AQUI NO VENDRAN
La primera persona que trajo al poblado de pescadores negros noticia de que la violencia se acercaba fue la "paisa" Genara.
Hasta entonces las noticias eran algo confuso y lejano, con las aristas pulidas de tanto venir rodando desde el altiplano colocado más allá de la región del ensueño. Las lanchas de madera y de motor renqueante que pasaban a comprarles los palos de chibugá, los cueros de babillas, los bultos de arroz con cascarilla, las pepas de cacao, o el pescado fresco de la subienda, traían a veces pasajeros medio dormidos que se bajaban a tomarse un fresco de agua de río teñida con moresco, o un dulzón aguardiente "platino" y un enlatado con siete salchichas minúsculas; cuando se les preguntaba por noticias contestaban con frases tan viejas como el sufrimiento, tan repetidas y oídas que daban a la vida la seguridad de que nada iba a cambiar.
- ¿Y qué hay de la vida?
- Los pobres seguimos de pobres.
- ... Ahí vamos muriendo.
La lancha se iba y el pueblo volvía a la rutina del sol abrasador del mediodía, el aguacero de la tarde, y la inundación de las crecidas.
Pero aquella vez, cuando antes de que atracara la lancha los pasajeros se apretujaron en la baranda gritando, para ser ellos los primeros en dar la noticia, los negros sintieron que les recorría el espinazo un escalofrío de inquietud, y se apiñaron con la esperanza y la angustia de que algo definitivo iba a cambiar la rutina de sus vidas. Mientras la lancha terminaba de arrimar, las explosiones del motor y la gritería de los que preguntaban y contestaban impidió que nadie entendiera. Hizo falta que la plancha estuviera ya puesta, y el capitán, un costeño gigantesco, impusiera silencio con un gesto terminante, para que pudiera hacerse oír con voz solemne:
- ¡Han matado a Gaitán!
Como un eco, los negros se volvieron y repitieron a gritos:
- ¡Han matado a Gaitán!
Desde dentro de las casas con paredes de corteza de palma, en los sombrajos de la ciénaga donde las mujeres lavan la ropa, el grito volvió repetido:
- ¡Han matado a Gaitán!
El espacio liso del Atrato y la selva se tragaron el grito, y cuando el silencio volvió un viejo se atrevió a preguntar:
- ¿Y quién era ese Gaitán, si puede saberse?
El costeño se quedó pensando qué cagadero de mierda era ese, donde ni sabían quién era el hombre más grande que había parido Colombia, pero se avino a explicar:
- El jefe de los verdaderos liberales, la esperanza de los pobres, el organizador del pueblo....
- ¿Y quién fue que lo mató?
- Los liberales oficialistas, los conservadores, la oligarquía de los terratenientes, el gobierno, los curas, el ejército...
Le volvieron a interrumpir:
- ¿Y dónde es que eso fue?
El costeño no percibió el matiz de burla en el tono humilde del negro, y contestó con voz engolada y definitiva:
- En Bogotá. ¡Los ríos van a correr rojos de sangre!
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Rio Atrato al atardecer, 300 metros de anchura, frente a Vigía del Fuerte. |
Y los negros se echaron a reír, porque aunque sabían por los maestros que mandaba el gobierno a que comieran plátano verde y enseñaran pendejadas inútiles hasta que el hambre, el calor y los mosquitos, o el machete de un padre los hacía salir, que Bogotá era la capital de Colombia, y el lugar donde estaba el gobierno que se ocupaba de beneficiar a los ricos, también sabían que nada de lo que pasaba en Bogotá, ni tan siquiera las disposiciones de cobros de impuestos, había importado nunca en Buchadó.
El negro, midió con un golpe de vista los trescientos metros largos de anchura del río, y sonrió:
- Esté usté tranquilo, mi capitán; hace falta mucha sangre pa' colorea' este berraco río tan grande.
Los negros se volvieron a reír.
El capitán tuvo un acceso de rabia y levantó de un empellón formidable la plancha.
- ¡Mierda! ¡Vámonos de este puto pueblo de bestias!
