La venida de los indios a los
bautizos del cura blanco había sido un movimiento comunal iniciado apenas llegó
la noticia. Los jóvenes querían diversión, los padres el bautizo de los niños
que alejaría de su tambo diablos y brujas, y les aseguraría buenas cosechas,
los hombres necesitaban compadres que les ayudaran en los negocios, y el
cacique buscaba las partidas de bautismo que les permitirían tener registro
civil, cédula y al final de un largo proceso tal vez títulos de propiedad de
algunas de las tierras que siempre fueron suyas.
La india se lo explicó al marido con
palabras que superaban la imaginación del hombre. Le habló del pueblo grande
donde habitaban hombres negros como él, pero ladrones y perezosos, que vestían
una ropa distinta a la de los indios, donde los tambos estaban uno junto a
otro, alineados frente a un gran río, por el que pasaban las lanchas, que eran
champas grandes como casas, movidas por motores grandes, y "pangas",
que eran champas de metal con motor detrás, y que se deslizaban por encima del
agua como un pato cuando empieza a volar. El negro se quedó pensando cómo sería
tanto disparate junto, curioso de conocer tanta cosa nueva; luego el recuerdo
de la travesía de los pantanos se apoderó de él, y buscó al suegro para
preguntarle receloso:
- ¿Cómo iremos al pueblo de los
hombres negros?
- Todas las aguas -y señaló desde la
cordillera oriental a la occidental: todo su horizonte- van a parar al Atrato.
Solo hay que seguir la quebrada abajo.
El negro le miró con incredulidad.
- ¿Todas?
- Las gotas de lluvia se juntan, y
forman los arroyos, y los arroyos van a parar a las quebradas, y las quebradas
a los ríos, y los ríos a otros más grandes, y todos van a parar al gran
Atrato.
- Pero en mi ciénaga el agua no
corre.
- Si no se fuera, el agua que cae
cada atardecer subiría cada noche más alta, hasta taparlo todo. Busca bien, y
encontrarás el lugar por donde el agua sale; síguelo, y llegarás al río de los
negros.
Elombre recordó, como entre brumas
de memoria, el caño que vio cuando la fuerza liberadora del yopo le permitió
volar, y quedó callado. Enseguida sus músculos reclamaron acción y se fue a
registrar los nidos de las gallinas, dejando que el viejo perdiera en el aire
palabras que iban a resultar proféticas:
- Pero el Atrato tampoco es el
final: el fin es el mar.
El negro había encontrado un huevo
aún caliente, y daba saltos de alegría. El mar estaba lejos aún.
Cuando los buchadoceños corrieron
hacia las canoas de los indios, dejando que apenas un grupo de viejas siguiera
tenazmente con su procesión, se encontraron con que entre ellos venía un negro
gigantesco, vestido apenas con una paruma roja, que causó las burlas y la ira
de todo el pueblo. "Negro cholo" -le gritaban-, "vístete como
gente". Pero el negro les miraba con mezcla de extrañeza y satisfacción,
como si los extraños fueran ellos y no él; luego señaló las casas y comentó
algo en lengua de cholo que hizo estremecer de risa a los indios; lo repetían
entre carcajadas y gritos de asentimiento, y un negro acostumbrado a comerciar
con ellos pudo al fin entenderlos.
- Se ríen de nosotros porque
nuestras casas tienen paredes.
Los indios no pudieron encontrar
alojamiento en las casas de sus compadres, ahora atestadas de gente, con
hamacas como laberintos aéreos impidiendo el paso aún en pleno día, y el suelo
siempre lleno de bebés y niños dormidos, y la cocina de mujeres estorbándose
unas a otras, y tuvieron que alojarse en la única que aún quedaba libre: la
casa de la loca. Los vientos y las ratas habían minado el techo de hoja, y las
goteras caían por los grandes vanos; la madera del suelo se había podrido y
desaparecido y los comejenes formaban grandes bolsas en las vigas, y sus
caminos eran omnipresentes, y en las noches su roer de madera se oía como un
motor poderoso entre el fragor de las ratas corriendo, alimentándose, y amando
desesperadamente; bajo el piso, entre las vigas, en los rincones, y aún en los
lugares de paso frecuente las arañas habían ocupado el aire con sus redes,
tejidas unas sobre otras en volúmenes espesos y polvorientos.
Los indios hicieron la proeza de
convertir el huero en un espacio habitable;
el cura curioseó los arreglos
escudándose en la habilidad con que los jóvenes indios se movían por el cañazo
del techo, pero fascinado en realidad por las indias con sus pechos desnudos,
después de años de reclusión en el seminario, en donde hasta los dibujos de las
estatuas griegas llevaban brasieres y calzones de tinta indeleble. La loca se
recluyó en su pieza, pero cuando los indios acudieron a la sala a hacer la
primera comida seria desde que comenzaron a navegar Guaguandó abajo, se acercó
a ellos mendigando con la mirada un poco de plátano y una brizna de pescado.
