27-PREPAREN
LA FIESTA QUE EL CURA IRA
Nueve meses después de la venida del
negro, los indios bajaron a Buchadó para que sus hijos fueran bautizados por el
cura blanco.
El cura que venía era un cura nuevo,
recién ordenado. No venía del lejano Urrao, a dos días de caballo y uno en
canoa, como había sido costumbre una vez al año en los tiempos anteriores a la
violencia para celebrar las fiestas patronales; venía del Vicariato Apostólico
de Quibdó. Los curas de Urrao, a quienes realmente correspondía la
jurisdicción, se habían negado reiteradamente a ir, parte por temor a
represalias por su participación en la violencia, pero sobre todo por la
imposibilidad de obtener beneficios económicos del viaje. Así que el Vicario
Quibdó, ante la insistencia de una comisión de buchadoceños, acabó por ceder, “porque
al fin y al cabo el caso no estaba propiamente previsto en el derecho canónico,
y si bien era imprudente salirse de las normas en derecho sólidamente
establecidas, también sería imprudente negarse por meras suposiciones de que
las normas no lo permitían; y especialmente imprudente fuera negar el bautismo
y la entrada a la iglesia a tanto niño inocente; tanto más que aplicando de
epiquerema, era evidente que la voluntad del legislador era buscar el mayor
bien de las almas, lo cual indudablemente se producía mediante los efectos de
la gracia santificante adquirida por el bautismo, mientras que la privación del
sacramento los expondría al limbo; y es verdad evidente que siendo real que en
caso de necesidad cualquier hombre o mujer
puede bautizar, a fortiori debe de suponerse que más debe de hacerlo un
sacerdote cuando otros, a quienes en derecho corresponde la jurisdicción, se
hayan impedidos para hacerlo, si bien, prudente fuera, solicitarles el permiso”.
Consta en las tradiciones del pueblo
que la comisión oyó la exposición en sagrado recogimiento, y en el mismo
silencio que nadie se atrevió a romper continuaron durante más de un minuto,
mientras el Vicario seguía mentalmente sopesando razones. Al fin se atrevieron
a preguntar:
- Y todo eso que quiere decir ¿Qué
sí o que no?
El Vicario sonrió con la sonrisa
bondadosa que no pudieron marchitar las amarguras de más de cincuenta años de
trabajo infructuoso.
- Vaya preparando la fiesta, que el
cura irá.
La noticia de la venida del cura
corrió por el pueblo como una epidemia de sarna; traspasó las orillas del
Atrato, navegó por las quebradas, creció en los cultivos, caminó por las
trochas, remó en las ciénagas, se gritó de rancho a rancho, y comenzaron
aceleradamente los preparativos para la fiesta; las canoas subían a Quibdó
cargadas de plátano, y al bajar traían aguardiente y cohetes; los hombres
concertaron compadrazgos, y las mujeres buscaron la forma de estrenar, así
fuera un pañuelo.
Sin embargo, cuando al fin llegó el
día señalado para recoger al cura nuevo y bajarlo a Buchadó, nadie se presentó
a recogerlo. El cura, con su sotana blanca y dos monaguillos de roquete verde y
pesadas faldas de terciopelo rojo, esperaron desde el amanecer hasta el
mediodía en el patio de cemento del convento, pateando de impaciencia, ante la
mirada paternal de Monseñor Grau, quien explicaba al cura nuevo que no debía
preocuparse, que los bogas iban a aparecer, solo que en el Chocó esperar una
hora, un día, una semana, un mes, un año, una vida, carecía de importancia. Al
mediodía llegaron con paquetes que dejaron en el embarcadero cerrado del
convento, y dijeron que ya venían, apenas iban a hacer las últimas compras y a
avisar a los demás que el cura ya estaba listo, y que por favor les cuidaran
esos paquetes mientras, así que el cura volvió a coger su maletín de misa, y
los monaguillos a ponerse las faldas rojas, y se pararon a esperar junto a los
paquetes, hasta que los echó de allí el aguacero del crepúsculo. Los bogas
volvieron al anochecer, a decir que con lo tarde que se les había hecho lo
mejor era que dejaran todo para mañana. Cuando el cura insistió en que de todas
maneras salieran de una maldita vez por todas, carajo, ellos le explicaron,
como quien explica a un niño las verdades eternas de la vida, que de todas
maneras no se podía salir ya, porque la mayoría de los compañeros estaban