Los pasajeros de la cubierta tuvieron que salir corriendo para no ser alcanzados por la tabla que el capitán giró sin fijarse en nadie. Aquel espectáculo insólito del capitán volteando la plancha y los pasajeros huyendo, habría de servir de regocijo popular en las tertulias de anocheceres lluviosos, y hacer la felicidad de muchos desocupados.
Sólo un hombre entre todos pensó que la cosa no era para burlas y se llenó de un miedo que tuvo que disimular para no perder su prestigio de valiente ante los otros habitantes del pueblo.
Las nuevas noticias que fueron llegando aumentaron su intranquilidad. Primero fue que el gobierno conservador, el ejército y la policía, andaban cazando a los liberales, ensañándose sobre todo con los niños:
- "vamos a matar hasta la cría"-, gritaban con gozo. Los otros negros se encogieron de hombros: ellos no son azules, ni rojos, son negros, negros nada más; y esas vainas de política se quedaban para los blancos; para ellos el machete, la palanca, la malaria y la culebra.
Las siguientes noticias llegaron ya tan de cerca que los muertos comenzaron a tener nombres y apellidos, y suscitaban recuerdos de haberse emborrachados con ellos en Urao o de haberles vendido una ración de plátano. Fue cuando los dueños de las grandes fincas cacaoteras, en la quebrada de Ocaidó arriba, o en el Penderisco abajo, denunciaron a sus colonos como invasores. Cualquier día, sin más aviso que el tableteo de las ametralladoras, la policía o el ejército, los hacían huir, y los terratenientes recuperaban las tierras que habían sido el pago de años de trabajo transformando la selva en tierras de cultivo doradas y fértiles. Otras veces el aviso para el desalojo eran los trabajadores muertos en emboscadas de vereda, cuando regresaban del pueblo con el mercadito de panela y frijoles a cuestas, o las mujeres y los niños degollados por asesinos a sueldo, cuando los trabajadores estaban en la zafra.
Luego comenzaron a ser despojados los pequeños propietarios, los campesinos que en años de trabajo habían logrado abrir un claro en la selva donde las hormigas arrieras apenas si dejaban crecer unas plantas miserables de plátano, yuca o maíz. Cuando quisieron organizarse en comités para defender sus tierras, sus vidas y sus familias, sólo consiguieron que se desatara en su contra una matazón tan cruel e indiscriminada que todos tuvieron que huir, y las haciendas se quedaron sin brazos. Los negros conocieron aquellos horrores por algunos campesinos que pasaron por allí, hambrientos, haraposos y descalzos, muchos con la visión de sus hijos degollados y sus mujeres preñadas con el reguero de las tripas fuera, con los fetos clavados en las cañabravas del cercado, clavada en el rostro como una marca impresa a fuego, pero se encogieron de hombros: "cosas de blancos". Las grandes fincas fueron al principio custodiadas por asesinos a sueldo y policías, hasta que fueron derrotados por la humedad, los mosquitos y el calor, y solo quedo un pequeño destacamento enfrente del río Arquía, soportando los rigores de la inundación en una tierra baja y malsana, y así nació el pueblo de Tagachí; los propietarios salieron entonces huyendo del odio que habían desencadenado, y los micos y los negros fueron quienes se aprovecharon del cacao, felices de recoger una cosecha que ellos no habían sembrado; luego la selva volvió a alzarse y hoy, los dueños de esas tierras donde tanta sangre se ha vertido, son otra vez las culebras.
La "paisa" Genara llegó al pueblo de Vegáez casi al amanecer. Venía desnuda, después de haber andado a oscuras doce leguas entre las espinas de la trocha, y con el cuerpo supurando sangre en un solo arañazo. Traía un hijito de cuatro años, con el agujero de un tiro de fusil atravesándole el costado izquierdo, pero respirando aún. Contaba con voz monótona como los hombres habían llegado al anochecer, y habían comenzado a disparar desde el patio de la casa, porque su marido estaba de pie junto a la puerta. Ella se salvó porque estaba afuera, haciendo una necesidad, y este hijito de buenas que estaba junto a la ventana y al darle el tiro cayó afuera y ella lo pudo arrastrar hasta el colino; a las hijas las cazaron a tiros cuando intentaban huir por la ventana de la cocina; el bebé en la cunita lo descubrieron cuando empezó a llorar; entonces uno de aquellos hombres lo agarró de los tobillos y le dio vueltas por encima de él, hasta que le reventó la cabeza contra un guayacán. A ella la buscaron con linternas, pero se les escapó con el hilito de vida del niño herido a cuestas, porque nadie pensó que pudiera recorrer de noche las doce leguas de ese trocha que era ya casi imposible de recorrer de día. Al menos dos veces se cayó al río, y sufrió un ataque de avispas africanas, negras y enormes, al tirar un avispero. Si terminó la travesía fue solo sostenida por la necesidad de curar ese hijito que era ya lo único que la quedaba.
