Wednesday, January 2, 2019

EPILOGO


EPILOGO
La curiosidad de conocer personalmente a Elombre hizo que accediera a las súplicas de una mujer que constantemente me asediaba para que la llevara a la Ciénaga del Remolino. Era una mujer joven pero ya consumida por la tuberculosis. Vivía sola con un hijo de siete años, en una de las casas más pequeñas y míseras del pueblo, nunca había aceptado un hombre que la mantuviera, y sobrevivía penosamente lavando ropa ajena y comiendo hierbas silvestres cuando el hambre quería matarla.
Salimos al amanecer. Ella había colocado en mi bote todo lo que poseía: una olla, una cuchara de palo, un machete sin cachas, unos pocos harapos y una silla medio rota. Su hijo, extraordinariamente alto y robusto para su edad, estaba sentado en mi banquito de canaletear con tal aire de posesión que me hizo enojar y quise sacarle de allí. La mujer lloró, se retorció las manos de angustia y dijo que tenía que llevar ese peladito a su padre. Ese llanto fue demasiado para mí, así que rápidamente prendí el motor y partimos en busca de Elombre. En la tranquilidad de la Ciénaga de Tadía me alcanzó el sentido de esas palabras y comprendí que ella era la mujer que había tenido un hijo con la leyenda, y que iba a la Ciénaga del Remolino a reunirse con el hombre al que aún amaba. No fui capaz de decirle que él había muerto, y que Elombre que vivía ahora en la Ciénaga del Remolino era el medio hermano de su hijo.
El caño estaba cegado por troncos dejados por las crecientes. Palizadas cada vez mayores nos impedían el paso. Conseguíamos arrastrar el bote sobre los sedimentos lodosos de la orilla, entre manadas de mosquitos que salían de los charcos de agua podrida y aparecía otra, hasta que un amontonamiento cárstico de troncos ocupaba no solo el cauce del caño, sino también las orillas y la selva hacía imposible seguir adelante. A la mujer se le saltaron las lágrimas cuando anuncié con voz abatida que regresábamos. Al despedirnos le di dinero para que fuera al hospital.
Aquella ida a la Ciénaga del Remolino iba a cambiar mi vida. Siete días después comencé a sentirme enfermo. Evidentemente alguno de los innumerables mosquitos que me picaron en esa ida me había contagiado de malaria, pero comencé a tomar quinina y seguí visitando mis poblados. Volví a Buchadó al cabo de un mes, y busqué la mujer tuberculosa y al hijo de Elombre. En la que fue su casa vivía ahora otra mujer: ella había dado a dos bogas su casa y el dinero del hospital para que la llevaron hasta la Ciénaga del Remolino en una champa chiquita que pudieran alzar sobre los troncos. Les reproché lo que me parecía un abuso, ellos dijeron que el pago fue poco, que fueron muchas las veces que tuvieron que arrastrar la canoíta sobre troncos, que tardaron dos día en llegar a la zona del Remolino, y allí abrir una nueva trocha entre la selva hasta encontrar la ciénaga. La canoa la habían dejado amarrada antes de llegar al Remolino, y la mujer y el niño cruzaron la ciénaga sobre unos troncos flotantes, mientras ellos se devolvían tratando de volver al poblado antes de tener que pasar una noche más en la selva. Juraban que nunca más volverían a intentar llegar hasta allí, que nunca jamás habrá alguien que pueda llegar, y que si ellos lo lograron era por la fuerza enorme de las lágrimas de aquella mujer.
Aquella noche, como tantas otras, até mi hamaca y me dormí agotado y enfermo. Desperté cinco días más tarde en el hospital de Quibdó, trescientos kilómetros río arriba, tratando de arrancar las vendas que me tenían amarrado para que no me quitara las agujas del suero, y gritando que el Remolino me quería tragar. Los médicos me informaron que estaba muriéndome de tifus, malaria, gastroenteritis y avitaminosis, pero sobre todo de la deshidratación de la amebiasis. Apenas pudieron me pusieron en un avión para que muriera en casa. Sobreviví, y me juré volver a la Ciénaga del Remolino a conocer Elombre y hacerme parte de la leyenda.