bailando borrachos, y ellos mismos se iban a ir a bailar ahorita mismo. Así que
al cura no le quedó más remedio que mandar a sus casas a los monaguillos y
acostarse hasta el día siguiente, mascullando un rosario de maldiciones contra
esa maldita gente, incumplidos, perezosos, mentirosos, con razón estaba tan
atrasado el país, y la culpa de todo la tenían los conquistadores españoles,
que se habían cruzado con los indios, en vez de hacer como los ingleses, que no
dejaron indio con cabeza, se habían cruzado con los negros, cuando los ingleses
lo tenían prohibido bajo pena de muerte, y así en Colombia estaba esa raza que
no era blanca, ni negra, ni india, sino una mezcla degenerada de todo, mientras
que en Estados Unidos no había sino puro gringo, inglés sin mezcla, y por eso
ese país era próspero, mientras que Colombia no podía salir de su atraso,
porque la desgracia de Colombia es que está llena de colombianos; plugo, sin
embargo, a la Divina Providencia, en sus maravillosos designios, que él naciera
blanco y rico y los demás mestizos pobres, ¡demos gloria a Dios por su infinita
sabiduría! Porque él, para gloria del Señor, era descendiente de puros
españoles, españoles nobles de ocho apellidos, no de esos campesinos incultos
que se vinieron huyendo de la servidumbre y el hambre en que les mantenía la
oligarquía noble, sino de los que llegaron para alcaldes y corregidores.
El curita nuevo creía en la
superioridad de su sangre blanca, como en el dogma de los diablos íncubos y súcubos
y sacaba de ella la fuerza para predicar a los negros una religión que les era
ajena; y lo creía firmemente, como se creen todas las cosas que nos convienen,
a pesar de todos los ascendientes que nunca pudo conocer: arrieros paisas,
políticos ralos, recolectores de café, comerciantes que iban en la noche a
cobrar en especie el fiado, que no dejaron de su paso sino el recuerdo de una
noche ardiente en el potrero de la granja. De allí nació él, con unas narices
anchas y un pelo rizado que cada mañana trataba inútilmente de alisar ante el
espejo, porque mostraban, a quien tuviera ojos en la cara, que en las vueltas y
revueltas de la pichadera y repichingadera se les había metido la sangre fértil
de un negro en la familia.
El trajín de la cargada despertó al
cura. El gran bote del convento parecía
hundirse bajo una montaña de paquetes que apenas dejaba sitio para los bogas;
dos botes más, igualmente atestados, estaban a su lado; aún llegó otro, lleno
de gente sentada, mujeres y niños entre ellos, así que Monseñor Grau
proporcionó una canoa más para que el cura y los monaguillos pudieran viajar
con relativa comodidad; en el momento en que iban a colocar el maletín de misa
sobre las estivas Monseñor Grau lo abrió para sacar el breviario antes de que
quedara sepultado bajo otros paquetes.
- Téngalo a mano; le va a hacer
falta.
Finalmente salieron.
Cien metros más abajo, en los
ranchitos miserables que rodean la gran mole de blanco cemento del convento de
Quibdó, se acercaron a la orilla a recoger una vieja apergaminada, tan flaca
que el pellejo la colgaba como bolsas de papel vacío, y pidieron al cura
permiso para sentarla en su bote; el cura accedió en atención a su edad y
delicado estado, y a partir de allí siguieron recogiendo gente, y acomodándola
donde cupieran, los que pedían "un pasaje para Beté, para el velorio de mi
amigo", los que "por favor, me bajan a la finquita, que allí me
espera mi mujer con el bote", los que llamaron a preguntar dónde es que va
tanto gentío junto y "pues me esperen un poquito, que cojo mi hamaca y ya
vengo", los que estaban esperando lancha que les llevara a Tadía, y
aprovecharon para ir bajando gratis, porque "como es la vaina, que llevo
una semana esperando y no pasa lancha, quien sabe si será por lo seco del
río", hasta que el cura se fue quedando estrecho y olvidado, encajonado
como un muerto en su ataúd, sin poder casi menearse, porque bastaba que él
moviera una mano para que el bote comenzara a oscilar, y todos protestaron que
porque ponía la champa tan celosa, mientras que los negros se ponían de pie, se
sentaban, se movían como si bailaran, sin que la champa se agitara en lo más
mínimo.
