Saturday, January 12, 2019

Capítulo 28. YO ESTUVE MUERTA

                                                           28- YO ESTUVE MUERTA


            La venida de los indios a los bautizos del cura blanco había sido un movimiento comunal iniciado apenas llegó la noticia. Los jóvenes querían diversión, los padres el bautizo de los niños que alejaría de su tambo diablos y brujas, y les aseguraría buenas cosechas, los hombres necesitaban compadres que les ayudaran en los negocios, y el cacique buscaba las partidas de bautismo que les permitirían tener registro civil, cédula y al final de un largo proceso tal vez títulos de propiedad de algunas de las tierras que siempre fueron suyas.

            La india se lo explicó al marido con palabras que superaban la imaginación del hombre. Le habló del pueblo grande donde habitaban hombres negros como él, pero ladrones y perezosos, que vestían una ropa distinta a la de los indios, donde los tambos estaban uno junto a otro, alineados frente a un gran río, por el que pasaban las lanchas, que eran champas grandes como casas, movidas por motores grandes, y "pangas", que eran champas de metal con motor detrás, y que se deslizaban por encima del agua como un pato cuando empieza a volar. El negro se quedó pensando cómo sería tanto disparate junto, curioso de conocer tanta cosa nueva; luego el recuerdo de la travesía de los pantanos se apoderó de él, y buscó al suegro para preguntarle receloso:     
            - ¿Cómo iremos al pueblo de los hombres negros?     
            - Todas las aguas -y señaló desde la cordillera oriental a la occidental: todo su horizonte- van a parar al Atrato. Solo hay que seguir la quebrada abajo.

             El negro le miró con incredulidad.     
            - ¿Todas?     
            - Las gotas de lluvia se juntan, y forman los arroyos, y los arroyos van a parar a las quebradas, y las quebradas a los ríos, y los ríos a otros más grandes, y todos van a parar al gran Atrato.     
            - Pero en mi ciénaga el agua no corre.     
            - Si no se fuera, el agua que cae cada atardecer subiría cada noche más alta, hasta taparlo todo. Busca bien, y encontrarás el lugar por donde el agua sale; síguelo, y llegarás al río de los negros.

            Elombre recordó, como entre brumas de memoria, el caño que vio cuando la fuerza liberadora del yopo le permitió volar, y quedó callado. Enseguida sus músculos reclamaron acción y se fue a registrar los nidos de las gallinas, dejando que el viejo perdiera en el aire palabras que iban a resultar proféticas:
            - Pero el Atrato tampoco es el final: el fin es el mar.

            El negro había encontrado un huevo aún caliente, y daba saltos de alegría. El mar estaba lejos aún.

            Cuando los buchadoceños corrieron hacia las canoas de los indios, dejando que apenas un grupo de viejas siguiera tenazmente con su procesión, se encontraron con que entre ellos venía un negro gigantesco, vestido apenas con una paruma roja, que causó las burlas y la ira de todo el pueblo. "Negro cholo" -le gritaban-, "vístete como gente". Pero el negro les miraba con mezcla de extrañeza y satisfacción, como si los extraños fueran ellos y no él; luego señaló las casas y comentó algo en lengua de cholo que hizo estremecer de risa a los indios; lo repetían entre carcajadas y gritos de asentimiento, y un negro acostumbrado a comerciar con ellos pudo al fin entenderlos.     
            - Se ríen de nosotros porque nuestras casas tienen paredes.

            Los indios no pudieron encontrar alojamiento en las casas de sus compadres, ahora atestadas de gente, con hamacas como laberintos aéreos impidiendo el paso aún en pleno día, y el suelo siempre lleno de bebés y niños dormidos, y la cocina de mujeres estorbándose unas a otras, y tuvieron que alojarse en la única que aún quedaba libre: la casa de la loca. Los vientos y las ratas habían minado el techo de hoja, y las goteras caían por los grandes vanos; la madera del suelo se había podrido y desaparecido y los comejenes formaban grandes bolsas en las vigas, y sus caminos eran omnipresentes, y en las noches su roer de madera se oía como un motor poderoso entre el fragor de las ratas corriendo, alimentándose, y amando desesperadamente; bajo el piso, entre las vigas, en los rincones, y aún en los lugares de paso frecuente las arañas habían ocupado el aire con sus redes, tejidas unas sobre otras en volúmenes espesos y polvorientos.


            Los indios hicieron la proeza de convertir el huero en un espacio habitable; 

