie enten­die­ra. Hizo falta que la plancha estuviera ya puesta, y el ca­pitán, un costeño gigantesco, impusiera silencio con un gesto terminante, para que pudiera hacerse oír con voz solemne:
            - ¡Han matado a Gaitán!
            Como un eco, los negros se volvieron y repitieron a gritos:
            - ¡Han matado a Gaitán!
            Desde  dentro de las casas con pare­des de corteza de palma, en los sombrajos de la ciénaga donde las mu­jeres lavan la ropa, el grito volvió repetido:
-   ¡Han matado a Gaitán!

            El espacio liso del Atrato y la selva se tragaron el grito, y cuando el silencio volvió un viejo se atrevió a preguntar:
            - ¿Y quién era ese Gaitán, si puede saberse?

            El costeño se quedó pensando qué cagadero de mierda era ese, donde ni sabían quién era el hombre más grande que había parido Colombia, pero se avino a explicar:
            - El jefe de los verdaderos liberales, la esperanza de los pobres, el organizador del pueblo....
            - ¿Y quién fue que lo mató?     
            - Los liberales oficialistas, los conservadores, la oligarquía de los terratenientes, el gobierno, los curas, el ejército...

            Le volvieron a interrumpir:      
            - ¿Y dónde es que eso fue?

            El  costeño no percibió el matiz de burla en el tono humilde del negro, y contestó con voz engolada y definitiva:  
            - En Bogotá. ¡Los ríos van a correr rojos de sangre! 
Rio Atrato al atardecer, 300 metros de anchura, frente a Vigía del Fuerte.
            Y los negros se echaron a reír, porque aunque sabían por los maestros que mandaba el gobierno a que comieran plátano verde y enseñaran pendejadas inútiles hasta que el hambre, el calor y los  mosquitos, o el machete  de un padre los hacía salir, que Bogotá era la capital de Colombia, y el lugar donde estaba el gobierno que se ocupaba de beneficiar a los ricos, también sabían que nada de lo que pasaba en Bogotá, ni tan siquiera las disposiciones de cobros de  impuestos, había importado nunca en Buchadó.

            El negro, midió con un golpe de vista los trescientos metros largos de anchura del río, y sonrió:
            - Esté usté tranquilo, mi capitán; hace falta mucha sangre pa' colorea' este berraco río tan grande.
            Los negros se volvieron a reír.
            El  capitán  tuvo un acceso de rabia y levantó de un empellón formidable la plancha. 
            - ¡Mierda! ¡Vámonos de este puto pueblo de bestias!

            Los pasajeros de la cubierta tuvieron que salir corriendo para no ser alcanzados por la tabla que el capitán giró sin fijarse en nadie. Aquel espectáculo insólito del capitán volteando la plancha y los pasajeros huyendo, habría de servir de regocijo popular en las tertulias de anocheceres lluviosos, y hacer la felicidad de muchos desocupados.

            Sólo un hombre entre todos pensó que la cosa no era para  burlas y se llenó de un miedo que tuvo que disimular para no perder su prestigio de valiente ante los otros habitantes del pueblo.

            Las nuevas noticias que fueron llegando aumentaron su intranquilidad. Primero fue que el gobierno conservador, el ejército y la policía, andaban cazando a los liberales, ensañándose sobre todo con los niños:
           - "vamos a matar hasta la cría"-, gritaban con gozo. Los otros negros se encogieron de hombros: ellos no son azules, ni rojos, son negros, negros nada más; y esas vainas de política se quedaban para los blancos; para ellos el machete, la palanca, la malaria y la culebra.

            Las siguientes noticias llegaron ya tan de cerca que los muertos comenzaron a tener nombres y apellidos, y suscitaban recuerdos de haberse emborrachados con ellos en Urao o de haberles vendido una ración de plátano. Fue cuando los dueños de las grandes fincas cacaoteras, en la quebrada de Ocaidó arriba, o en el Penderisco abajo, denunciaron a sus colonos como inva­sores. Cualquier día, sin más aviso que el tableteo de las ametralladoras, la policía o el ejército, los hacían huir, y los terratenientes recuperaban las tierras que habían sido el pago de años de trabajo transformando la selva en tierras de cultivo doradas y fértiles. Otras veces el aviso para el desalojo eran los trabajadores muertos en emboscadas de vereda, cuando regresaban del pueblo con el mercadito de panela y frijoles a cuestas, o las mujeres y los niños degollados por asesinos a sueldo, cuando los trabajadores estaban en la zafra.

