5- EL ANIMAL
Y entonces, repentinamente, sintieron el zarpazo del animal maligno. La canoa se lanzó bruscamente hacía la boca espumeante donde el agua hervía y desaparecía en un gorgoteo sordo.
- ¡El Animal! ¡A la orilla!
Reman apresuradamente. Pero están en el fondo de una trampa, entre paredes altas verticales donde es imposible desembarcar o varar la canoa. La palanca no toca fondo. Aunque tratan de remar hacía atrás, de alejarse del sumidero que los atrae, ya es tarde, y la canoa demasiado pesada corre hacía él cada vez más veloz.
El hombre se dio cuenta con un escalofrío de que no había esperanzas: no conseguiría detener la canoa, y aunque saltara de ella al agua, nunca podría subir por los muros verticales de barro, ni abrirse paso por la selva hasta las ciénagas, ni atravesar las ciénagas sin su canoa. Estaba muerto, simplemente muerto, y lo único que lamentaba era haber ido a buscar la muerte con tanto cansancio.
Ya lo veían; vieron el agua girando vertiginosamente, las olas encrespadas chocando entre sí, las espumas volando, y sobre todo el agujero negro, insondable, donde el agua caía en cascada sin conseguir nunca llenarlo, porque aquel Animal era el más grande, el más terrible de los animales.
Todos los terrores de su raza abrumaron al hombre; el terror de los dioses de la selva, sedientos de sangre, en un África nunca conocida; el terror de los pies descalzos ante el ruido siseante de la mapaná; el terror de la langosta y el hambre que caen del cielo; de los leones en la pradera, del tigre y la mamba verde en el árbol; del vampiro nocturno; el terror de la bodega asfixiante y las cadenas del barco negrero; de la viruela, el paludismo, el tifus y la fiebre amarilla, del pián y la lepra; sintió el terror de la niña negra al ser desnudada por el amo blanco para violarla, del cimarrón capturado al ser atado a la pira de leña verde para arder lentamente, del esclavo al ser atrapado por el derrumbe en las tinieblas eternas de la mina de oro. En aquel momento un miembro de su tribu extinta era crucificado en Alabama, y él sintió su terror, y gritó su mismo grito cuando los clavos le traspasaron las muñecas. No era la muerte lo que temía, sino el momento en que el monstruo lo atrapara bajo el agua, viera su cara horrible, y lo fuera sorbiendo lentamente, apretando los labios muecos para hacerle botar las tripas por la boca.
Bajo la piel negra la palidez le hacía ver de un morado lívido, y sintió la dureza de la sangre al congelársele en el corazón.
Pero la salvación estaba allí: era una raíz puesta al descubierto por un derrumbe de la pared, una posibilidad de volver a asirse a la vida; estaba en la otra parte del cañón, más allá de donde el Animal sorbía el agua. Las decisiones en la selva son rápidas:
- ¡Rema, pelado, adelante, deprisa!
El niño obedeció la orden absurda con el automatismo de cinco siglos de esclavitud, y la canoa difícilmente contenida se disparó hacía el sumidero rugiente. El hombre la guía con la habilidad de la desesperación, pasaron lo más arrimados a la orilla la espiral mortal, y llegaron a la otra orilla cuando ya la corriente había vencido su impulso y comenzaba a arrastrarla en retroceso hacía donde las aguas caían.
Elombre se puso en pie, y aferró la raíz contra su pecho, gozándose de su solidez; sintió la fuerza de la canoa demasiado hundida bajo la carga excesiva, tirar de él, escurriéndose bajo sus pies inconteniblemente por la succión del remolino ansioso.
- ¡Agárrate a mí! ¡Sujétate a la canoa y agárrame!
El niño se demoró en obedecer. Apenas cuando el hombre intentaba sujetar con sus pies la parte trasera de la canoa el niño se abrazó a él. La canoa pareció dudar un momento, y lentamente les abandonó a ambos para dirigirse hacia la boca del monstruo.
Cuando perdieron el apoyo bajo ellos y el agua les alcanzó hasta las rodillas, el hombre comprendió que sólo por un momento había sentido la esperanza de vivir. Y ahora que la canoa se alejaba lentamente de ellos, robándoles toda posibilidad de supervivencia, sintió la decepción de sus ilusiones. Estaba muerto, sencillamente muerto, muerto desde que el pueblo decidió traicionarle y dejarle ir al machete del enemigo; no aceptó esa muerte fácil, y cargó su canoa con todo lo que tenía para ir a buscar la muerte que estaba allí, riéndose de sus esfuerzos. Ahora que había llegado a la cita definitiva comprendía que había valido la pena luchar.