Los indios la acogieron sin reservas y la sentaron entre ellos en torno a la
olla comunal; el cura la vio comer horrorizado y fascinado, muriéndose de asco
con su propio estómago revuelto, pero incapaz de alejarse; no solo la loca
tenía desnudos los colgantes pellejos de los senos que la viera en la ventana,
sino que toda ella estaba desnuda, y todo su cuerpo era mustio y flácido, de
una delgadez lamentable, con las costillas salidas, y la piel cuarteada y
sobrándole por todas partes, como una tela demasiado ancha; todo su pelo era
blanco y escaso, hasta el de su inútil sexo morado; en todo su costado derecho,
y en grandes zonas de su cuerpo, la piel había desaparecido, como si un ácido
se la hubiera comido, y en su lugar había grandes manchas rosas con arrugas de
cicatrices acartonadas. Pero lo más repulsivo estaba en su rostro, que ahora,
con la luz del día, se mostraba con toda su crudeza: el lugar de su ojo
izquierdo era solo un vano profundo, y era ese vacío el que miraba fijamente,
penetrando con fuerza irresistible, mientras que el otro ojo se movía incierto
a todas partes, en un permanente vagar sin rumbo; en la mejilla contraria, la
herida de un corte profundo traspasaba el carrillo como una boca siempre
abierta; la masa espesa de plátano masticado y saliva se le escurría por la
oquedad al comer, y ella la recogía con la punta de los dedos para volvérsela a
meter en la boca una y otra vez, mientras se sacudía con un gesto maquinal las
moscas tenaces que entraban y salían por el hueco húmedo del ojo vacío.
El cura no pudo contener su asombro.
- ¡Dios mío! ¡Qué fue lo que la
pasó!
La vieja le contestó mansamente,
como el que explica a un niño una verdad olvidada de puro sabida.
- Me morí. Elombre me mató de un
machetazo en la cara porque le robé dos cerdas y me huí.
La loca acaricia la herida de la
mejilla como una flor querida. Una india se acerca y la interroga en su
castellano dificultoso.
- ¿Te moriste?
- Si, estuve muerta.
- ¿Y viste a Dios?
- No, no vi a Dios.
- ¿Y viste al Diablo?
- No, no había Dios, ni había
Diablo, no había nada. Solo hormigas comiéndome la piel y un gallinazo
picoteándome el ojo.
- ¿Y volviste a estar viva?
- Cuando vi que no había nada,
volví. Caminaba y caminaba, y no había nada, no había agua, no había árboles,
no había sombra, no había hierba, no había nubes, no había agua. Y
regresé.
- ¿Y no viste a Dios?
- No, no había Dios, no había agua,
no había hierba, no había nada y volví. Las hormigas me estaban comiendo porque
me había muerto, y el gallinazo me había sacado mi ojo, estaba posado sobre el
pecho y yo no podía moverme para espantarlo, pero volví, volví aunque las
hormigas me quemaban y el gallinazo en el pecho me ahogaba, porque no había
Dios, no había nada, y sentí que me habían robado.
La india insiste con angustia. Desde
que era niña ha vivido con la idea de un Dios velando sobre ella, dirigiendo
sus pasos; las cosas buenas eran premios de Dios, las desgracias de cada día
eran sus castigos; ahora, al pensar que no hay nadie sobre ella, se siente sola, perdida en un mundo de riesgo y
libertad absolutos.
- ¿Y subiste al cielo?
- Y era aire, solo aire.
- Pero, entonces ¿No hay nada para
los muertos?
- Hay hormigas para los que mueren
en la selva, quícharos para los del río, babillas para los de la ciénaga,
gallinazos para los de la palizada, cangrejos para los del cementerio. Pero no
hay Dios.
La india comienza a llorar silenciosamente
y el cura interviene furioso.
- ¡No diga eso! ¡Eso es pecado!
¡Tiene que haber un Dios!
- Y tiene que haber paz y justicia,
y yo tengo que comer cada día, y nada de eso sucede; ya ves, también a mí me
gustaría que hubiera un Dios que me mandara cada día comida del cielo ¿Qué
culpa tengo yo si me morí y caminé para encontrar a Dios, y tuve que resucitar
porque no lo encontré?
- No te moriste. Te desmayaste
cuando te dieron el machetazo.
- Yo sé que me morí, y sé que
resucité, y sé que no vi a Dios. Pero tú ¿Cómo sabes tantas cosas?
- Dios existe. Los místicos le
vieron.
- Hay curita, quien sabe si ellos no
estaban más locos que yo.
- Dios creó el mundo. Si Dios no lo
hubiera creado, no existiría nada.
La india ha dejado de llorar al oír
al cura, y pregunta curiosa:
- ¿Todo lo creó Dios?
- Todo.
- ¿También las culebras?
El cura vacila un instante entre las
viejas historias de su madre y la teología de los curas españoles; ganaron los
curas.
- Todo.
Y la vieja loca:
- ¿Y las hormigas?
- Todo
- ¿Y los animales del río?
- Todo, Dios creó todo.
- Ay, curita, ahora si veo que Dios
no existe y que tú no sabes nada.
- ¡Yo creo de firme que Dios existe!
Ha sido un grito, una protesta, tal
vez una súplica.
- Ay curita, curita; gracias a que
crees eso tú comes tres veces al día; así cree cualquiera.
La negra se vuelve hacía la india
que sigue triste.
- Pero tú no te preocupes. Quién sabe
si no sea yo quien esté loca, y el curita quien tenga la razón.
No comments:
Post a Comment