            Luego comenzaron a ser despojados los pequeños propietarios, los campesinos que en años de trabajo habían logrado abrir un claro en la selva donde las hormigas arrieras apenas si dejaban crecer unas plantas miserables de plátano, yuca o maíz. Cuando quisieron organizarse en comités para defender sus tierras, sus vidas y sus familias, sólo consiguieron que se desatara en su contra una matazón tan cruel e indiscriminada que todos tuvieron que huir, y las haciendas se quedaron sin brazos. Los negros conocieron aquellos horrores por algunos campesinos que pasaron por allí, hambrientos, haraposos y descalzos, muchos con la visión de sus hijos degollados y sus mujeres preñadas con el reguero de las tripas fuera, con los fetos clavados en las cañabravas del cercado, clavada en el rostro como una marca impresa a fuego, pero se encogieron de hombros: "cosas de blancos". Las grandes fincas fueron al principio custodiadas por asesinos a sueldo y policías, hasta que fueron derrotados por la humedad,  los mosquitos y el calor, y solo quedo un pequeño destacamento enfrente del río Arquía, soportando los rigores de la inundación en una tierra baja y malsana, y así nació el pueblo de Tagachí; los propietarios salieron entonces huyendo del odio que habían desencadenado, y los micos y los negros fueron quienes se aprovecharon del cacao, felices de recoger una cosecha que ellos no habían sembrado; luego la selva volvió a alzarse y hoy, los dueños de esas tierras donde tanta sangre se ha vertido, son otra vez las culebras.

La "paisa" Genara llegó al pueblo de Vegáez casi al amanecer. Venía desnuda, después de haber andado a oscuras doce leguas entre las espinas de la trocha, y con el cuerpo supurando sangre en un solo arañazo. Traía un hijito de cuatro años, con el agujero de un tiro de fusil atravesándole el costado izquierdo, pero respirando aún. Contaba con voz monótona como los hombres habían llegado al anochecer, y habían comenzado a disparar desde el patio de la casa, porque su marido estaba de pie junto a la puerta. Ella se salvó porque estaba afuera, haciendo una necesidad, y este hijito de buenas que estaba junto a la ventana y al darle el tiro cayó afuera y ella lo pudo arrastrar hasta el colino; a las hijas las cazaron a tiros cuando intentaban huir por la ventana de la cocina; el bebé en la cunita lo descubrieron cuando empezó a llorar; entonces uno de aquellos hombres lo agarró de los tobillos y le dio vueltas por encima de él, hasta que le reventó la cabeza contra un  guayacán. A ella la buscaron con linternas, pero se les escapó con el hilito de vida del niño herido a cuestas, porque nadie pensó que pudiera recorrer de noche las doce leguas de ese trocha que era ya casi imposible de recorrer de día. Al menos dos veces se cayó al río, y sufrió un ataque de avispas africanas, negras y enormes, al tirar un avispero. Si  terminó la travesía fue solo sostenida por la necesidad de curar ese hijito que era ya lo único que la quedaba.

Mi casa en Vegáez, en 1976


             Los negros de Vegáez se llenaron de intranquilidad al oírla, porqué el marido muerto era un negro. Al niño le hicieron  una cura llenándole el hueco de panela fundida, hasta que dejó de supurar pus y le cosieron los labios de la herida con costurones de cerrar costales. Un negro que regresaba de arrear marranos a Urrao, les contó que allí los curas andaban predicando una guerra santa para borrar de la tierra el recuerdo de los liberales, diciendo que, el ser liberal era pecado mortal, y que todos ellos estaban  condenados. Contó también como había visto el ranchito  de la "paisa" Genara quemado, con los cuatro cadáveres alineados en el patio, clavados al suelo por un estacón hincado en el pecho, cada uno con un gallinazo en la tripa y una nota donde avisaba que nadie se atreviera a enterrarlos, so pena de ser empalado sin tiro de gracia.