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Mi casa en Vegáez, en 1976
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Los negros de Vegáez se llenaron de intranquilidad al oírla, porqué el marido muerto era un negro. Al niño le hicieron una cura llenándole el hueco de panela fundida, hasta que dejó de supurar pus y le cosieron los labios de la herida con costurones de cerrar costales. Un negro que regresaba de arrear marranos a Urrao, les contó que allí los curas andaban predicando una guerra santa para borrar de la tierra el recuerdo de los liberales, diciendo que, el ser liberal era pecado mortal, y que todos ellos estaban condenados. Contó también como había visto el ranchito de la "paisa" Genara quemado, con los cuatro cadáveres alineados en el patio, clavados al suelo por un estacón hincado en el pecho, cada uno con un gallinazo en la tripa y una nota donde avisaba que nadie se atreviera a enterrarlos, so pena de ser empalado sin tiro de gracia.
Vieron entonces a la "paisa" como una apestada que podía transmitirles la enfermedad de ser asesinados, y la convencieron para que se fuera con su hijo al hospital de Quibdó. Dos jóvenes la bajaron con una canoa río abajo, con ánimo de dejarla en el puesto de policía de Tagachí donde hacían amarrar a todas las lanchas, pero ella se aterrorizó con la idea de ir a parar a manos de la policía, y tanto suplicó, cansoneó, y hasta amenazó con hacer voltear el bote apenas les viera poner rumbo a Tagachí, que al llegar al Atrato se dejaron ir aguas abajo para que esperara una lancha en un caserío de pescadores, un moridero que ni nombre tenía, pero en cuyo lugar se iba a alzar años después uno de los pueblos más grandes y prósperos del Atrato Medio: Buchadó.
Fue una precaución insuficiente, porque en el tiempo final de la violencia, cuando degeneró en una matazón de todos contra todos en que la única condición para morir era estar vivo, el pueblo de Vegáez despertó una noche con todas sus casas ardiendo. Volvieron a fundarlo, pero tuvieron la inteligencia o la pereza de hacerlo más abajo, en el límite donde la navegación a palanca comienza a ser imposible.
Muchos años después conocería allí a la "paisa" Genara. Era en ese entonces una mujer gruesa, robusta, añosa y arrugada, que mantenía su casa cosiendo para los arquieños con la misma indomable energía con que un día hizo la proeza de recorrer de noche una trocha que de día seguía siendo imposible. Debía haber sido muy bonita, porque su rostro, bajo la máscara de arrugas de dolores y trabajos, seguía teniendo una correcta nobleza. A pesar de sus años no le faltaban proposiciones matrimoniales, no sólo por ser la única blanca en el pueblo de negros, sino, porque como ella decía con orgullo: "A mi ningún hombre me mantiene mi casa". Su hijo vivía más arriba, tenazmente cerca de la tierra donde estuvo a punto de morir, y venía ocasionalmente a visitarla. Ya le había dado tres nietos, pero aún conservaba en el costado las dos tirantes cicatrices con que lo marcó la costura del balazo.
En el pueblecito de pescadores escucharon a la "paisa" con el mismo escepticismo incrédulo que las noticias del capitán costeño. Aquello seguía siendo cosas de blancos contra blancos, y ellos eran negros.
El hombre preocupado se atrevió a hablar:
- Pero su marido era negro.
- Negro que coge blanca se mete en problemas.
Un viejo de esos que han perdido la potencia, pero no las ganas, se rio con malicia.
- Eso le pasa por andar metiéndole a la "paisa".
