Saturday, January 19, 2019

Capítulo 22. TU HIJO ESTÁ DENTRO DE MÍ

 Capítulo 22.
TU HIJO ESTÁ DENTRO DE MÍ
Cuando la casa quedó en orden, la India y el negro comenzaron a trabajar la tierra juntos.
El pescado ya estaba ya apilado en estivas en el suelo, formando un bloque único de cinco pasos por largo y ancho, y más alto que un hombre de pie; los tasajos de carne colgaban bajo el caballete ciclópeo; las escasas ropas útiles permanecían en un largo bejuco atado a los guayacanes; en los límites secos de la ciénaga buscaron ramas flexibles para volver a tejer grandes canastas; la desgranada de maíz en el atardecer se convierte en el preludio del amor, cuando los dedos doloridos por los granos de pedernal reencontraban el escalofrío fresco de la suave piel del seno; fijó garabatos de guayaba para guindar los racimos de plátano, sin su propio peso magullara los maduros; El la dejó hacer todo lo que quiso menos meter el fuego en casa; ya ella había armado la mesa de troncos a la altura de la cintura y la he cubierto de tierra, pero cuando ella colocó sobre ella ramas ardiendo él se volvió como loco, comenzó a gritar, y arrojó al agua los tizones y luego la mesa entera, así que ella siguió cocinando afuera, sobre el túmulo de ceniza, y soportando del aguacero del atardecer cuando se venía antes de la puesta del sol.
Trabajaban los dos con gusto. Él con sonrisa sonrisa amplia, dejando que el machete tirara de él, bailara en su mano. Ella metódica, seria, como su raza de piedra. A veces el interrumpe el trabajo para acariciar la espalda que reluce al sol, los senos, la cintura de agua. Las primeras veces ella intentó oponerse señalando el sol alto: "No, ahora malo, malo", pero cada vez él insiste, la toma en los brazos, la muerte, la boca, el pecho, la cadera, el muslo, ella se defiende entre risas, él juega a hacerle cosquillas hasta que ella tiembla, le acaricia, y acaban haciendo el amor entre la hierba, bajo la envidia del solo solitario en lo alto. Él se pone en pie de un salto, eufórico, feliz, a seguir labrando su tierra. Toma el machete y comienza un cantar: “Mujer, mujer, bueno, bueno; hombre, hombre, bueno, bueno; maíz, maíz, bueno, bueno, sol, fuego, bueno, bueno, luna, agua, bueno, bueno ... ". Canción monocorde, música de ancestros negros y palabras enseñadas por la India, al ritmo del machete, palabra y golpe sincronizados, baile del trabajo. El hombre trabaja desnudo, poderoso, alegre de sí mismo, olvidados los pantalones inútiles sobre la hierba aplastada. Ella lo mira: es su hombre, grande, fuerte, tiene tierras, árboles, casa, agua, lleva comida a casa, la quiere; Es un buen hombre, aunque sea negro, aunque sus hijos no serán indios. Coloca los pantalones en el bote, se pone su pantaloneta, toma el machete, vuelve a trabajar, seria, arcana, olorosa a las matas de limoncillo aplastadas. alegre de sí mismo, olvidados los pantalones inútiles sobre la hierba aplastada.
Cuando la luna llena se ilumina por tres veces la ceiba gigante, la India sintió la proximidad de una regla. Su organismo se debilitó por la caminata mortal había dejado pasar más tiempo del normal. Ahora su sangre vuelve a fluir, y ella debía alejarse esos días del hombre y la casa. Silenciosamente cargó el bote de fruta y se dispuso a partir a otra isla; El hombre la alcanzó al darse cuenta de su intento, no quería dejar de lado, la abrazaba, la mordía suavemente en los labios, quiere comenzar nuevamente el juego del amor. Ella internaba explicarle que debía alejarse porque su cuerpo estaba lleno de malos espíritus; Finalmente el hombre alcanzó a comprender que volvería al cabo de tres días, y se calmó algo; aún volvió a regresar al bote cuando ya se iba, y quiso darle carne y pescado, pero sí se enfadó, porque en esos días solo debo de comer fruta, y lo arrojó con rabia afuera. Aún el hombre intentó subirse en el bote y partir con ella, pero la mujer ya estaba enojada, sentía la humedad viscosa entre los mulos y el hombre era demasiado torpe para entender, así como lo empujó de espaldas al agua y se alejó con rápidos golpes del de canalete para perderse entre el laberinto de islas. El sol se ponía y apenas acababa de preparar apenas un toldo de hojas de plátano para prevenir el aguacero nocturno cuando llegó a ella un grito agudo, largo y prolongado de agonía triste, de soledad profunda, de animal en celo; un grito salvaje, herido: Era Elombre contándole a la selva su pena. Ella le gritó: - Cuando la luna preñada para estrellas y enflaquezca, estaré limpia y volveré contigo.