El comienzo del viaje había
provocado en el cura expectación ante aquellas tierras de su país, mucho más
desconocidas que las remotas de Europa o Norteamérica. Desde el río los
ranchitos clavados sobre pilotes parecían distintos, porque por primera vez los
veía por la parte de atrás, la de la cocina, donde siempre había una mujer preñada
cocinando y niños jugando a su alrededor; en la primera parada vio que muchos
eran apenas del largo de una persona, aunque viviera una familia entera en
ellos; hasta ese momento había visto solamente los importantes, los de la calle
principal donde está el convento; en la cuesta enlodada la vida minúscula y
abigarrada le sorprende, tan animada y densa; entre el fango maloliente de la
orilla las mujeres rajan y destripan pescado, los viejos cuidan puestos de
venta que son apenas una mesa con tres badeas y una panela en cuartos,
muchachas sentadas inmóviles ante una batea con chontaduros cocidos, mientras
esperan algo que saben que nunca va a llegar, niños que se bañan desnudos, que
pescan, que gritan, que corren, niños por todas partes; las champas parecen no
moverse en el agua perezosa, sino que fuera la masa blanca del convento, el
humo azul de los fogones de leña, el pueblo el que se desliza hacia atrás; al
acabarse el pueblo pasa un aserrío y luego el chuscal de la orilla, palmeras,
árboles para él desconocidos; el mismo paisaje que se va a repetir a cada
vuelta del río, la misma cuesta de barro ardiente, los mismos ranchitos ocasionales, y cada vez más
gente, más calor, más estrechez. Al llegar a las bocas del Neguá no pudo evitar
preguntar:
- Y ¿Cuándo llegamos?
Los negros le miraron sorprendidos,
porque apenas acababan de salir.
- Esta media noche, puede ser.
- Si estamos de buenas.
- Y si no llueve temprano.
- ...Quien sabe si abajo el río
tenga agüita bastante...
El cura aguantó dos calles más,
mirando los pequeños remolinos donde se juntaban las aguas claras del Bebaramá
con las lodosas del Atrato, mientras el calor aumentaba, los niños gritaban y
lloraban, los monaguillos se despojaban
de sus faldas de terciopelo y se cambiaban de bote, una mujer distribuía masato
de arroz y chicharrones en tapas de aluminio y platos desportillados, una niña
defecaba asomando el culo por el borde de la champa, los hombres más
trasnochados se tiraban sobre la carga a dormir la borrachera, las viejas
hacían cuentas, de la penumbra salían manadas de mosquitos, y al fin el cura se
rindió, abrió el breviario en una hoja cualquiera y comenzó a leer: "Dixit
Dóminus Dómine meo, sede at distris meis...". De tarde en tarde levantaba
la vista de las hojas escritas que le traían la frescura del claustro, y veía
el mismo paisaje, las mismas orillas con la selva adentrándose en el río. Los
mismos ranchos, como si estuvieran clavados en el mismo sitio, y volvía a la
lectura salvadora: "De profundis ad te clamo Dómine".
Ya anochecido, con la cara
doblemente ardida del sol y el reflejo del agua, tiritando bajo el implacable
aguacero del crepúsculo, con calambres en la espalda, la vejiga tensa como un
tambor, y los primeros síntomas de amibiasis, llegaron a Buchadó. No se oyó
una voz, ni nadie salió a recibirlos; el pueblo estaba vacío, y en la oscuridad
parecía un fantasma abandonado. Los hombres llevaron todo el equipaje del cura
y lo monaguillos a una casa que habían vaciado para su uso, incluido un bulto
enorme y pesado que necesitó las fuerzas combinadas de todos los hombres para
subirlo por la cuesta de barro. Le prendieron un quinqué de querosén,
"vamos a avisar que ya llegó", se montaron en las canoas que acababan
de vaciar, y se fueron. El curita estaba tan cansado que no sintió siquiera
extrañeza, solo alivio, después de catorce horas oprimido e inmóvil, solo entre
la gente, blanco entre negros, cura
entre laicos, y con la vida resuelta entre gente que no podría saber si mañana
comería, y que además no les importaba. Lo primero que hizo fue orinar desde la
puerta de atrás, conteniendo el chorro demasiado fuerte, porque le parecía
indecente que la gente oyera el ruido de la meada de un cura; rebuscó entre el
equipaje y encontró una linterna; con ella en la mano recorrió la calle
fangosa, la hilera de casitas sin señales de vida; solo en una de ellas se
asomó una vieja decrépita en el hueco de la ventana; la linterna recorrió su
pelo blanco, el negro hueco de calavera donde le faltaba un ojo, la cicatriz de
la mejilla como una segunda boca lívida y morada, los pellejos de los senos
colgantes, la hernia del ombligo. El cura la saludó.
