Tuesday, January 15, 2019

CAPITULO 25-CON LOS EMBERAS DE GUAGUANDO.



CAPITULO 25-CON LOS EMBERAS DE GUAGUANDO. 

            Durante siete días, mientras el niño se restablecía, el negro y su esposa permanecieron en el tambo del cacique; cuando el niño se puso en pie y preguntó admirado que casa era aquella que no era su casa, los tres se fueron al tambo de los padres de ella; eran dos ancianos de cincuenta años, cuyos silencios profundos y sabios expresaban todas las vicisitudes de la vida; tres hijos de ellos, dos hombres y una mujer, vivían en tambos vecinos, a una hora de canoa; otro hijo de siete años, engendrado para sustituir la hija desaparecida, vivía aún con ellos. 


            

           El tambo de los ancianos es circular, sin paredes y con suelo de palma. Junto a él tuvieron que hacer una chocita para privatizar los amores salvajes del negro, que era imposible ignorar porque hacía temblar toda la casa. Los ancianos disponían de una cama con mosquitero, y los niños cuelgan sus hamacas en cualquier parte.  


            Los dos niños se hicieron inseparables, y eso dio al zambo una libertad como nunca antes había tenido. Dueños de las trochas del sotobosque acuden a veces a trabajar con el negro y el anciano en los huertecitos de yuca venenosa con que los indios preparan sus tortas de cazabe; pero más veces prefieren ir a cazar pájaros usando flechas sin punta que no quedan clavadas en los árboles, o buscar arañas grandes como una mano abierta que la madre asa sobre una piedra al rojo, o pescar con anzuelo en los remansos de la quebrada; en las corrientes pedregosas cercan guacucos para ensartarlos luego con arpones de guadua; pero el momento más emocionante para el niño fue cuando una tarde, después de ampollarse los dedos, y de horas de intento con una tabla perforada y un palo que hacía girar con una especie de arco, logró encender fuego, un fuego nuevo que no venía de ningún otro, sino que él lo había creado.  


            Un anochecer los niños aún no habían regresado. El negro siguió al indio en su búsqueda en un mundo oscuro donde los ojos eran inútiles, y la orientación se hacía por el tacto de los pies descalzos sobre el suelo, los olores, la memoria, y sobre todo inexplicables intuiciones. Los encontraron al fin subidos a un árbol, alertados por el ruido de una manada de tatauros. Los animales, que habían intentado alcanzarlos subiéndose unos sobre otros, en un amontonamiento de tres pisos, estaban ahora hozando alrededor, desenterrando las raíces con sus grandes colmillos. Era una situación nueva para el negro, pero no preguntó que debía hacer, sino que se lanzó contra la piara con un grito terrible, como de jaguar rugiendo; su pesado machete alcanzó a matar a dos de ellos antes de que los animales asustados por el ruido acertaran a huir.  


            El negro volvió con los dos tatauros al hombro, más orgulloso de los animales muertos que de los niños salvados. Y la proeza de Elombre se ha seguido contando hasta hoy.  
Tatauros

            Fueron muchas las cosas que el negro y el zambo aprendieron en esos días de novedades, todo era similar a su isla, y todo distinto; en las corrientes de las quebradas el canalete resultaba inútil, y necesitaron aprender a palanquear, porque en las aguas bravas solo empujando con palos clavados en el fondo es posible avanzar el bote; un día ayudaron a cargar de menudas piedras una canoa, y luego a tirarlas en un remanso profundo, disfrutando del juego de tirar piedras al agua como lo han hecho todos los niños del mundo; solo cuando tres gruesos bagres subieron a la superficie obligados por la lluvia de piedras y fueron inmediatamente arponeados comprendieron que aquello era algo más que un juego divertido; en la luna llena, cuando las plantas están llenas de savia, machacaron plantas cuyo jugo venenoso hizo que un fluido de pescados dormidos pasara flotando ante sus ojos asombrados.  


            Una profunda camaradería se fue formando por parejas; el viejo indio con el negro, convertido en su constante ayudante; los dos niños, incansables en sus correrías, en juegos que resultaban ser trabajos, y en trabajos que ellos convertían en juegos; y la madre con su hija, que ahora había crecido, se había convertido en madre como ella, y como ella había soportado las angustias del parto, la crianza, y el dominio del amor.  