            Vieron entonces a la "paisa" como una apestada que podía transmitirles la enfermedad de ser asesinados, y la convencieron para que se fuera con su hijo al hospital de Quibdó. Dos jóvenes la bajaron con una canoa río abajo, con ánimo de dejarla en el puesto de policía de Tagachí donde hacían amarrar a todas las lanchas, pero ella se aterrorizó con la idea de ir a parar a manos de la policía, y tanto suplicó, cansoneó, y hasta amenazó con hacer voltear el bote apenas les viera poner rumbo a Tagachí, que al llegar al Atrato se dejaron ir aguas abajo para que esperara una lancha en un caserío de pescadores, un moridero que ni nombre tenía, pero en cuyo lugar se iba a alzar años después uno de los pueblos más grandes y prósperos del Atrato Medio: Buchadó.

            Fue una precaución insuficiente, porque en el tiempo final de la violencia, cuando degeneró en una matazón de todos contra todos en que la única condición para morir era estar vivo, el pueblo de Vegáez despertó una noche con todas sus casas ardiendo. Volvieron a fundarlo, pero tuvieron la inteligencia o la pereza de hacerlo más abajo, en el límite donde la navegación a palanca comienza a ser imposible.

            Muchos años después conocería allí a la "paisa" Genara. Era en ese entonces una mujer gruesa, robusta, añosa y arrugada, que mantenía su casa cosiendo para los arquieños con la misma indomable energía con que un día hizo la proeza de recorrer de noche una trocha que de día seguía siendo imposible. Debía haber sido muy bonita, porque su rostro, bajo la máscara de arrugas de dolores y trabajos, seguía teniendo una correcta nobleza. A pesar de sus años no le faltaban proposiciones matrimoniales, no sólo por ser la única blanca en el pueblo de negros, sino, porque como ella decía con orgullo: "A mi ningún hombre me mantiene mi casa". Su hijo vivía más arriba, tenazmente cerca de la tierra donde estuvo a punto de morir, y venía ocasionalmente a visitarla. Ya le había dado tres nietos, pero aún conservaba en el costado las dos tirantes cicatrices con que lo marcó la costura del balazo.

            En el pueblecito de pescadores escucharon a la "paisa" con el mismo escepticismo incrédulo que las noticias del capitán costeño. Aquello seguía siendo cosas de blancos contra blancos, y ellos eran negros.

            El hombre preocupado se atrevió a hablar:     
            - Pero su marido era negro.     
            - Negro que coge blanca se mete en problemas.

            Un viejo de esos que han perdido la potencia, pero no las ganas, se rio con malicia.     
            - Eso le pasa por andar metiéndole a la "paisa".

            La "paisa" escuchó la grosería sin inmutarse, pero cuando uno se atrevió a decirle: "si sabía que andan matando a los liberales, pa' que vaina se metió a liberal", salió del letargo donde la tenía el dolor de la muerte, para contestar indignada que ésta no era la guerra de los conservadores contra los liberales, sino de los ricos contra los pobres, y que si ellos pensaban que con decir que no eran nada iban a salvar el pellejo estaban muy equivocados, porque ellos eran pobres, y por pobres los iban a matar a todos, y ella tendría mucho gusto en venir a mear encima de sus tumbas, por cobardes y pendejos, y por ser tan estúpidos que pensaban que cerrando los ojos a la realidad iban a evitar lo que se les venía encima. Y una vez que se regó con la cantaleta, siguió cantaleteando por horas, hasta que incluso los negros más amantes de novedades en ese hueco donde el único espectáculo eran ellos mismos, se fueron yendo ensordecidos, y cuando volvió a la realidad se encontró hablando sola y se puso a llorar, porque en ese momento, después de las angustias de escapar, al fin se dio cuenta de que su marido estaba muerto, su bebe estaba muerto, sus dos hijas estaban muertas, ese niñito estaba a punto de morirse, y se había quedado sola, y todo lo que podía esperar el resto de su vida era pobreza y soledad.