el cura curioseó los arreglos escudándose en la habilidad con que los jóvenes indios se movían por el cañazo del techo, pero fascinado en realidad por las indias con sus pechos desnudos, después de años de reclusión en el seminario, en donde hasta los dibujos de las estatuas griegas llevaban brasieres y calzones de tinta indeleble. La loca se recluyó en su pieza, pero cuando los indios acudieron a la sala a hacer la primera comida seria desde que comenzaron a navegar Guaguandó abajo, se acercó a ellos mendigando con la mirada un poco de plátano y una brizna de pescado. Los indios la acogieron sin reservas y la sentaron entre ellos en torno a la olla comunal; el cura la vio comer horrorizado y fascinado, muriéndose de asco con su propio estómago revuelto, pero incapaz de alejarse; no solo la loca tenía desnudos los colgantes pellejos de los senos que la viera en la ventana, sino que toda ella estaba desnuda, y todo su cuerpo era mustio y flácido, de una delgadez lamentable, con las costillas salidas, y la piel cuarteada y sobrándole por todas partes, como una tela demasiado ancha; todo su pelo era blanco y escaso, hasta el de su inútil sexo morado; en todo su costado derecho, y en grandes zonas de su cuerpo, la piel había desaparecido, como si un ácido se la hubiera comido, y en su lugar había grandes manchas rosas con arrugas de cicatrices acartonadas. Pero lo más repulsivo estaba en su rostro, que ahora, con la luz del día, se mostraba con toda su crudeza: el lugar de su ojo izquierdo era solo un vano profundo, y era ese vacío el que miraba fijamente, penetrando con fuerza irresistible, mientras que el otro ojo se movía incierto a todas partes, en un permanente vagar sin rumbo; en la mejilla contraria, la herida de un corte profundo traspasaba el carrillo como una boca siempre abierta; la masa espesa de plátano masticado y saliva se le escurría por la oquedad al comer, y ella la recogía con la punta de los dedos para volvérsela a meter en la boca una y otra vez, mientras se sacudía con un gesto maquinal las moscas tenaces que entraban y salían por el hueco húmedo del ojo vacío.

            El cura no pudo contener su asombro.
            - ¡Dios mío! ¡Qué fue lo que la pasó!

            La vieja le contestó mansamente, como el que explica a un niño una verdad olvidada de puro sabida.     
            - Me morí. Elombre me mató de un machetazo en la cara porque le robé dos cerdas y me huí.

            La loca acaricia la herida de la mejilla como una flor querida. Una india se acerca y la interroga en su castellano dificultoso.     
            - ¿Te moriste?     
            - Si, estuve muerta.     
            - ¿Y viste a Dios?     
            - No, no vi a Dios.     
            - ¿Y viste al Diablo?     
            - No, no había Dios, ni había Diablo, no había nada. Solo hormigas comiéndome la piel y un gallinazo picoteándome el ojo.
            - ¿Y volviste a estar viva?     
            - Cuando vi que no había nada, volví. Caminaba y caminaba, y no había nada, no había agua, no había árboles, no había sombra, no había hierba, no había nubes, no había agua. Y regresé.     
            - ¿Y no viste a Dios?     
            - No, no había Dios, no había agua, no había hierba, no había nada y volví. Las hormigas me estaban comiendo porque me había muerto, y el gallinazo me había sacado mi ojo, estaba posado sobre el pecho y yo no podía moverme para espantarlo, pero volví, volví aunque las hormigas me quemaban y el gallinazo en el pecho me ahogaba, porque no había Dios, no había nada, y sentí que me habían robado.

            La india insiste con angustia. Desde que era niña ha vivido con la idea de un Dios velando sobre ella, dirigiendo sus pasos; las cosas buenas eran premios de Dios, las desgracias de cada día eran sus castigos; ahora, al pensar que no hay nadie sobre ella, se siente  sola, perdida en un mundo de riesgo y libertad absolutos.     
            - ¿Y subiste al cielo?     
            - Y era aire, solo aire.     
            - Pero, entonces ¿No hay nada para los muertos?     
            - Hay hormigas para los que mueren en la selva, quícharos para los del río, babillas para los de la ciénaga, gallinazos para los de la palizada, cangrejos para los del cementerio. Pero no hay Dios.

            La india comienza a llorar silen­ciosamente y el cura interviene furioso.     
            - ¡No diga eso! ¡Eso es pecado! ¡Tiene que haber un Dios!
            - Y tiene que haber paz y justicia, y yo tengo que comer cada día, y nada de eso sucede; ya ves, también a mí me gustaría que hubiera un Dios que me mandara cada día comida del cielo ¿Qué culpa tengo yo si me morí y caminé para encontrar a Dios, y tuve que resucitar porque no lo encontré?     
            - No te moriste. Te desmayaste cuando te dieron el machetazo.     
            - Yo sé que me morí, y sé que resucité, y sé que no vi a Dios. Pero tú ¿Cómo sabes tantas cosas?      
            - Dios existe. Los místicos le vieron.     
            - Hay curita, quien sabe si ellos no estaban más locos que yo.     
            - Dios creó el mundo. Si Dios no lo hubiera creado, no existiría nada.

            La india ha dejado de llorar al oír al cura, y pregunta curiosa:     
            - ¿Todo lo creó Dios?     
            - Todo.     
            - ¿También las culebras?

            El cura vacila un instante entre las viejas historias de su madre y la teología de los curas españoles; ganaron los curas.     
            - Todo.
            Y la vieja loca:     
            - ¿Y las hormigas?     
            - Todo     
            - ¿Y los animales del río?     
            - Todo, Dios creó todo.     
            - Ay, curita, ahora si veo que Dios no existe y que tú no sabes nada.     
            - ¡Yo creo de firme que Dios existe!

            Ha sido un grito, una protesta, tal vez una súplica.
            - Ay curita, curita; gracias a que crees eso tú comes tres veces al día; así cree cualquiera.

            La negra se vuelve hacía la india que sigue tris­te.
            - Pero tú no te preocupes. Quién sabe si no sea yo quien esté loca, y el curita quien tenga la razón.

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