Wednesday, January 23, 2019

CAPITULO 8- LA SERPIENTE EN EL PARAISO.

8-    LA SERPIENTE EN EL PARAISO.

            La isla, bajo el parasol del árbol cósmico, se había ido transformando tan progresivamente, que ninguno de los dos se había dado cuenta. Sólo esa mañana, cuando el acoso de los cerdos les hizo huir de un rincón a otro, y finalmente meterse en el agua para poder defecar, se les borró de los ojos la permanente ilusión de verdor, y descubrieron con sorpresa que su isla no era sino un hediondo lodazal marrón. Ni una hoja, ni una brizna de hierba, ni un palo en el suelo. La casa, los cerdos y el fuego habían terminado con todo, y aún tenían ham­bre. La casa lo mostraba en los grandes huecos luminosos del techo; el fuego en el humo mortecino de rescoldos asfixiados bajo cenizas. Pero los animales eran ruidosos, insistentes, interminables, omnipresentes. Habían aca­bado con las hojas caídas, los frutos silvestres, los gusanos de la podredumbre, los tallos tiernos, las lombrices del subsuelo, las cortezas, la madera, y habían seguido comiendo la tierra vegetal; llevaban ya dos días comiendo sus propios excrementos terrosos, con la firme decisión de sobrevivir, tenaces, metódicos. Elombre vio en ellos la misma energía que lo llevó a vencer al Animal, a seguir luchando por la vida, aun cuando sabía que estaba muerto. Miró sus ojos inyectados en sangre, sus colmillos al aire, la baba rabiosa del hocico, y sintió miedo. - Ayúdame a atarlos. Tenemos que sacarlos de aquí.

            Los engatusaron con un poco de pescado fresco. Los cerdos se lo disputaron ávidamente, a dentelladas salvajes. Hubo que hacer dos comederos distintos, y así fue que los pudieron atar de las patas traseras e introducirlos a tirones en la canoa.

            Eligieron una de las islas más grandes, con una playa arenosa donde los animales podrían bañarse. Los soltaron con cuidado, temiendo un ataque. Los cerdos se internaron en la isla, comenzando a comer ruidosamente la hierba escasa del suelo, a horadar túneles entre la maleza.     
            - Aquí tienen mucho que comer.     
            - Si, padre.     
            - Conviene que estén bien alimenta­das. Dentro de poco las toca parir.

            El niño miró al padre con sonrisa de entendido:
            - Con la próxima luna llena.

            Antes de volver a su isla, a la casa bajo el  árbol, cargaron su canoa de madera para el fuego, para ese fuego voraz  que habría de consumir bosques enteros. Cuando llegaron, el niño reavivó las llamas, y se acomodó para pescar. El padre le alargó un manojo de hierbas con las puntas marchitas:     
            - Ahora vamos a sembrar.

            La siembra se convirtió en una loca pesadilla, en una lucha contra el tiempo, en un quehacer sin descanso.

            El hombre se enloquecía viendo marchitarse las  plantas, pudrirse los colinos, germinar las semillas. Era preciso sembrar todo rápidamente, sin pérdida de tiempo, desde que el sol sale hasta que se pone. Llenaron su isla de plátano y banano; el hombre había traído todas las variedades posibles: acanalado, manzano, primitivo, patriota, muslo de mujer. Era preciso cavar huecos y más huecos, y llenarlos de ceniza para que los escarabajos cucarrones no se comieran la planta por dentro. Cuando ese espacio se les acabó, pasaron a otra isla a sembrar maíz; el padre tumbaba monte, danzando furiosamente con el machete, abatiendo filas y filas de enemigos de cañabrava, de guásimos, de orquídeas, de helechos; descansaba un instante, regaba delante de sí un puñado de maíz, y volvía a su danza feroz. El niño le seguía mochando las ramas de los árboles caídos, picando las grandes hojas de rascadera capaces de sofocar una plantita naciente. Al atardecer cargaban la canoa con troncos que el hombre rajaba con el hacha y el niño apilaba para el fuego. Comían unos pescados en las brasas de todo el día, y se acurrucaban en la casa, bajo el cielo a medio cubrir, para dormir el sueño sin fondo del cansancio. 