            Mientras los hombres cazaban, pescaban o cultivaban la tierra, las dos mujeres se dedicaban a la gastronomía: la india se reponía de la comida simple de la ciénaga. Volvía a descubrir el placer de las carnes muy fritas en la manteca de cerdo que en cada matanza conseguían fundiendo cuidadosamente la gruesa capa de los riñones, las tripas y las membranas; para el pescado mantenían aparte una manteca diferente, cuyo olor hacía imposible ninguna confusión, y que a cada poco acababa en la batea de los marranos; las hogueras donde en pailas enormes hervía el jugo de caña exprimida hasta convertirse en sólidos troncos de panela cristalizada, que nunca se apagaban, porque apenas una molienda estaba lista, cuando ya venía Elombre con una nueva lata de guarapo para poner a secar; pese a esa abundancia de panela, la madre prefería utilizar primitivo y banano maduro para endulzar tortas de maíz que el negro comía ávidamente, entre gritos de admiración; incluso la simple masa de maíz cocido molido y frito, o las simples arepas, le parecían maravillas insólitas, y todo cuanto era frito, los dorados patacones, la yuca, o las hojuelas de maíz, eran para él una delicia que las mujeres tenían que defender a cucharazos para que llegaran a la mesa. Era una boca sin fondo que hubiera acabado con las provisiones de la familia sino fuera porque el trabajo, que para tantos de nosotros no es sino una larga historia de decepciones, competencia, problemas, era para él la fuente más natural de placer; goza liberando el platanal de maleza, habla a las plantas, acaricia a los gruesos racimos, se despide de las matas a las que ha hecho felices con promesas de volver mañana cuando los brazos se le han llenado de un cansancio agradable; se pone a pescar, limpia el pescado, goza dando a los cerdos los desperdicios y viéndolos comer; siente frío de la inmovilidad de la pesca, se interna para volver con una carga de leña con que dar de comer al fuego; ceba trampas para los ratones espinoso que ramonean en la noche: pequeños cajones que un palo sobre un grano de maíz mantiene levantados, increíblemente simples, pero cada noche caen dos o tres ratones, y a veces una guagüita inexperta: carne para un día; en el camino descubre huellas de zainos; son almizcleros que fácilmente se pueden seguir por el penetrante olor que dejan a su paso; a una hora de camino descubre la piara rebuscando en un abandonado huerto de calabazas; busca las vueltas del viento, se acerca tan sigiloso que está  apenas a dos metros de ella y no le descubren; un pequeño zaino se aleja del centro de la manada, y su madre va a buscarle con gruñidos de reprobación; el machete del negro cae sobre ella, que se desploma no tanto por la herida en la cabeza, sino noqueada por el golpe del machete que Elombre usa, más largo, ancho y pesado de lo normal: en realidad una rula que el padre guardaba para desmontar cañales donde los machetes normales se mellan, o para tumbar pequeños árboles; la manada huye asustada, pero la cría duda un momento junto a la madre caída; el negro salta y la toma por la nuca, a salvo de los mordiscos; las indias la amansarán untándola su propio sudor, hasta que asocie el olor que sale de ella con el del hombre; y si hace falta dándola de mamar de sus propios senos; mañana volverá a perseguir la manada con ayuda del indio y sus perros, hasta acorralarla entre los dos; conseguirán uno o dos zainos más, carne para una semana; luego los perros los perseguirán hasta emborracharse de cansancio, hasta la selva húmeda donde los perros no se atreven a caminar, porque son un peligro para los cultivos. Cuando el negro entra en el tambo, entre los ladridos de los perros excitados por el olor a sangre y salvajina, la madre india cocina envuelto de maíz niño; el maíz biche se convierte al molerlo en una masa acuosa, dulce y suave, y lo asa envuelto en las hojas del capacho, la hija cocina bocadillo de guayaba, y el olor deli­cioso se expande por la selva; el hombre se acerca atraído como una avispa más, pero las indias se tapan las narices y lo echan; el hombre se ríe, ata el zaino bebito a un pilar de la casa, va a bañarse; el zambo se despega del fogón donde las sucesivas transformaciones del maíz lo tienen absorto como un rito mágico, lleva al padre ceniza para que se restriegue con ella; el olor de zaino es tan penetrante que aún después de bañarse los cerdos rebullen asustados; los dos niños se ponen a darle maíz al zaino, que el animal ávido como ninguno come entre chillidos amenazadores; es el primer maíz de una cosecha que el negro plantó y que crece abundante, enorme, matas más altas que un hombre con la mano levantada, con dos o tres mazorcas cada una. Todo lo que Elombre siembra es de una exuberante fertilidad, que los indios atribuyen a su pene enorme, pero que en realidad se debe a su gusto por la actividad, elige los lugares más enmarañados, de árboles  más altos: precisamente los que llevan más tiempo sin sufrir el esquilme de la agricultura.  


            El viejo trapiche que el anciano indio había hecho en sus años mozos se caía ya a pedazos, y las mujeres pidieron a los hombres que hicieran otro; los hombres hicieron uno como para celebrar su amistad, con cuatro columnas de brillante madera amarilla de insive, que nunca se pudre, entre las que giraban dos rodillos de durísima chonta; la palanca para hacerlo girar la hizo el viejo de palohierro, no porque fuera necesario, sino porque el indio quería demostrar al negro, asombrado por la dureza de la chonta, que aún hay maderas más duras, árboles que no pueden ser cortados, y de los que solo con el hacha se obtienen ramas, porque son tan duros que embotan las sierras y rompen los machetes. El negro hizo la maquina a su medida, y resultó tan grande que solo su fuerza gigantesca era capaz de hacer girar los rodillos; al principio los hermanos de la india acudían a competir con él, pero poco a poco lo abandonaron, hasta que quedó como un monumento a la leyenda de Elombre.  