- Buenas noches señora, ¿Dónde están
todos?
- Tenga cuidado con las hormigas.
El cura miró a su alrededor con una
vaga inquietud.
- ¿Hay hormigas aquí?
- Las hormigas están en todas
partes. Esperan siempre.
La vieja desapareció hacia la casa
en tinieblas, y el cura siguió su inspección: salvo la vieja y las hormigas no
había nadie más en el pueblo; el cura volvió a la casa del equipaje, atendiendo
a la muda invitación de la luz aceitosa y sucia del quinqué; los monaguillos
habían colgado sus hamacas y dormían plácidamente, con el sueño profundo de los
niños cansados; el cura pensó que era lo mejor que se podía hacer, y guindó su
hamaca. Pese a la luz del quinqué el ruido de las ratas hambrientas le mantuvo
despierto el suficiente tiempo para que sintiera los retorcijones de tripas de
la amibiasis, y se preguntara qué diablos hacía en un pueblo abandonado, con
una tuerta loca y dos culicagados dormidos, y cómo era que no había seguido el
consejo de su padre que siempre le insistió que se hiciera tabernero. Se durmió
sin saber cuando, y solo se dio cuenta que se había dormido llorando su soledad
profunda, cuando desde la orilla del río le despertaron gritos de niños
jugando, risas de mujer, llantos de bebé, y un hombre que exclamaba que se
callaran todos, carajo, que iban a despertar al cura ese que ya debía de estar
dormido. El cura los vio subir en tropel a la luz de una luna alta y sin nubes,
todos cargados de niños dormidos, y pensó: "A la mierda con todo",
dio media vuelta, y se volvió a quedar dormido, hasta que un retorcijón más acuciante que los otros le
hizo dar la primera de sus muchas carreras de esa noche a acuclillarse entre
los plátanos, con el tiempo justo de levantarse la sotana y bajarse los pantalones,
entre el fragor de cascada de los mosquitos.
Aún no se habían contaminado los
negros de la vergüenza de los blancos de tener necesidades y no habían
aparecido los cuartitos de baño cerrados, flotando sobre balsos, con paredes y
un hueco en el centro, y los hombres aprovechaban cualquier momento de relativa
soledad, mientras que los niños se invitaban a ir conjuntamente a defecar en la
orilla del río, como una fiesta. Pero el cura sentía una verdadera necesidad,
no solo de esconderse en lo más recóndito, sino de que nadie supiera que iba a
hacer allí, y daba excusas tan absurdas que si a los negros no les extrañaba es
porque de antemano sabían que un cura era todo él un ser extraño, raro y
distinto
Cuando el cura se despertó volvió a
recorrer la hilera de casas esquivando los charcos de la calle; la mayoría
estaban cerradas, como si nadie viviera en ellas, pero algunas no tenían
puertas, y en la sala se veían los bultos de niños dormidos. En el río que
ahora parecía más ancho y plomizo que cuando estaba en Quibdó se veían no menos
de veinte embarcaciones, botes, canoas, champas, todos clavados con la palanca
en la orilla; ante la soledad total del pueblo el cura aprovechó para
encorvarse una vez más entre las matas de plátano. Un hombre le traía la
inevitable taza de café negro, y los planes para todo el día: esperar.
- ¡Qué pena con usted, Padre!
Queríamos dejarle dormir hasta tarde para que descansara del viaje. Le da duro
al que no está acostumbrado.
El cura tomó el primer sorbo de café
y reconoció con ternura el sabor del tinto hervido en el fogón de leña de su
casa materna.
- Pero en fin, ya que su reverencia
se levantó, ya mismo doy la orden para que le preparen su desayuno. ¿Su
reverencia sí come plátano y pescado?