            Dos día después, la "paisa" y lo que aún quedaba del hijo se fueron en una lancha cucarachienta con un amasijo de trapos, metal y alambres al que lla­maban motor, y el pueblo respiró como si el peligro hubiera desaparecido.

            Un hombre preocupado no participó del alivio general, y siguió rumiando sus presagios de muerte, hasta que ante un grupo que fingía entretenerse mirándose las caras los unos a los otros, en el aburrimiento forzado del domingo, vomitó sus meditaciones amargas:
            - Tenemos que prepararnos.     
            - ¿Y para qué?     
            - Para cuando vengan.

            Ellos entendieron lo que el hombre les decía, porque desde que la "paisa" apareció no pensaban en otra cosa, pero prefirieron seguir con el juego de no entender.
            - ¿Quiénes?     
            - Los que nos van a matar.

             En el calor ardiente del sol vertical, los negros sintieron un escalofrío de miedo: el tabú se había roto, lo innombrable había sido nombrado, y con ello El hombre había hecho presente la realidad que nadie se atrevía a decir. Pero todos, de común acuerdo, prefirieron seguir negando.
            - No, no vendrán, -dijo uno-.     

            Y todos repitieron     
            - No, no vendrán.             

            Elombre insiste:     
            - Pero, ¿Y si vienen?   

            Ellos bajan la cabeza. Si vienen ¿qué harán ellos con sus machetes frente a los fusiles?
            - No, aquí no vendrán.
            El hombre se irrita. Sabe que la única esperanza de salvación está en que cada uno esté dispuesto a morir por los demás, atacando todos al tiempo con sus machetes; pero ve que nadie está dispuesto a ser el primero en atacar, que todos esperarán que sean otros los muertos, y que así morirán todos, uno por uno.
            - Pero, ¿Y si vienen?

            Un viejo desdentado sonríe turbiamente:
            - ¿Y pa' que van a veni'? Nosotros  somos pobres, no tenemos nada, no somos de ningún bando, no hemos hecho nada.

            Un joven le mira con rabia.     
            - ¿Acaso es que vos estás sabiendo que van a veni'?

            El hombre siente una amenaza en sus palabras.     
            - Yo  solo sé que cada día pasan más muertos flotando por el río.  
   
            - ¿O será que tenés motivos para tener miedo?

            El hombre se yergue con el machete en la mano.     
            - ¡Yo no tengo miedo! ¡Yo soy "Elombre"! 


            Le llamaron en burla "El Hombre" cuando comenzó a ir a la escuela, porque era ya tan grande y fuerte que parecía un adulto entre los niños de su edad; él lo convirtió en un título de gloria, y lo gravó con deficiente ortografía en las cachas de sus machetes: Elombre. Su fortaleza y su altura le han ayudado a hacerse respetar en este pueblo donde la ley es cada uno, y sigue mereciendo el título; él es Elombre, y nadie se atreve a hacerle frente.

            Pero esta vez en las sonrisas de los hombres siente que acecha la traición.
            - Y si no tienes miedo, ¿a’ que tanta joda?

            Elombre escupe al suelo, da media vuelta y se aleja pensando: "Ya ni falta va a hacer que vengan; pronto vamos a empezar a matarnos nosotros mismos".

CAPITULO 2- PERO, ¿Y SI VIENEN?

2-    PERO, ¿Y SI VIENEN?

            - Pero, ¿Y si vienen?

            Los pensamientos del hombre son desesperados. Hasta ayer pensaba en el pueblo como un espacio gozoso donde él reinaba. Hoy es una cárcel.


            El pueblo era aún tan pequeño que ni nombre tenía. Delante el río, detrás la selva de orillas pantanosas, alrededor la selva oscura, húmeda, ardiente, intransitable. El pueblo se recorre en un momento: veinte casas con techo de hoja y paredes de corteza de palma; frente a ellas unos metros de tierra limpia de grama, el patio de las casas, defensa contra mosquitos y serpientes; el río es como una parte del patio de las casas, parte de la vida, límite y camino. En la parte trasera de las casas, donde las cocinas, se alinean los huertecitos de las mujeres: en el suelo crecen yucas que les sirven de escondite para sus necesidades o encuentros furtivos; sobre estacones que les liberan de la humedad excesiva, canoas abandonadas, con tierra de hormiguero manteniendo cebolla de rama y manojo de cilantros;