El hombre oyó la voz. No entendió que le decía, pero supe que ella estaba cerca, y repitió su grito, ahora con más deseo, más apremio. Los ocelotes, los jaguares, las onzas contestaron, pero ella no volvió a hablar, se sentó junto al fuego y comenzó a llorar. Pronto comenzó el aguacero, ahogando todos los ruidos de la selva.
Los tres días que la India permaneció fuera, fueron un tormento para el hombre; aprisionado en su isla por la falta del bote con que andar los caminos del agua terminó por aburrirse incluso de pescar; curioseaba el tambo que el orden había hecho espacioso, las ropas del niño, las herramientas; ya es imposible vivir en privado el trabajo, pero sobre todo en la convivencia con otra persona que condicionaba todos sus actos.
Así, cuando ella volvió, él se tiró al agua, lloró de alegría, lloró de alegría, volvió a cantar: “Bueno, bueno, bueno”, la hizo el amor, y no se separó de ella. Y cuando con la nueva luna llena ella volvió a irse y volver, y en la siguiente luna llena, y en la otra, y en la otra, un nuevo concepto entró en la vida de Elombre: El tiempo.
Hasta ese momento el tiempo había sido fluido y continuo, sin cortes ni señales; las cosas sucedieron cuando pasaban, sin que ello tuviera relación con nada fuera de ellas mismas. Con el misterioso coincidir en el ciclo de la mujer y la luna intuyó que el futuro existía escrito en el cielo, y comenzó a calcular los días que faltaban para el acontecimiento triste de la vida femenina y el gozo de su regreso, y a vivir los momentos presentes mitigados por la certeza de un futuro inexorable que llegaba sin que nadie lo pudiera detener.
Sin embargo, ese futuro que nada podía detener, porque dependía de la luna, se vió roto cuando en la séptima luna ella no se fue. Él se quedó tan sorprendido como cuando ella se fue por primera vez y miraba a la luna con desconfianza.
Ella intentaba explicarle:
- Tu hijo está dentro de mí. Dentro de nueve lunas estarán grandes y saldrá afuera.
A pesar de los progresos del negro en el idioma emberá, el hombre solo podría entenderlo seis lunas después, cuando bruscamente asoció la tripa redonda y los senos ensanchados de la mujer con los síntomas de la preñez en las cerdas. Entonces se volvió loco de alegría, la llenó de cuidados, y no la dejó volver a trabajar
- Mujer, machete malo; mujer, niño bueno; mujer buena, niño bueno, hombre bueno.
Durante ocho lunas la mujer permaneció con el hombre; La novena luna llena tomó su cobija, se montó en el bote con andar pesado, y se fue sola. Volvió al amanecer, un poco ojerosa, con un animal que lloraba envuelto en la cobija. Cuando se colocó entre los brazos, el hombre sufrió una desilusión: era un ser de color rojizo, arrugado y magullado, aún con el muñón del ombligo pegado, unas piernas cortas como un sapo, pegadas junto a la tripa, y una cabeza desproporcionada, tan grande como la mitad del cuerpo, y todo el flácido; nunca había visto una criatura tan indefensa, tan mal hecha. Sin embargo, las manos minúsculas, la barbilla, despertaron en el hombre una ternura inscrita genéticamente en su instinto.
Las atenciones que la India prodigaba al bebé eran tantas veces que el hombre acabó por sentir celos:
- Niño come mujer; niño llora; mujer quiere niño; mujer no quiere hombre.
Ella amamantaba al bebé con éxtasis, y siempre estaba ocupada con él, mientras que el hombre se sentó al fuego con expresión osca. En la noche, cuando por primera vez el bebé estaba dormido y la india se tumbó agotada para dormir, el hombre se tendió junto a ella, acariciándola, buscando recuperar esa mujer que su hijo le robaba, pero ella no quiso que él la hiciera. amor Ante su insistencia, ella mostró el desgarrón de su sexo, donde aún supuraban gotas de sangre. El hombre se indignó.
- Niño malo, malo; Elombre mata niño.
Cuando ella le aseguró asustada, que no era el niño quien le había hecho eso, el hombre le pregunto quién era el culpable; Ella pensó un momento, y al fin contestó:
- Dios.
La palabra nunca oída penetró lentamente en la conciencia del hombre; Al fin preguntó:
- ¿Dónde está “dios”?
Y como ella señalara dubitativamente hacia arriba, se puso en pie de un salto, y se paró al pie de la ceiba cósmica.
- Dios malo, malo; ¿Con las mujeres te atreves? Coge tu machete, y baja; Elombre va a matar a dios.

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