El cura contestó que él comía
cualquier cosa, y que lo importante era fijar la hora de la misa, la procesión
y los bautizos; el cura, que acababa de llegar, tenía fuertes ganas de acabar
su viaje y verse otra vez en el convento, con su camita blanca, su ducha
fresca, su inodoro de asiento; así que rechazó la insinuación de que si su
reverencia estaba cansado, por ellos no había problema para esperar otro día, y
luego la más acuciante de que ellos sí estaban cansados, porque habían estado
toda la noche en un velorio después de bajarle, hasta que finalmente con cierto
enojo le tuvo que decir lisa y llanamente que la gente no estaba aún en el
pueblo, porque unos se habían ido a sus fincas, a cortar comida para las
fiestas, y los mas aún no habían llegado.
El cura nuevo era tan nuevo que aún
no comprendía que en diferentes culturas las mismas palabras del mismo idioma
tienen diferentes sentidos, y protestó:
- ¡Pero si yo avisé que estaba aquí
para empezar la fiesta el día 19!
- ¡Y apenas estamos hoy a 20! ¡Cómo
iba nadie a suponer que su Reverencia vendría tan pronto. Pero no se preocupe,
ahora que ya se sabe que está usted aquí, verá como todo el mundo viene.
Una mujer con un vestido blanco a
medio muslo, y unos senos apretados que estiraban la trama del vestido, vino a
avisar que el desayuno ya estaba preparado.
- Y
entonces, Padre, ¿qué le parece que hagamos?
El cura miró la hilera de casas del
pueblo, la loca tuerta en su ventana, el río enorme y lodoso al frente, la
ciénaga tras las matas de plátano, los muros de selva impenetrable, y sintió la
misma sensación de encierro e impotencia que habríamos de sentir tantos curas,
tantas veces. Con un suspiro de desespero pensó cuanto tiempo duraría la subida
aguas arriba, y que pasaría si la gente se negara a llevarle.
- Como usted bien dice, creo que lo
mejor será esperar.
Mientras el cura comprendía la
utilidad del breviario y se balanceaba en su hamaca, y los monaguillos pescaban
peces y amores en la punta de una champa, la noticia de que el cura ya había
llegado a Buchadó volvió a bajar por los ranchitos miserables, se gritaba de
champa a champa en el gran río, llegaba a los hombres que combatían la maleza
en sus fincas, se volvía susurros de envidia en pueblos menos afortunados, se
perdía en el espacio inmenso de las ciénagas, enfilaba con pasos estrechos las
trochas, remontó los torrentes, llegó a los tambos indios, a las cabañas de
pescadores en los caños, y las personas comenzaron a afluir; llegaban con
racimos de plátano para comer, hijos para bautizar, las hamacas para colgar en
cualquier casa donde hubiera un amigo, o un amigo de un amigo, las calabazas de
biche y los coladores; los más ricos se traían su gallina para el sancocho y
botellas de aguardiente, algunos venían ya borrachos y los que no se
emborrachaban al llegar; todos traían su machete al cinto, y los que tenían
escopeta la traían también, no solo por honrar a S. José quemando pólvora en la
procesión, sino porque rara era la fiesta sin muerto. El cura los veía llegar
en sus canoas, meterse en las casas, gritar de la alegría de los encuentros, o revivir viejas
pendencias, sintiendo por todo ello una indiferencia que el atribuía al
adormecimiento ascético de las pasiones por la gracia sacramental recibida en
la reciente ordenación, pero en realidad era la debilidad de la amibiasis.
Al día siguiente llegó también la
rellenera, la que vende tamales de arroz, la que asa panes, y sobre todo los
del tambor y la chirimía, así que decidieron que ya era hora de comenzar la
fiesta, y una comitiva, acudió a dar la bienvenida al cura que llevaba ya dos
días balaceándose en la hamaca. El cura escuchó el recibimiento atónito,
mientras se rascaba los tobillos donde los hongos se le habían infectado, y se
quedó en silencio cuando terminó el desfile de términos grandilocuentes. Uno de
los monaguillos, más experimentado que el cura en trámites sociales, tomó la
palabra:
- En nombre del Reverendo Señor
Cura, del Vicariato Apostólico de Quibdó, y en el nuestro propio, queremos
agradecerles el favor que tan gentilmente nos han hecho trayéndonos a
participar en esta grandiosa fiesta, y nos ponemos a su disposición....
Los hombres le oían encantados, y
cuando terminó:
-.... Y que la gloriosa tradición de
estas fiestas patronales que hoy iniciamos se continúen por los siglos de los
siglos- todos contestaron como en misa,
con un sonoro "Amén".
Luego alguien preguntó:
- ¿Y cuál va a ser el programa?