Tardé treinta años en conseguirlo.
Convencer a dos bogas que le llevaran a la Ciénaga del Remolino en una canoíta ligera que pudiéramos cargar me costó una cantidad enorme de plata y varias botellas de aguardiente.
Salimos al amanecer, con poca comida, un plástico para guarecernos del aguacero si nos tocaba dormir en la travesía, pero con varias botellas de aguardiente para combatir el miedo y el frio de la noche. Mis dos bogas resultaron ser hijos de los que habían llevado a la mujer a la Ciénaga hacía treinta años, y se orientaban por historias que los padres les habían contado.
Al atardecer del segundo día comenzamos a navegar por el caño. Después del trabajo de arrastrar la champa sobre las palizadas o el légamo pegajoso era una liberación. Como otros antes, cuando sentimos la opresión de las paredes verticales, amarramos la champa y cortamos una trocha en la selva. Parecíamos andar perdidos en la penumbra bajo la vegetación que no dejaba pasar la luz del sol, pero muñones de ramas o troncos cortados nos hacían saber que allí hubo una trocha. Cuando sentimos el ruido del Remolino nos orientamos hacia él. Yo rompí la vegetación del borde para ver el sumidero insondable, la cascada de aguas que el Animal bebía, sentir su gorgoteo. Tuve miedo. Sin embargo los bogas me aseguraron que había perdido fuerza, y que era la falta de la corriente del Remolino lo que hacía que los arboles flotantes se detuvieran y se formaran las palizadas. El Animal estaba débil –decían- porque un cura que intentó llegar hasta él hacía treinta años le lanzó un exorcismo, pero no murió porque era eterno.
Poco después desapareció la opresión de la selva y el espacio se abrió en una ciénaga de aguas limpias. Allí estaba la isla, bajo el parasol de la ceiba cósmica que marcaba el centro del mundo, con sus ramas que subían hasta el cielo para que Dios anidara en ellas, bajo ellas la casa que Elombre construyó para la eternidad, y la columna de humo sobre el volcán de cenizas acumuladas. Ya había pasado el mediodía. Allí donde el primer Elombre hizo su balsa quedaban ramas de balso que usamos como flotadores para llegar a la isla.
Elombre nos esperaba en la orilla, totalmente desnudo, con el pene rígido y el machete enorme levantado como una amenaza. Detrás de él una emberá desnuda del color de la guayaba, impasible, sostenía un bebé en los brazos. Me acerqué más, y Elombre corrió hacia mí, se metió en el agua hasta la rodilla, y comenzó a gritarme. No entendía las palabras, pero el tono no dejaba dudas de su sentido: “Si te acercas te mataré”. Luego dio un grito de lucha, un rugido más bien. Me volví para preguntar a mis compañeros que podíamos hacer, pero ellos ya nadaban hacia la trocha. Elombre defendía su hembra y su cría, su isla y su casa. Nosotros éramos la serpiente en el paraíso.
-Lo que pasa, mi Don, el que Elombre no conoce blanco. Hasta pensaría que era Diablo lo que venía.
Intenté saber si Elombre que habíamos visto era el zambo que estuvo en Guaguandó, o el niño que sus padres llevaron a la Ciénaga hacia treinta años.
-No le dé vueltas, mi Don, que lo que vio no era niño. Era Elombre.



Era Elombre, Elombre enorme, musculoso, natural, primigenio, incontaminado, salvaje, hablando una lengua que no era lengua de blancos, Elombre que soñé en las noches de leyenda; y era otra vez una emberá del Guaguandó, de aquellas que Dios formó con masa de maíz en el comienzo del mundo, y era el niño que cuando los padres mueran quedará solo para que la saga de Elombre siga una vez más, o miles de veces más, o por toda la eternidad.

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