6- LA CIENAGA DEL REMOLINO
En el otro lado del sumidero, también la corriente fluía hacía él.
Avanzaban maravillados por el caño, cada vez más amplio. La corriente en su contra, disminuyó, hasta hacerse apenas perceptible; en las orillas árboles de tierra firme, añosos y enormes, anunciaban las tierras altas, libres de la maldición periódica de las inundaciones.
El niño sintió que el agua olía a pescado, reventaba de vida. La golpeó fuertemente con el plano del canalete, y una nube de sardinas plateadas saltó asustada fuera del agua; dos o tres de ellas cayeron dentro de la canoa, abriendo las branquias y los ojos; volvió a golpear una y otra vez, hasta conseguir un totumo de pescaditos brillantes.
Se sentía bien allí, remando bajo el sol, en un agua casi sin corriente, pescando sardinas. Todo lo demás, el pueblo, la madre y su grito de muerte, el mismo Animal, no eran sino un recuerdo lejano, difícil bajo este sol que deslumbra y adormece. El niño, como un animal de la selva, no tiene historia, ni pasado, tan sólo el momento de la vida presente.
La corriente cesó por completo, y ante ellos se abrió la amplitud de una ciénaga.
El padre miró el sol que caía en el horizonte, y eligió una isla alta ante ellos, allí donde una ceiba gigantesca hería el cielo.
- Vamos a dormir allí.
Las orillas de la isla eran bajas, arenosas, rodeadas de un caldo vivo de maraña flotante.
Se entendían sin palabras. Mientras el padre desbrozaba la maleza entre la bamba laminar del árbol, el niño hizo fuego y puso a cocinar una olla con plátanos y sardinas. En todo el día no había comido sino plátano maduro, y ante la olla humeante sintió su hambre como un gozo.
Soltó los marranos. Se movieron torpemente al principio, con las patas entumecidas; luego se dedicaron furiosamente a hozar. Con la última luz, los vieron meterse en el agua, bañarse y devorar el chuscal de la orilla.
El padre había preparado una chocita para pasar la noche: cuatro palos clavados en el suelo, sostenían un piso endeble, a medio metro del suelo, a salvo de culebras e insectos rastreros; arriba unas grandes hojas de rascadera intentaban servir de resguardo contra el aguacero; las grandes raíces laminares de la ceiba eran protección contra el viento.
El niño terminó de bruñir el fondo vacío de la olla, se restregó las manos sobre los muslos desnudos, colgó la olla vacía lejos del alcance de los marranos, se acomodó sobre el ramaje del piso, volteó, y se quedó bruscamente dormido, con un sueño agotado y profundo, sin alcanzar a oír el aguacero que ya empezaba a caer.
El hombre colgó su machete al alcance de la mano, y se acomodó junto al niño, pero no le fue fácil dormir bajo las emociones intensas. En la media noche de su duermevela, se levantó para añadir unos gruesos troncos al fuego que se apagaba bajo la lluvia. Nunca supo que aquel fuego que alimentaba con la esperanza de que llegara al amanecer habría de permanecer encendido para siempre, y que sería el último vestigio de su paso por la vida.
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