El cura quiso contestar, pero antes
de que alcanzara a abrir la boca un buchadoceño le dictó:
- Suponemos que su Reverencia tendrá
pensado hacer bautizos en la mañana y una misa cantada con procesión en la
tarde.
El cura ya iba a decir que bueno,
que a él tanto le daba, que como ellos quisieran, pero un monaguillo se le
adelantó:
- Su Reverencia considera que será
mejor la misa en la mañana y los bautizos en la tarde.
Las razones que el muchachito dio
sobre la necesidad de asentar con tiempo las partidas de bautismo y preparar
debidamente a los padres y padrinos, y de que la procesión se hiciera en el
frescor de la mañana fueron tan consistentes que convencieron no solo a los
buchadoceños, sino al mismo cura, quien comprendió en ese momento porqué
Monseñor Grau le había hecho cargar con lo que él consideró hasta ese momento
dos culicagados, sin más utilidad que la decorativa de sus faldas rojas y sus roquetes
verdes. A partir de ese momento el cura fue un juguete en mano de los
monaguillos; ellos se ocuparon de los detalles necesarios que al cura se le
pasaban por alto; revisaron todas las casas del pueblo en busca de la mejor
mesa para utilizarla de altar al aire libre, y la consiguieron un mantel blanco
que en realidad era un tendido de cama; se ocuparon de las velas, y de meterlas
dentro de botellas de aguardiente partidas en dos, para que el viento no
apagara las llamas; lograron un vaso de cristal, y agua hervida, para la gotita
de la misa; pusieron en orden los chécheres en los que ya se mezclaba en
tumulto el cáliz con el baigón, los ornamentos con las medias sucias, los
corporales con el papel higiénico, las velas litúrgicas con las comunes que se
venden envueltas en papel azul en todos los graneritos. Y si las ratas que
hicieron un agujero en la maleta litúrgica, olorosa a vino de consagrar, no
devoraron las hostias, fue por la previsión de meterlas en una caja metálica de
galletas saltinas mientras el cura se hundía en la melancolía; finalmente
hicieron que limpiaran la sala de la casa de cuanto trasto allí había, y
colocaron de forma que fuera visible desde la entrada el bulto enorme y
misterioso que habían llevado desde el convento, y que iba a ser la sensación
de las fiestas: una pianola de fuelle.
Así que finalmente, a los ocho de la
mañana, antes de que se disipara la ilusión del frescor del amanecer, el cura
se dispuso a comenzar las fiestas con una solemne misa en honor de San José,
patrón de Buchadó desde ese momento, y por los siglos de los siglos, amén. Hubo
que comenzar por buscar la mesa elegida, que alguien se había vuelto a llevar,
y esperar que la desocuparan de desayunos; un grupo de muchachas deseosas de
ayudar fueron imprudentemente mandadas por el cura a conseguir flores, y
necesitaron una hora para volver con una noticia desalentadora sabida de
antemano: en la selva no hay flores. A todo esto aún no habían acudido sino
unos pocos niños, más curiosos que devotos, así que el cura comenzó a decir que
donde estaba la gente, y los hombres a gritar que qué desvergüenza era esa, que
como era que las mujeres no mandaban los niños a que oyeran la misa al cura
ese, y las mujeres a gritar a los niños que se movieran a la misa, y los niños a
decir que ya mismo iban, mientras otros les hacían burla con el cantadito
"andá pa'misa, no tengo camisa. Andá pa'l sermón, no tengo calzón",
hasta que poco a poco se fue calmando la algarabía, y nadie más había acudido.
Ya estaba el cura acordándose de otros compañeros que apagaban los fogones y
mandaban al inspector para que todo el mundo fuera a misa, cuando nuevamente un
monaguillo resolvió la situación comenzando a tocar la pianola, y entonando el
canto de entrada con su hermosa voz de tiple, mientras el otro a falta de
campana, tocaba las campanillas que se usan en la consagración, mientras le
decía bajito al cura:
- Vea, mi don, comience ya, que
después que haya comenzado ellos vienen.
Para entonces ya el sol caía con
fuerza aplastante, y el cura sudaba a mares bajo la sotana, el alba, y la
casulla que olían a moho y almidón mojado, así que empezó, y todo el mundo
acudió bajo el embrujo de la música de la pianola, y los hombres dispararon
tiros y cohetes al aire en honor de San José y las mujeres comenzaron a cantar.
