7- UNA CASA EN LA CIENAGA DEL REMOLINO.
Una isla menor en la Ciénaga del Remolino, vista desde el caño |
Amanecía apenas cuando el padre despertó al niño.
- Vamos, despierta pelado, ¿Es que piensas dormir más que yo?
El frío no dejaba reaccionar al niño; lentamente se levantó, se restregó los párpados pesados, avivó el fuego que agonizaba, calentó las piernas entumecidas, llenó la olla de agua y niebla del amanecer, tomó de la canoa los últimos plátanos que quedaban, se acurrucó junto al fuego, los peló y partió cuidadosamente a golpes de machete y, aprovechando que el padre no miraba, los puso a cocinar sin haberlos lavado.
Vegetación en la Ciénaga. |
El hombre seguía tumbando monte metódicamente, agrandando el pedacito donde la selva los mantenía prisioneros. Los cerdos intentaron acercarse a la olla, pero cuando el niño les golpeó en el hocico con un palo espinoso se mantuvieron junto al hombre, devorando las hojas caídas. El hombre comprendió que el gran árbol era imposible de tumbar, porque había sido plantado mucho antes de la creación del mundo, para que ellos hicieran su casa bajo él, y limpió su alrededor en círculos cada vez más amplios. No sólo aumentó el terreno liberado, sino que fue reuniendo troncos para plantar la casa, lianas para atarlos, palmas para rajarlas por el medio y extender su corteza para formar el piso. Los cerdos comían las pepas de tegua ávidamente, haciendo mucho ruido al romper las semillas para sacar el aceite.
Comieron silenciosamente su plátano vacío; cuando acabaron, el padre habló por segunda vez en el día:
- Vas a tener que pescar para la comida.
El niño se sintió feliz; ¡Pescar! ¡Pescar es lo que más le gusta en la vida! La sonrisa se le subió a los ojos. Pensó si le gustaba más pescar que chupar caña, más que comer banano maduro, más que bañarse en el agua caliente de la ciénaga, más que rendijear a los mayores cuando hacían el amor, y decidió que pescar era definitivamente lo que más le gustaba. ¡Y ahora el padre lo ponía pescar, a pescar toda la mañana en la sombra umbría del gran árbol!
Consiguió una docena de lombrices, disputándoselas a los cerdos, las envolvió cariñosamente en una hoja de bananillo, escogió con mirada experta un hueco en el chuscal flotante bajo el que se escondían los peces, y lanzó su anzuelo: "Ve pelado, tráeme la barra", y el niño recoge su anzuelo, cierra la hoja de la que se escapan las lombrices, busca la barra en el desorden caótico de la canoa, se la entrega al padre, ensarta una nueva lombriz en el anzuelo, lo lanza al agua; "Ve, pelado, traéme la pala", y el niño recoge su anzuelo, guarda sus lombrices donde no alcancen los cerdos, "pa'mi que he visto la pala abajo de todo, cuando buscaba la barra", y la encuentra en el desorden que aumenta y palpita como una masa amibiótica viva, y se la entrega al padre, se acomoda, "parece que va a picar", "era un rollizo, se fue, esos nunca pican", y "Vé pelado, sacá la tierra mientras yo cavo", y el niño guarda el cartucho de lombrices, y entre los dos dejan abiertos los cuatro profundos huecos donde van a ir los horcones de la casa; y el niño que se acomoda, que enhebra una lombriz en el anzuelo, que lo lanza al agua, y el padre "Vé pelado, tenéme derecho los palos mientras apisono la tierra", y el niño que se acomoda, que coge otra lombriz, y el padre "Vé pelado, sostenéme esta solerita mientras yo la ato", y el niño que se acomoda, y el padre "Vé, alcanzáme ese palito de chibugá", "jalá la punta de esa viga", "tené allí quieto", "pará este palo allá". Y el niño sube, baja, lleva, busca, trae, guarda, corre, sostiene, ata, clava, cuña, chacea, corta, cava, apisona, alcanza, afila, carga,....
Y sin embargo, en algún momento de la mañana, el niño ha pescado cuatro grandes barbudos, los ha limpiado, los ha asado en el fuego siempre avivado, y ahora se sientan a comerlos en las vigas de la casa, con los pies al aire, escupiendo espinas que los cerdos se disputan ruidosamente.