 unos pasos más allá, la tierra rezuma agua al pisarla, y la ciénaga de bordes inciertos se avisa. Hacia el norte, en la dirección en que el río corre, una estrecha trocha continúa la única calle que forman los patios, que termina en un muro de verdor junto a la última casa. La trocha cruza primero por un tronco, un terreno bajo, siempre lodoso, por donde corre el agua en las crecientes; sigue junto al borde del río hasta que las rojas palmas de Cristo y las cruces de madera  anuncian el espacio sagrado de un cementerio que existía ya mucho antes de que los primeros negros cimarrones llegaran huyendo de la esclavitud en las minas de oro, y cuentan que en él, existen guacas donde los caciques indios se hicieron enterrar en vida con sus riquezas para librarlas de la rapacidad de los conquistadores españoles y los piratas ingleses; aseguran también que en la noche del Viernes Santo, los entierros arden, despidiendo una luz verdosa que guía hacía las riquezas al que quiera sacarlos, pero nadie se atreve en la  noche a acercarse al cementerio por temor a ser atrapado por las ánimas que viven allí. Desde allí, la trocha se hace aún más angosta, hasta llegar a una casa miserable  donde vive un viejo con una hija que apenas empieza a jovencear. Más allá, sólo el río es camino. 

Delante el rio, detrás la selva
 -   Pero, ¿Y si vienen?

            Sin darse cuenta el hombre ha recorrido todo el espacio del pueblo, la hilera de casas termina bruscamente, y la selva comienza. Camina ahora en dirección contraria.
            El miedo se le sube a la cabeza como una borrachera. "Vendrán y matarán a los hombres, las mujeres y los niños; los matarán en la cuna y en el vientre de la madre; los cadáveres se pudrirán en el sol de la calle, y los comerán los perros y los gallinazos".

            Camina lentamente entre los charcos de la calle que el sol hace hervir en burbujas de metano. El gran río se desliza lentamente a su izquierda, lentamente, en silencio, incansable, socavando poco a poco los patios de las casas, disolviéndolo todo. Tiene un agua terrosa que deja un fondo de arcilla cuando se posa para beberla. Seis niños se bañan desnudos en el río, chapotean, se zambullen, gritan de placer.
"Cuando les disparen irán flotando boca arriba hasta la palizada; las babillas les comen primero el sexo, la nariz y las orejas; los cangrejos les hacen galerías y se los comen desde dentro, poco a poco". Los cangrejos como el río, no tienen prisa. La tierra del cementerio es blanda porqué está  hueca, toda llena de galerías de cangrejos; los cangrejos no se comen porque uno no sabe a quién se estará comiendo.

            El sol le aturde; se ahoga en su propio sudor; pero el miedo le sostiene, le hace caminar hasta la muralla impenetrable de la selva, y otra vez las casas, los huertecitos de yuca, la ciénaga, el río. El pueblo es un estrecho hilo de vida, prisionero entre el río y la ciénaga. El río es Dios. 



            Un grupo de mujeres lava ropa en las aguas rojas de la ciénaga, arrodilladas, las nalgas prominentes templan los vestidos, los  senos tiemblan con los golpes del manduco; Elombre las mira con codicia; él es el deseado, el dominador de las mujeres, el rey en los bailes nocturnos cuando la música termina, comienza la fiesta de la carne y los huertecitos de yuca se pueblan de suspiros. Una mujer canta mientras el brazo airoso golpea al ritmo: La vida del boga en el rio es una vida mortal; en la corriente palanca, en los mansos a remar”. Otra más joven mira a Elombre de soslayo, y contesta: “Negro que convida a blanco es que no tiene calzones; la negra guisa comida, el blanco va y se la come”.