- ¡Viva San José!
- ¡Viva!
- ¡Viva Buchadó!
- ¡Viva!
- "Es María la blanca paloma,
es María la blanca paloma, que ha venido a América, que ha venido a América,
que ha venido a América, a traer la paz; que ha venido a América, que ha venido
a América, que ha venido a América, a traer la paz".
- "Confiteor Deo Omnipotente,
beatae Marie Semper virginum..."
- "En el centro de una blanca
nube, en el centro de una blanca nube, se vino volando, se vino volando, se
vino volando desde Portugal, se vino volando, se vino volando, se vino volando
desde Portugal".
- "Santus, Santus, Santus Deo
Sabaot; pleni sunt celum et terae gloriam tuam..."
- ¡Viva San Jose!
- ¡Viva!
- ¡Viva Buchadó!
- ¡Viva!
- Y ahora, los que deseen comulgar
pueden acercarse-. Pero nadie se movió, y el cura se vio obligado a comerse tres docenas largas de Hostias que ya
comenzaban a saber a engrudo rancio.
Cuando la misa está terminando el
cura comenzó a sentir las primeras molestias en el estómago, pero ya los
hombres estaban listos, y la imagen de San José sobre las andas, los cohetes
estallaban seguidos, las mujeres habían comenzado una vez más con "Es
María la blanca paloma, es María la blanca paloma...", así que al cura no
le quedó más remedio que seguir con la procesión, caminando por la única calle
de esos tiempos, las casas a la derecha, el río a la izquierda, y al topar con
el muro de la selva al final del pueblo, media vuelta, las casas a la
izquierda, el río a la derecha, camina por la calle del pueblo hasta el muro de
selva del final del pueblo y media vuelta, las casas a la derecha, el río a la
izquierda, y las mujeres "Pastorcillos humildes de Fátima, Pastorcillos
humildes de Fátima, la vieron muy triste, la vieron muy triste, la vieron muy
triste de tanta maldad; la vieron muy triste, la vieron muy triste, la vieron
muy triste de tanta maldad", y los hombres "¡Viva San José! ¡Viva!, ¡Viva Buchadó! ¡Viva!, y otra
vez la selva enfrente, otra media vuelta, el calor creciente, el polvo, el
sudor bajo los ornamentos, y el estómago cada vez más revuelto, las tripas más
acuciantes, los ruidos más sonoros, las palmas más sudorosas, y las
ventosidades de la amebiasis que nunca se sabe si son sólidas, líquidas o
gaseosas, y el coro de viejas que aún no había pasado del primer misterio,
hasta que el cura tuvo que rendirse a los designios de la humana naturaleza y
al pasar junto a un platanal murmuró: "ustedes sigan con la procesión, que
yo ya regreso", y se internó entre las matas, dejando aleladas a las
viejas que venían en cabeza, curiosos a los hombres del medio, y sorprendidos a
los jóvenes que venían atrás charlando animadamente con las muchachas, hasta
que tras un instante de indecisión todos siguieron corriendo tras el cura
pensando que la procesión había tomado un rumbo nuevo, y que el cura iba a
fructificar con su sagrada presencia los huertecitos para que produjeran más.
Se lo encontraron de frente, los ornamentos subidos y el culo al aire; el cura
les gritó: "No, ahora no tienen que seguirme", pero la gente se quedó
allí, deshaciéndose en disculpas, gozando aún más de la turbación del cura que
del insólito espectáculo "Oh Padre, que pena con usted". "Pero
por qué no nos dijo", hasta que el cura les grito: "Se me vayan ya,
carajo", y el grito coincidió con otro que sonó en el río "Llegaron los
iiindios",
y todos se fueron corriendo para ser los primeros en alcanzar
las canoas para comprarles las gallinas culipeladas, las varas de tela tejidas
a mano, los canastos para cargar a las espaldas, las naranjas y los madroños,
las pieles de ocelote, las guaguas tiernas criadas a pecho, los racimos de
plátano, y el cura se quedó al fin solo y pudo disfrutar del delicioso placer
que es cagar cuando se tienen hartas ganas.
No por mucho tiempo; un momento después un
muchacho vino corriendo "¡Padre, Padre!" a entregarle un papel que
después de ser usado resultó ser una de las partidas de bautismo que había
asentado para bautizar un niño que se quedó para siempre sin papeles.
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