                   Al tercer día toparon una culebra. El padre la sintió deslizarse con un leve ruido metálico, apenas comenzada la rocería; se le perdió en el espacio enmarañado, virgen de machete, apenas un fugaz verde y negro entre la hierba verde y las negras sombras. Siguieron rozando poco a poco, con movimientos ralentizados, tirando el machete lejos, interponiendo un muro de aire y luz entre la espesa selva vegetal y la piel negra, tan blanda a los colmillos venenosos. Al atardecer, el hombre se fue llenando de una profunda  inquietud que le asaltaba en oleadas desde una palma zancona. Sentía su instinto animal empujándole hacía atrás, como un persistente viento helado. Con los nervios en tensión, ceñudo, avanzaba arrastrado por el hambre del machete hacía la fuente del miedo, cada vez más lento, sintiendo húmedas las palmas de la mano y seca la garganta, hasta que frente a una palma se quedó inmóvil, escudriñando sombras un tiempo eterno. En el sudor frío, en el pelo erizado, en la opresión del pecho que le impedía respirar, en la profunda repugnancia de su cuerpo a avanzar, él sabía que la muerte estaba allí, agazapada en las sombras. Al fin pudo distinguir las dos pupilas verticales que lo miraban fijamente, hipnotizadas sobre las venas del cuello. Trazó poco a poco el contorno de la cabeza triangular, el cuerpo poderoso comprimido como un muelle, la cola amarrada al tronco de palma; llevaba toda la mañana agazapada, esperando a que el hombre estuviera a su alcance para lanzarse como un rayo y dar ese mordisco letal que le haría brotar sangre de cada poro y se le pudriera la carne gangrenada, hasta que la sangre envenenada paralizara su corazón y cayera muerto.

            Ahora que la había localizado, sintió un profundo alivio; ya no era la muerte la que lo esperaba allí, era solo un animal salvaje, como él; el animal odiado desde el comienzo del tiempo. Los brazos se le desengarrotaron, y respiró un aire profundo que le dolió en el fondo de los pulmones. Durante todo el día los dos instintos habían luchado poderosamente; ahora el hombre iba al fin a vencer, porque no era sólo el instinto el que luchaba, sino también el aprendizaje, la experiencia aprendida de boca de los agonizantes y el arma de hierro.

            Los dos se movieron lentamente, acariciando el aire. La serpiente retrocedió la cabeza hacia las sombras, apretó sus anillos sobre sí. Le hacía falta tan solo que el hombre avanzara un paso más para poder estirarse, lanzar su cabeza como un proyectil, hundir sus colmillos en el cuello y dejar su veneno mezclado en la sangre del hombre, para que la muerte fuera avanzando con cada latido del corazón. Pero el hombre no avanzó: suavemente cortó una rama larga, pausadamente volvió el machete a su funda, aferró el palo con las dos manos, lo mantuvo un instante vertical, y adelantó ese paso fatídico mientras el palo ya bajaba.

            El golpe cayó con la violencia acumulada en horas  de tensión insoportable, abriéndose paso entre hojas desgajadas de la copa de la palmera. Golpeando la serpiente un poco más atrás de la cabeza que ya  avanzaba hacia él, nadando en el aire inmóvil. Con el cuello roto la serpiente cayó a tierra, desenrollada, larga como dos hombres, y aún la cabeza intentó atacar el pie descalzo utilizando los pocos centímetros útiles que le restaban desde la cabeza hasta el punto en que las vértebras partidas habían cortado la comunicación con ese cuerpo que se retorcía espasmódicamente, porque ya no era suyo. El hombre volvió a levantar el palo, y el segundo golpe dio en la cabeza, que se aplastó en una explosión de huesos frágiles. La boca se abrió y los colmillos lanzaron su veneno amarillo en una contracción póstuma, pero el hombre siguió golpeando y golpeando, rompiendo piel y huesos, licuando la carne blanca, desahogando el odio heredado de mil generaciones africanas muertas con la asfixia del veneno atenazándoles la garganta. El  hermoso animal que una vez fuera un mapaná, ya no era sino una masa informe, un charco nauseabundo en el suelo, y el hombre seguía golpeando con los restos del palo roto en la mano. Se detuvo cuando los golpes comenzaron a salpicarle.     
            - Nunca mates una culebra con el machete. El veneno se corre por la hoja y te mata.
            - No padre.
            Sin embargo, en esa isla donde tantas cosas iba a aprender el niño, y tantas olvidar, también aquello iba a caer en el olvido.

            El niño asintió silenciosamente: incluso cuando alguien moría picado de culebra, era peligroso tocarle con las manos. Los que tenían que cargarlo para meterlo en la caja, primero se tenían que untar bien las manos con jugo de tabaco, y después lavárselas con aguardiente. Las hormigas en cambio, ya estaban escurriéndose bajo sus pies a comerse el sango venenoso, y nada las ocurría.

            El niño se encogió de hombros. Las cosas eran  como eran, y no valía la pena intentar explicarlas.