            Elombre infla el pecho para hacer resaltar sus músculos poderosos, y se dirige hacia ella; lanza una mirada temerosa hacía el río, como temiendo ver ya la lancha de los asesinos, y cuando vuelve a ver a la mujer, todo ha cambiado; ya no es una mujer, es una muerta la que canta, unos huesos descarnados los que agitan el manduco, una quijada seca modulando.
"Cuando intenten huir, se atorarán en el fango de la ciénaga; las matarán una por una, sin prisas, dis­frutando de la cacería". Las mujeres ahogadas flotan boca abajo, las sardinas les comen los ojos abiertos, y los quícharos les arrancan los senos a mordiscos.

            Suda de calor y de angustia; sudan las palmas de las manos, el pecho, los labios; siente pegajosos los sobacos como si acabara de hacer el amor.
"Y luego prenderán fuego al pueblo; el pueblo arderá durante tres días, hasta que solo queden los estacones humeantes de trúntago; vendrá otra vez la selva, los micos y las serpientes, y el pueblo no habrá existido nunca".

            Y decide irse de allí. Él no se quedará esperando que vayan a matarlo, estúpidamente, cruzado de brazos.
"Mientras esté vivo, no me dejaré matar". No quiere confesarse que tiene miedo, no sólo de los asesinos que pueden venir en cualquier momento, sino de los otros hombres del pueblo; le matarán a traición, temiendo que haya entregado el pueblo a los liberales o a los conservadores, o porque ha sido el dominador del pueblo desde su juventud y tiene la mejor casa, la mejor canoa, las mejores cerdas y las mejores mujeres del pueblo; o simplemente porque es más fácil matarle a él que luchar contra los asesinos y sus fusiles.

            Se sienta en el corredor de su casa, recibe la frescura de la sombra como un golpe, se quita la camisa para secarse el sudor. Llama a uno de los niños que salen del río desnudo, brillando al sol la piel mojada y bruñida.     
            - Dile a tu madre que venga. Cuando caiga el sol nos iremos para la finca.

            El niño salió corriendo.

            Empieza a llenar sistemáticamente su canoa con todo lo que hay en la casa.
"Me iré, y me llevaré todo lo que es mío: mis cerdas y mis mujeres, y la barra de hierro, los machetes, las ollas y las panas, y el hacha y la atarraya, y no dejaré nada, nada, ni un plátano colgando en la guasca".

            Acomoda primero las cosas grandes protegiéndolas del agua con una estiba de palos; primero un cajoncito donde guarda las cosas importantes: secretos escritos para combatir el mal de ojo y la picada de culebras, su partida de bautismo, una estampa de una virgen irreconocible bajo manchas de cera, la ropa de los domingos, monedas viejas y billetes de un peso, una libra de clavos. Tras un momento de vacilación vacía el pilón de afrecho y lo coloca en el fondo, y sigue cargando su bote, y no deja nada en la casa, ni una olla, ni un totumo, ni un plátano colgado en la guasca.

            Escondido entre las cocinas de las casas un hombre canta, deformando la voz para que no lo reconozca:
            “Al que se robó el pilón, y la piedra de amolar, yo no lo llamo ladrón, sino verraco p’alzar”
            Elombre tiembla de ira. Siente deseos de ir a buscarlo, darle una paliza con el plano de su machete por la burla. Ayer lo hubiera hecho. Hoy ya no. No es un hombre, es un pueblo, su pueblo contra él.

            Un niño pasa caminando frente a él. Elombre le llama:
            - Dile a tu madre que venga. Cuando caiga el sol nos iremos a la finca.

            El niño asiente con la cabeza y sigue caminando.
"Cuando salga, botaré la tierra del fogón, y prenderé un fuego grande, para que las llamas se brinquen hasta el techo, y se incendien las vigas, y se queme hasta la chonta de las paredes". Siente un temblor de admiración por los cuatro estacones de trúntago de las esquinas, porque ni siquiera el fuego puede nada contra ellos. Cuando el pueblo no haya existido nunca, aún podrá saberse donde estuvo, porque pasarán mil años y los estacones de trúntago continuarán allí, erguidos hasta el fin del tiempo. "Cuando  una casa se quema, huyen del techo ratas y alacranes que estaban escondidos. Eso les dejaré, ratas y alacranes”.