Veía la canoa irse con todo lo suyo, hasta con su propia vida, y él permanecía allí, aferrado a esa raíz que fue su última esperanza.
Sintió un tirón, y sus ojos incrédulos vieron la línea negra de un bejuco al templarse, la canoa que se detenía y volvía a ellos a medida que el niño enrollaba el bejuco que le ataba a la patilla; en el tiempo comprimido de la última oportunidad, el niño había encontrado la manera de agarrar un bejuco, de hacer los nudos precisos, y ahora tiraba suavemente de la canoa, la hacía volver bajo ellos mientras el padre sólo podía mantenerse agarrado a la raíz y mirar hipnotizado la vida perdida que el niño le devolvía, hasta que la sintió bajo él, se apoyó en ella, le subió de los pies instintivos hasta llenarle la cabeza, se le esparció por la piel que volvía a ser negra, por los brazos tensos, por el pecho que de pronto descubrió que le dolía y le sangraba contra la raíz.
El niño trepó por el padre, ató con una gruesa liana la canoa a la raíz, y el padre comenzó a abrir las manos, a extender los brazos, a separarse con dificultad de ese asidero donde se había aferrado a la vida. Se palpó el pecho magullado, potente, y lo volvió a llenar de aire.
- ¡Estamos vivos, pelado, estamos vivos!
La corriente pasaba silenciosa bajo la canoa y el remolino rugía con hambre. El niño sonrió; a pesar de todo, era bueno estar vivos.
No fue fácil salir de allí. El hombre vació escalones en el barro vertical, y clavó machetes para asir las manos. Fue una tarea larga y pesada, siempre a punto de resbalar y caer al agua ansiosa, hasta que consiguió agarrarse a las matas, arriba de la pared. Allí buscó y cortó una liana, lo suficientemente larga para poder atarla a la canoa y arrastrarla contracorriente desde arriba. Volvieron a embarcar cuando ya la corriente estaba calmada y el ruido era un latir lejano; tenían las piernas sangrantes, de las espinas, y la espalda les ardía con cientos de picaduras de mosquitos; el canalete escocía en las manos desolladas, pero el hombre sonrió:
- Estamos vivos, pelado, estamos vivos.
El niño le devolvió la sonrisa: sí, estaban vivos. Algún día morirían, pero ahora estaban vivos, y cada golpe del canalete, cada nueva inspiración gozosa de ese aire nunca respirado, era una nueva victoria de vida.
El niño había visto muchos entierros. Los muertos adultos estaban en el cementerio, entre cruces y rojas palmas de Cristo, en una tierra donde el agua nunca inundaba, la mejor tierra para vivir. Los vivos en el pueblo, en las calles fangosas y las casas caídas. Los hombres se morían en peleas de machete o maldiciones de brujo, o cuando al atarrayar la red se quedaba enganchada bajo el agua y ellos atados a ella; cuando alguien se zambullía y cortaba la cuerda salía a flote un muerto hinchado, pesado, rezumando agua, que era preciso enterrar enseguida; o también morían cuando les picaba una serpiente.
Era bueno cuando un hombre se moría, porque en la noche se cantaban alabados para aplacar al espíritu del muerto, y se tomaba guarro, y si había modo, hasta se repartía café y patacones o maíz frito a los que se quedaban a amanecer. En cambio, cuando un niño se moría, bastaba con meterle en la caja con dos piedras pesadas y tirarle en el centro del río; la caja debía quedarle ajustada, porque si el muerto se sentía amplio volvía a buscar un amigo para que le hiciera compañía. A los hombres había que atarles los dedos gordos de los pies con una cuerda con siete nudos, curada en jugo de tabaco, para que tampoco ellos pudieran volver. A los grandes les cerraban los ojos, pero a los niños pequeños se los dejaban abiertos para que vieran a Dios, porque los niños bautizados van al cielo, pero los que murieron sin bautizo van al infierno por toda la vida.
El niño se dio cuenta, mientras remaba, de que ya tenía más amigos muertos que vivos.
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