            El padre iba ya delante, en su baile gozoso, machete en mano, tirando al suelo el maíz fértil que la vegetación cortada  cubría y abonaba para hacerlo germinar en madre pródiga de las mazorcas amarillas.
            Tardaron otra semana en terminar de regar el maíz, y para entonces ya era urgente plantar los pequeños limoneros, los naranjos, los chontaduros, los caimitos, los madroños, los árboles de pan, los mil pesos, los aguacates, los guayabos, el cacao, el bocao, los guanábanos, las badeas, las granadillas, los mangos, las guamas, las churimas... Era una carrera contra el tiempo, contra el calor que marchitaba los frutales niños en los manojos atados, contra el agua y el sol que hacían volver a brotar con ímpetu la hierba recién cortada. El padre abría hoyos, y el niño rozaba la hierba. Apenas acababan de plantar en una isla, y ya era urgente volver a limpiar las plantaciones anteriores de la maleza que las ahogaba, de las plantas salvajes que corte tras corte volvían a levantarse sobre sus raíces, indiferentes a los machetes. Y sin embargo estaban condenadas a morir, porque la tenacidad del hombre iba más allá de su tenacidad vegetal, y mientras las raíces de las plantas se iban reduciendo a cada corte, el hombre iba hundiendo más sus raices en esa tierra que antes era selva y que ahora era ya su tierra. Cada vez que los pies del hombre llegaban al fértil mantillo, renacían sus esperanzas; y aunque el hombre y las plantas se aferraban igualmente a la vida, era esta esperanza la fuerza contra la que la selva no podía luchar. Y al fin la lucha terminó cuando al ir a renacer, las plantas salvajes se sintieron ahogadas por la sombra y las raíces de las plantas domesticadas y mimadas por el hombre, y murieron definitivamente para que las plantas esclavas se alimentaran de ellas.

            Ese día, sintió el niño que despertaba de un mal sueño. Percibió el mensaje de muerte de la selva, los gritos de triunfo de los frutales, el susurro suave del viento entre los plátanos, la explosión germinativa del maíz. Levantó los ojos del suelo, enderezó la espalda encorvada, estiró los brazos doloridos y pasó una mirada silenciosa y gozosa por las islas que ahora se veían despejadas, con las plantitas naciendo en hileras simétricas. Ya no tendrían las culebras palmas sombrías donde agazaparse, ni las candelillas caerían más sobre su cuello, ni las espinas se clavarían hasta los huesos en los pies desnudos.     
            - Falta sembrar el arroz, padre.     
            - Eso puede esperar. Ahora voy a acabar de techar. Tú pesca mientras tanto.

            El niño se sentó a pescar a la sombra de un banano.
            - ¿Cómo estaba ya tan alta esa bananera? ¿Cuántas lunas llevaban ya sembrando, limpiando monte, volviendo a sembrar y volviendo a limpiar?

            El niño no lo sabía. Aquel había sido un tiempo continuo, sin marcas que sirvieran para señalar su transcurrir. El niño pensaba ahora en ese tiempo como una larga pesadilla de trabajo incesante, de brazos y espaldas doloridos, donde el sueño nunca alcanzaba para reponer el cansancio. Pero ahora, este plátano le devolvía el tiemp0. Tuvo un sobresalto:     
            - ¡Padre, las cerdas!     
            - ¿Y?     
            - Ya deben haber parido, padre.     
            - Mañana iremos a verlo.     

            Pero no fueron.

            El peso del cielo sobre la casa era cada vez menos, a medida que el hombre iba cerrando su espiral. Las hojas que se habían secado dobladas, dejaban caer un polvo blanco y olían fuertemente a moho. La techada avanzaba lentamente.

            El niño nunca había visto una casa tan densamente techada. Al principio atribuyó la densidad de vigas, columnas, soleras y portaletes, a la simple abundancia de madera proveniente del desmonte. Ahora que veía el techo combarse bajo el peso de esa techada excesiva, comprendía que también para la casa en la ciénaga tenía el padre su plan misterioso.

            Cuando el cielo era apenas una grieta alta, el padre se puso a hacer el caballete. Era el mejor caballete que el niño hubiera visto nunca: sólo las maderas más seleccionadas, las que nunca se pudren, y las hojas ¡Oh Dios mío!, con las hojas que tenía ese caballete, hubiera podido techarse una casa entera.     
            - La mayoría de las casas se acaban por el caballete.
            - Si, padre.     
            - O porque el río se las lleva.     
            - Si, padre.     
            - Pero esta....

            El padre se puso a reír y el niño comprendió al fin: el caballete nunca se acabaría, nunca el río podría llevársela; esta era una casa hecha para durar, clavada sobre la isla de la Ciénaga del Remolino para estar allí todo el tiempo que el tiempo durara.

            Aquella noche durmieron con un sueño profundo, sin estrellas sobre ellos. 

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