La "paisa" escuchó la grosería sin inmutarse, pero cuando uno se atrevió a decirle: "si sabía que andan matando a los liberales, pa' que vaina se metió a liberal", salió del letargo donde la tenía el dolor de la muerte, para contestar indignada que ésta no era la guerra de los conservadores contra los liberales, sino de los ricos contra los pobres, y que si ellos pensaban que con decir que no eran nada iban a salvar el pellejo estaban muy equivocados, porque ellos eran pobres, y por pobres los iban a matar a todos, y ella tendría mucho gusto en venir a mear encima de sus tumbas, por cobardes y pendejos, y por ser tan estúpidos que pensaban que cerrando los ojos a la realidad iban a evitar lo que se les venía encima. Y una vez que se regó con la cantaleta, siguió cantaleteando por horas, hasta que incluso los negros más amantes de novedades en ese hueco donde el único espectáculo eran ellos mismos, se fueron yendo ensordecidos, y cuando volvió a la realidad se encontró hablando sola y se puso a llorar, porque en ese momento, después de las angustias de escapar, al fin se dio cuenta de que su marido estaba muerto, su bebe estaba muerto, sus dos hijas estaban muertas, ese niñito estaba a punto de morirse, y se había quedado sola, y todo lo que podía esperar el resto de su vida era pobreza y soledad.
Dos día después, la "paisa" y lo que aún quedaba del hijo se fueron en una lancha cucarachienta con un amasijo de trapos, metal y alambres al que llamaban motor, y el pueblo respiró como si el peligro hubiera desaparecido.
Un hombre preocupado no participó del alivio general, y siguió rumiando sus presagios de muerte, hasta que ante un grupo que fingía entretenerse mirándose las caras los unos a los otros, en el aburrimiento forzado del domingo, vomitó sus meditaciones amargas:
- Tenemos que prepararnos.
- ¿Y para qué?
- Para cuando vengan.
Ellos entendieron lo que el hombre les decía, porque desde que la "paisa" apareció no pensaban en otra cosa, pero prefirieron seguir con el juego de no entender.
- ¿Quiénes?
- Los que nos van a matar.
En el calor ardiente del sol vertical, los negros sintieron un escalofrío de miedo: el tabú se había roto, lo innombrable había sido nombrado, y con ello El hombre había hecho presente la realidad que nadie se atrevía a decir. Pero todos, de común acuerdo, prefirieron seguir negando.
- No, no vendrán, -dijo uno-.
Y todos repitieron
- No, no vendrán.
Elombre insiste:
- Pero, ¿Y si vienen?
Ellos bajan la cabeza. Si vienen ¿qué harán ellos con sus machetes frente a los fusiles?
- No, aquí no vendrán.
El hombre se irrita. Sabe que la única esperanza de salvación está en que cada uno esté dispuesto a morir por los demás, atacando todos al tiempo con sus machetes; pero ve que nadie está dispuesto a ser el primero en atacar, que todos esperarán que sean otros los muertos, y que así morirán todos, uno por uno.
- Pero, ¿Y si vienen?
Un viejo desdentado sonríe turbiamente:
- ¿Y pa' que van a veni'? Nosotros somos pobres, no tenemos nada, no somos de ningún bando, no hemos hecho nada.
Un joven le mira con rabia.
- ¿Acaso es que vos estás sabiendo que van a veni'?
El hombre siente una amenaza en sus palabras.
- Yo solo sé que cada día pasan más muertos flotando por el río.
- ¿O será que tenés motivos para tener miedo?
El hombre se yergue con el machete en la mano.
- ¡Yo no tengo miedo! ¡Yo soy "Elombre"!
Le llamaron en burla "El Hombre" cuando comenzó a ir a la escuela, porque era ya tan grande y fuerte que parecía un adulto entre los niños de su edad; él lo convirtió en un título de gloria, y lo gravó con deficiente ortografía en las cachas de sus machetes: Elombre. Su fortaleza y su altura le han ayudado a hacerse respetar en este pueblo donde la ley es cada uno, y sigue mereciendo el título; él es Elombre, y nadie se atreve a hacerle frente.
Pero esta vez en las sonrisas de los hombres siente que acecha la traición.
- Y si no tienes miedo, ¿a’ que tanta joda?
Elombre escupe al suelo, da media vuelta y se aleja pensando: "Ya ni falta va a hacer que vengan; pronto vamos a empezar a matarnos nosotros mismos".