La casa
donde los hombres y mujeres bailan está casi en tinieblas. Un traqueteado
tocadiscos de pilas está a todo su volumen en una cornisa de la pared para que
las sacudidas de palma no rayen aún más
la media docena de viejos discos rayados. Elombre ve la silueta de los
bailarines en el contraluz de la puerta trasera. No se atreve a entrar en ese
espacio cerrado, demasiado lleno de gente, pero la música lo encandila, le
clava en sus ancestros. El bajo resuena obsesionante. El gigante negro baila;
al principio, con pasos lentos, de fuerza contenida, baile de indios en rueda;
poco a poco se va soltando, sincopándose a los ritmos tropicales, recuperando
su vitalidad exuberante de negro cimarrón; baila con movimientos de lanzador de
atarraya, de machetero en la zafra, de palanquero, de hachero, remero, nadador,
arponero; se embebe en su propia danza, en su equilibrio de pasos; el baile
nace en sus pies y se extiende por todo su cuerpo, por los muslos de acero, el
vientre flexible de guadua, los troncos de los brazos, la roca de sus espaldas;
todo él es baile, baile libre, salvaje, melodía de músculos, canto de vida;
salta por encima de años de soledad, y baila como en su niñez olvidada: África
vuelve.
Desde que tomó el tronco enorme
sobre sí, un grupo de mujeres no ha dejado de observarle, ahora se baila en
cada casa y en la calle polvorienta, y se ama entre el plátano y la yuca. Cinco
de ellas se acercan a Elombre que baila solitario, y le dan un calabazo de
biche, alcohólico y ardiente; él bebe un trago largo, sediento; se atraganta,
escupe, le lloran los ojos, le quema la garganta, quiere enfadarse con ellas,
pero las mujeres se ríen, le acarician, bailan ante él, insinuantes,
provocativas, le encienden con sus cuerpos femeninos, se liberan en el baile;
es un baile deliberadamente erótico, fascinante en sí mismo; el hombre vuelve a
bailar con pasos lentos, poderosos, baile de macho dominante, destacándose
contra el cielo; las mujeres saltan también sobre su cultura, la vida en el
poblado, los años de esclavitud, y se van más allá del África lejana, hasta el
tiempo en que los cazadores caminaban por los bosques con dardos de hueso y
hachas de piedra en las manos. Baile de macho y hembras, pene y senos que
saltan, blusas que se desabotonan, cuerpos que se rozan, faldas que caen al
suelo, vientres que se ondulan, música que penetra en oleadas de orgasmos;
todos aprenden de todos, cada movimiento libera una cascada de cuerpos, hasta
que todos son una danza repartida en seis cuerpos sincrónicos y ardientes; con
un paroxismo de sonidos la música cesa, y cuatro de las hembras se arrojan
sobre el macho, lanzan a un lado la cinta roja de la paruma, quieren quitarle
el cinto con la peinilla, pero él se lo impide, ruedan por el suelo en un
abrazo tumultuoso, la más hábil encuentra la manera de hacerse penetrar
acaballada sobre él, bebiendo la vida desde las raíces mismas del tronco; las
demás se apelotonan al lado, acarician al uno y al otro, le besan en la boca,
en los ojos, en los oídos, en los labios, en los dientes. Pero el macho se
acaba por sentir oprimido, utilizado, y al final grita "¡Basta!", y
se pone en pie bruscamente, arrojando lejos a la mujer que poseía. Ellas no
entienden la palabra emberá, pero él está erguido, dominándolas con su estatura
de gigante, las mira con rabia; al final rompe el cerco y se acerca a una muchacha
lejana, la única que se ha mantenido alejada en el asalto, y que tiembla de
amor y de miedo. La abraza, acaricia su pelo, su espalda, la cintura estrecha,
las curvas huidizas de las nalgas, sus muslos de sirena, los cervatillos
asustados de los senos, su sexo oculto; la toma en las manos, la carga en sus
brazos, se pierde con ella en las huertas musitando palabras tiernas que ella
no entiende: "tú sí, tú sí, tú serás mi mujer negra; a ti sí; a ti te
amaré con la luna llena y el sol del mediodía, en las copas de los árboles, en
las arenas de las playas, y en las aguas del río; para ti flecharé los sábalos,
cortaré los racimos de plátano y cazaré las guaguas; tú vivirás en mi ciénaga,
bajo la ceiba que llega hasta el cielo, en mi casa sin paredes, tú cuidarás mi
hoguera..."
La muchacha no entiende su lengua,
pero la penetra su ternura, la suavidad musical de las palabras; el hombre la
lleva en brazos y ella aspira el olor de su cuerpo, le besa en el cuello más
allá del miedo, acaricia su pecho musculoso. "Cada vez que vengas al
poblado yo estaré aquí, esperándote; no importa el tiempo que pase, yo estaré
aquí, esperándote; cuando tu pelo sea blanco y tus brazos débiles, y los
dientes se caigan de la boca, yo estaré aquí, esperándote; cuando tu pene
pierda su vigor y ya no puedas poseerme, yo estaré aquí, esperándote..."