            Es tiempo seco; el sol se ha puesto bruscamente, y el aguacero aún no se anuncia. Elombre piensa que el techo seco arderá mejor y sonríe con maldad; pero las mujeres aún no han llegado, y eso le intranquiliza. Acaricia suavemente su nombre en la cacha del machete, y se va a buscarlas.

            El pueblo está extrañamente desierto y callado, como si todos durmieran. Pero él sabe que en cada rendija dos ojos le espían.

            Entra en la casa de su mujer furtivamente, por detrás, avisado por un presagio lúgubre, sin importarle meter los pies descalzos en los charcos del agua podrida que botan de la cocina. Se estremece: en  la casa no hay nada; ni una olla, ni un totumo, ni un plátano colgado en la guasca. El fogón está frío, y una serpiente se enrosca en sus patas.

            Era la más joven de sus mujeres, la más fuerte, la más ardiente en el amor; ahora se ha ido, y se ha llevado todo con ella. Elombre da media vuelta y sale como una sombra de sí mismo, en busca de la otra mujer. La noche es negra.
           
            - ¿Y si no viene?     
            - Vendrá.

            Le  alertó el olor acre del fogón apagado con agua; por eso no entró, sino que está inmóvil, esperando, sin atreverse siquiera  a oxear las nubes de zancudos que le sangran las manos y la cara. Ahora oye los susurros.     
            - ¡Ojala que venga pronto!     
            - Ya debe de estar por entrarse. Y entonces....
            Le sube un sabor amargo a la boca. Reconoce la voz de su mujer: no importa quién sea el otro hombre, su rival oculto, el que se la quitó, el que le espera con el machete levantado para matarle apenas su silueta se marque en el contraluz de la puerta. Quien le está engañando no es un hombre, es todo el pueblo, los que les avisaron para que apagaran el fuego con agua y matarle como un ciego cuando entrara en la oscuridad de la casa con los ojos acostumbrados al resplandor del río, los que cubrieron la fuga de su otra mujer, los que supieron la traición y se la ocultaron, felices de verle humillado, de que alguien se atreviera a lo que ellos nunca pudieron.

            Está solo, siempre ha estado solo en el pueblo del temor y la envidia. Hace una luna apenas, y se habría arrastrado silenciosamente hasta saltar sobre su contrario, le habría cortado de un golpe el brazo del machete, le habría castrado, y todo el pueblo se reiría de su rival, y le admiraría a él, Elombre, el hombre que no se dejaba quitar una mujer; luego la daría a la mujer una paliza  con el plano del machete hasta que ella le pidiera perdón, y volviera a trabajar para él, y a acostarse con él; él la mantendría humillada un tiempo, y luego la perdonaría, porque al fin y al cabo era una mujer, sólo una mujer, y era mejor tenerla viva que matarla.

            Inclina la cabeza vencido, y se aleja de esa casa y esa mujer que fue suya. Sólo quiere irse, lejos, muy lejos, allí donde nadie le conozca, donde no haya miedo ni traiciones. Es mejor alejarse, huir, donde no le vean, donde no le encuentren. ¿Pero dónde?

            Camina furtivamente por los sembrados, entre la hilera de casas y la ciénaga; entra como un ladrón en su propia casa. Ahora, vacía de todo y llena de sombras, parece más grande. Prende un fósforo. Fue la casa más grande del pueblo; allí vino a morir su  madre, y la velaron nueve noches. La hizo él cuando jovenceó y tuvo edad para tomar mujer, para salirse de casa de sus padres. La hizo grande, como todo lo que él hacía, y fue la mejor casa de este pueblo.

            La cerilla le quema los dedos; la deja caer, y prende en los capachos de maíz seco, en las astillas de guásimo blanco, en las ramas de pichindé. En el fogón está toda la leña que tenía para una semana, y los pedazos de su mesa y su silla que ha destrozado como un rito del nunca volver, y hasta pedazos de tabla que ha arrancado del suelo. Las llamas se elevan altas y brillantes; cuando se den cuenta será tarde, y el hombre sonríe. Sí, era una casa grande, una buena casa, la mejor casa, y a muchos les hubiera gustado tenerla; pero todo lo que tendrán serán las ratas y los alacranes del techo.

            Y el hombre sale.