            Muchas veces hice la forma de pasar la noche en el tambo en que vivían dos dignos ancianos de pelo blanco; pese a que quise halagarlos con medicina y comida, nunca tuvieron para esa época sino un silencio desdeñoso. También la hija había muerto, comida por las lambias y la bilzaria, y los únicos detalles que pude averiguar sobre Elombre me los dio un hijo inesperadamente joven que los visitaba ocasionalmente; hablaban sin embargo con gusto de los demás recuerdos de una vida que se les terminaba, y seguí acudiendo por amistad, hasta el día triste en que al subir vi los patios llenos de hierba, y el embarcadero sin canoas, y supe que habían muerto.  


            Dos historias recordaba el indio joven con especial predilección: los encuentros de Elombre con los perros y con las gallinas.  


            El primer encuentro del negro con los perros se produjo al llegar al tambo de los ancianos, aún con el hijo enfermo en brazos; los perros de indios, blancos y flacos, salieron a defender su territorio contra ese ser extraño que pretendía invadirlo; ya Elombre había sacado su machete dispuesto a defenderse de lo que le parecieron dos peligrosos animales salvajes, y hubiera matado si la carga del niño no se lo hubiera impedido,  cuando la india se dio cuenta:      
            - No, no mates, son perros, amigos, buenos, buenos.  


            Los indios espantaron los perros, y el hombre siguió receloso, más asustado por los potentes ladridos que por los dientes al aire; los evitó cuanto pudo en el tambo del cacique, donde los animales, ante el ser de olor y color extraño veían un enemigo natural; algunos indios lo tomaron entonces por un miedoso, pero cambiaron de opinión ante los episodios de los tatauros y la serpiente mapaná.  


            Mientras el niño convalecía en el tambo, se fueron perdiendo el miedo mutuo y el negro se dio cuenta que los animales entendían su voz y captaban los menores indicios de una salida a cazar, y se sorprendió de su inteligencia en la búsqueda y el acoso, y pensó si no serían personas distintas. Los indios tratan a los perros con cariño, y eso aumentó el respeto que el negro sentía por ellos; les daba comida a manos llenas, acostumbrado a la abundancia de su ciénaga, y un día, ante las risas de todos, preguntó a su esposa si no podía enseñar a hablar a los perros igual que le había enseñado a él.  


            Con las gallinas fue totalmente distinto: cuando se dieron cuenta ya había matado una; la traía tan feliz que les dio risa en vez de rabia, y la india le explicó con ternura que esos animales no eran salvajes, sino que vivían en una casa especial para ellos, y que cada día ponían un huevo para que los hombres se los comieran, y que al final cuando eran viejas, también se comían. Eso de un pájaro que se dejaba robar los huevos, y encima no sabía volar le pareció tan ridículo que comenzó a reír a grandes gritos: "¡Estúpidos ani­males! ¡Estúpidos animales! Los indios nunca habían considerado la cuestión desde ese punto de vista, y todos rieron con el negro, dándose cuenta de que realmente son animales muy estúpidos.






Muchas veces el negro había observado los patos cimarrones, siempre alertas, o las gran­es garzas blancas que pescaban en las orillas bajas de la ciénaga, pero nunca pudo descubrir el nido de ninguna; el nacimiento de la primera pollada fue un acontecimiento para él, desde que le avisaron porque el primer huevo se movía, hasta que nació el último de quince pollitos azafranes y chillones; le pareció un método de nacer más sencillo y afortunado que el doloroso parto de las cerdas y los hombres; pero aun así, nunca llamó a las gallinas con el hermoso nombre indígena de "eterre", sino con la palabra emberá que significa "estúpidos animales". Competía con los niños en buscar los huevos que las gallinas ponían a veces en  los sitios más insólitos, bajo la casa, entre las matas espinosas de los lulos, y una vez el incesante piar le reveló una pollada que había sido calentada en lo alto de un árbol hendido por el rayo por una gallina cocotera; también le encantaba darles de comer, desde trocitos de caña muy picados, a pescados "caga" que nadie come por la avidez con que se lanzan sobre los excrementos, casi antes de caer al agua, y que el negro conseguía por docenas cuando en el puertecito del tambo se entregaba a su pasatiempo favorito: pescar. Un día los dos niños se mantuvieron reponiendo en los nidales una y otra vez, los mismos huevos que el negro encontraba y traía a la casa, cada vez más feliz con la puesta incesante, ante las burlas crecientes de todos por su alegría infantil; en esas ocasiones juzgaban al negro como un estúpido, pero inmediatamente preguntaba, por ejemplo, que era lo que sucedía dentro del huevo cerrado cuando se ponía a hervir, y los indios se sorprendían ante la sabiduría de esa pregunta que a ellos nunca se les había ocurrido: sabían que el huevo se ponía duro, pero nunca se habían preguntado por qué. No era fácil entender a ese hombre que aún mantenía viva su curiosidad de niño ante un mundo nuevo, pero del que carecía de toda información.

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