Aquél fue el comienzo de un interminable régimen de pescado: guacucos asados sobre su propia concha en las brasas, bocachicos refritos en su propia manteca, quícharos ahumados, lonchas de doncella puestas al sol, veringos cocidos, barbudos asados en la parrilla, boquianchos, mojarras, pemás, cocós, nicuros, bagres, rollizos, sábalos de carne roja y sangrante, grandes como un hombre, que el padre alanceaba con el arpón. En el día el pescado se seca al sol y al humo, entre enjambres de moscas inahuyentables; en la noche, el niño interrumpe su sueño tres veces para mantener encendido el fuego. Los pescados secos, rígidos al tacto como una corteza, los amontonan unos sobre otros, atados con bejucos, y cuelgan los gruesos paquetes de las vigas de la casa, repitiendo una tradición mil veces milenaria, en un almacenamiento que siempre fue aumentando, porque nunca fueron capaces de darse cuenta de que cada día pescaban más peces de los que eran capaces de comer.
Una semana después de comenzada, el padre puso el piso de corteza de palma, y quedó faltando tan sólo el techo de hoja.
El niño fue ordenando el caos informe de la canoa, ordenándolo sobre el piso de la casa, encaramando por costumbre aquello que en el poblado las ratas hubieran dañado con facilidad. El padre le hizo guardar hasta los manojos de plantas que ya comenzaban a marchitarse, los ataditos de semillas que ya lanzaban afuera los deditos blancos de sus raíces, los montones de frutas podridas. Cuando terminó, llenó la canoa de agua para limpiarla de los gusanos blancos y peludos que quedaban en ella. Los gusanos se quedaron flotando en una costra aceitosa que lanzaba el agua con un totumo y los pescados atrapaban en el aire.
Desembarazada de la carga, la canoa volvía a ser ligera y rápida. Parecía más alta, menos larga, y al dar los primeros golpes de canalete se extrañaban los brazos que esperaban una resistencia inexistente.
Reconocieron la ciénaga: Era grande, más grande que Ciénaga Grande, y estaba llena de islas, de pasillos entre las islas, de tierras apenas sumergidas sobre las que pasaba la canoa, trazando al avanzar un surco entre la vegetación. Al niño le gustaba ver esa cubierta, compacta a la vista, subir y bajar al ritmo de las olas. Algunas islas eran tan grandes que un caño se introducía en ellas, y al avanzar dentro de él, descubrían una ciénaga atrapada dentro de la isla, y en su interior nuevas islas, y en ellas, ciénagas diminutas con islas microscópicas. El niño jugó por un momento a sentirse perdido en un universo de anillos decrecientes de tierra y agua, en un vértigo de sucesiones infinitas. Pero no era posible que se perdieran; percibían el más pequeño cambio en la vegetación, en la profundidad del agua, en su olor, en la posición respecto al sol. Para ellos cada isla era tan distinta de las demás, como una persona a otra. Y si hubiera habido alguna duda, les habría bastado mirar alrededor para encontrar la copa inhiesta del árbol primordial, elevándose sobre el cielo, señalándoles su casa, su fuego, y el centro del universo.
Los ojos del hombre ven el lugar donde la guagua acude de noche a ramonear la hierba delicada de las orillas, el deslizadero donde la iguana se zambulle en el agua, la rama donde el paují duerme, la playa arenosa donde la tortuga pone sus huevos, el claro donde la capibara celebra su danza amorosa, el musgo maloliente sobre el que crió la tataura, el hueco sumergido donde la raya duerme, el nido donde ríe el chilacó, la puesta del cocodrilo. No necesita fijarse, pensar, decir; siente sin palabras, porque él también es parte de esa vida que no racionaliza, que vive para vivir.
Bordearon la ciénaga sin encontrar un nuevo caño que cayera en ella. Sólo aguas verdosas que rezumaban de las tierras altas, y suelos fangosos depositados en crecidas de aguaceros ocasionales. En uno de esos suelos de palmar, entró el hombre hundiéndose en el lodo hasta las ingles.
Volvió cuando el sol alargaba las sombras, visiblemente fatigado, angustiado de vagar en ese terreno donde la tierra era agua y el agua fango, pero con dos gruesos atados de hojas de cabecinegro, sobre los que se arrastraba para llegar al agua limpia. Trajo todavía dos cargas más, y volvieron a su isla con solo la luz rojiza, como un rescoldo, del sol ya puesto. Sobre el fuego tostaron apresuradamente dos largos espetones de sardinas, y las comieron sin dejar cabezas ni espinas, y se tumbaron a dormir en un cansancio tan profundo que no pudo despertarlos el ruido que toda la noche hicieron los cerdos, enloquecidos por el hambre.
Vegetación flotante en la orilla. |
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