La ama con ternura, aprendiendo los
dos de nuevo el amor.
- "Tus manos son negras como
mis manos, tu pecho es negro como mi pecho, tu sexo y mi sexo son rojos y
brillantes en la noche lunar; tu olor es mi olor, tu pecho es mi pecho, tu pelo
es mi pelo, tus labios son mis labios, y tú eres yo. Tu cintura se quiebra
contra mi cintura, y mis brazos te
envuelven como la hiedra; tus muslos son mis muslos, tus brazos son mis brazos,
y solo mi pene de hombre es distinto de tu pene de mujer; ahora nuestros penes
se unen, mi pene es tu pene, tú me acoges en ti, y las raíces de mi ceiba
alcanzan el centro del mundo. Cuando tu sexo y mi sexo se unen, el cielo y la
tierra copulan; yo caigo sobre ti, como el agua fértil sobre la tierra..."
- "Tus manos son negras como
mis manos, tu pecho es negro como mi pecho, pero en mí florecen las flores
moradas de los pezones; tu sexo de hombre esparce tu semilla, pero es mi sexo
quien la acoge y la cobija, tú eres fértil por mi sexo de mujer; yo soy la
Tierra Madre, mi vientre crece como la luna llena, y de mis senos brotan ríos
de leche y miel; toda la vida duerme en mí, esperando tu palabra".
El hombre regresa con la muchacha en
brazos. En el espacio vacío de su baile recoge la paruma pisoteada y la
muchacha se arrodilla para ponérsela entre besos dulces. Él la levanta para
besarla en los labios y beber de ella su propio sabor de hombre satisfecho; la
sigue levantando, y besa al pasar el cuello, los hombros, los pechos, la
cintura, la lisura del vientre, el musgo triangular del vello, la rosa abierta
del sexo sangrante, y en todas partes reconoce su propio sabor.
La baña en el río entre sus brazos,
limpiándola de olores, barro y sangre. Luego la deposita en la puerta de su
casa, fresca y limpia como una recién nacida. Se despide ella con un beso
tierno.
- Espérame. Yo vuelvo
Y ella:
- Yo te espero. Te esperaré siempre.
Elombre penetra en la casa oscura,
avanzando con cuidado entre los bultos de cuerpos dormidos en el suelo en las
hamacas entrecruzadas, orientándose más por el olor que por la vista para
tenderse junto a su india, pero ella lo rechaza:
- Vete, hombre malo, vete afuera, te
emborrachaste con los negros, te acostaste con las negras. Yo te preparé tu
comida, pero tú no viniste; he puesto tu comida en la basura, y ya no te
quiero, vete, vete, negro malo.
Lo empuja afuera; Elombre se deja
echar, más herido por el desprecio que por los empujones. Pisa al salir la mano
de alguien que despierta airadamente; huye tropezando con los picos de las
hamacas, pisando sin saber donde, entre un crescendo de gritos enojados. La
euforia del alcohol ha pasado y se siente pesado, torpe, estúpido, solo; el
baile, el amor tierno y ardiente entre las matas de yuca le aparecen ahora
ajenos a él; llora como un niño enfermo, se atraganta en hipos de borracho
triste. De pronto levanta la cabeza de las manos mojadas, y grita:
- ¡Pero te quiero!
Nadie responde a su ruego. El
espacio oscuro se traga sus palabras. El río sigue pasando, y él se sienta en
la punta de una champa para sentirlo pasar
en un mudo diálogo.
Un indio joven despertó con la pelea
y ha asistido a ella como el caminante
ve un fuego en la noche. Cuando el silencio vuelve se siente protegido por la
oscuridad para tenderse junto a la india, pero ella lo rechaza:
- Vete, vete, no vengas junto a mí.
Él es mi hombre, mi hombre negro. Le quiero.
El indio se retira silencioso; la
mujer está llorando.
De pronto, junto a la orilla del
río, se vuelve a oír el mismo aullido de soledad y amor que la india ya conoce.
La música que agoniza en las
pachangas de pilas descargadas, las confidencias nocturnas, el llanto de un
bebé, los cuerpos que se retuercen en el baile y se cimbrean en el amor, todo
cesa mientras el grito agudo crece, se llena de tristeza, de dolor y miedo, se
vuelve súplica y lamento.
La india mira al pretendiente con
reproche; él baja la cabeza, y los brazos se le caen con desesperada impotencia.
Ella sale para volver trayendo de la mano al gigante negro aún hipante y
lloroso. Los dos se tienden juntos en el suelo, haciéndose un espacio entre los
cuerpos dormidos; él, demasiado feliz y sorprendido para intentar siquiera
besarla, la acomoda en el hueco de su hombro, la rodea con sus brazos, la
aprieta contra sí hasta hacerla daño, en una ansiedad sin límites.
- No te vayas, no me dejes; nunca
más Elombre será malo; siempre estaré a tu lado, siempre juntos. Te quiero.
La mujer se deja acariciar, abrazar,
mecer. Se siente feliz.
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