CAPITULO 25-CON LOS
EMBERAS DE GUAGUANDO.
Durante siete días, mientras el niño
se restablecía, el negro y su esposa permanecieron en el tambo del cacique;
cuando el niño se puso en pie y preguntó admirado que casa era aquella que no
era su casa, los tres se fueron al tambo de los padres de ella; eran dos
ancianos de cincuenta años, cuyos silencios profundos y sabios expresaban todas
las vicisitudes de la vida; tres hijos de ellos, dos hombres y una mujer,
vivían en tambos vecinos, a una hora de canoa; otro hijo de siete años,
engendrado para sustituir la hija desaparecida, vivía aún con ellos.
El tambo de los ancianos es
circular, sin paredes y con suelo de palma. Junto a él tuvieron que hacer una
chocita para privatizar los amores salvajes del negro, que era imposible
ignorar porque hacía temblar toda la casa. Los ancianos disponían de una cama
con mosquitero, y los niños cuelgan sus hamacas en cualquier parte.
Los dos niños se hicieron
inseparables, y eso dio al zambo una libertad como nunca antes había tenido.
Dueños de las trochas del sotobosque acuden a veces a trabajar con el negro y
el anciano en los huertecitos de yuca venenosa con que los indios preparan sus
tortas de cazabe; pero más veces prefieren ir a cazar pájaros usando flechas
sin punta que no quedan clavadas en los árboles, o buscar arañas grandes como
una mano abierta que la madre asa sobre una piedra al rojo, o pescar con
anzuelo en los remansos de la quebrada; en las corrientes pedregosas cercan
guacucos para ensartarlos luego con arpones de guadua; pero el momento más
emocionante para el niño fue cuando una tarde, después de ampollarse los dedos,
y de horas de intento con una tabla perforada y un palo que hacía girar con una
especie de arco, logró encender fuego, un fuego nuevo que no venía de ningún
otro, sino que él lo había creado.
Un anochecer los niños aún no habían
regresado. El negro siguió al indio en su búsqueda en un mundo oscuro donde los
ojos eran inútiles, y la orientación se hacía por el tacto de los pies
descalzos sobre el suelo, los olores, la memoria, y sobre todo inexplicables
intuiciones. Los encontraron al fin subidos a un árbol, alertados por el ruido
de una manada de tatauros. Los animales, que habían intentado alcanzarlos
subiéndose unos sobre otros, en un amontonamiento de tres pisos, estaban ahora
hozando alrededor, desenterrando las raíces con sus grandes colmillos. Era una
situación nueva para el negro, pero no preguntó que debía hacer, sino que se
lanzó contra la piara con un grito terrible, como de jaguar rugiendo; su pesado
machete alcanzó a matar a dos de ellos antes de que los animales asustados por
el ruido acertaran a huir.
El negro volvió con los dos tatauros
al hombro, más orgulloso de los animales muertos que de los niños salvados. Y
la proeza de Elombre se ha seguido contando hasta hoy.
Tatauros
Fueron muchas las cosas que el negro
y el zambo aprendieron en esos días de novedades, todo era similar a su isla, y
todo distinto; en las corrientes de las quebradas el canalete resultaba inútil,
y necesitaron aprender a palanquear, porque en las aguas bravas solo empujando
con palos clavados en el fondo es posible avanzar el bote; un día ayudaron a
cargar de menudas piedras una canoa, y luego a tirarlas en un remanso profundo,
disfrutando del juego de tirar piedras al agua como lo han hecho todos los
niños del mundo; solo cuando tres gruesos bagres subieron a la superficie
obligados por la lluvia de piedras y fueron inmediatamente arponeados
comprendieron que aquello era algo más que un juego divertido; en la luna llena,
cuando las plantas están llenas de savia, machacaron plantas cuyo jugo venenoso
hizo que un fluido de pescados dormidos pasara flotando ante sus ojos
asombrados.
Una profunda camaradería se fue
formando por parejas; el viejo indio con el negro, convertido en su constante
ayudante; los dos niños, incansables en sus correrías, en juegos que resultaban
ser trabajos, y en trabajos que ellos convertían en juegos; y la madre con su
hija, que ahora había crecido, se había convertido en madre como ella, y como
ella había soportado las angustias del parto, la crianza, y el dominio del
amor.
Mientras los hombres cazaban,
pescaban o cultivaban la tierra, las dos mujeres se dedicaban a la gastronomía:
la india se reponía de la comida simple de la ciénaga. Volvía a descubrir el
placer de las carnes muy fritas en la manteca de cerdo que en cada matanza
conseguían fundiendo cuidadosamente la gruesa capa de los riñones, las tripas y
las membranas; para el pescado mantenían aparte una manteca diferente, cuyo
olor hacía imposible ninguna confusión, y que a cada poco acababa en la batea
de los marranos; las hogueras donde en pailas enormes hervía el jugo de caña
exprimida hasta convertirse en sólidos troncos de panela cristalizada, que
nunca se apagaban, porque apenas una molienda estaba lista, cuando ya venía
Elombre con una nueva lata de guarapo para poner a secar; pese a esa abundancia
de panela, la madre prefería utilizar primitivo y banano maduro para endulzar
tortas de maíz que el negro comía ávidamente, entre gritos de admiración;
incluso la simple masa de maíz cocido molido y frito, o las simples arepas, le
parecían maravillas insólitas, y todo cuanto era frito, los dorados patacones,
la yuca, o las hojuelas de maíz, eran para él una delicia que las mujeres tenían
que defender a cucharazos para que llegaran a la mesa. Era una boca sin fondo
que hubiera acabado con las provisiones de la familia sino fuera porque el
trabajo, que para tantos de nosotros no es sino una larga historia de
decepciones, competencia, problemas, era para él la fuente más natural de
placer; goza liberando el platanal de maleza, habla a las plantas, acaricia a
los gruesos racimos, se despide de las matas a las que ha hecho felices con
promesas de volver mañana cuando los brazos se le han llenado de un cansancio
agradable; se pone a pescar, limpia el pescado, goza dando a los cerdos los
desperdicios y viéndolos comer; siente frío de la inmovilidad de la pesca, se
interna para volver con una carga de leña con que dar de comer al fuego; ceba
trampas para los ratones espinoso que ramonean en la noche: pequeños cajones
que un palo sobre un grano de maíz mantiene levantados, increíblemente simples,
pero cada noche caen dos o tres ratones, y a veces una guagüita inexperta:
carne para un día; en el camino descubre huellas de zainos; son almizcleros que
fácilmente se pueden seguir por el penetrante olor que dejan a su paso; a una
hora de camino descubre la piara rebuscando en un abandonado huerto de
calabazas; busca las vueltas del viento, se acerca tan sigiloso que está apenas a dos metros de ella y no le
descubren; un pequeño zaino se aleja del centro de la manada, y su madre va a
buscarle con gruñidos de reprobación; el machete del negro cae sobre ella, que
se desploma no tanto por la herida en la cabeza, sino noqueada por el golpe del
machete que Elombre usa, más largo, ancho y pesado de lo normal: en realidad
una rula que el padre guardaba para desmontar cañales donde los machetes
normales se mellan, o para tumbar pequeños árboles; la manada huye asustada,
pero la cría duda un momento junto a la madre caída; el negro salta y la toma
por la nuca, a salvo de los mordiscos; las indias la amansarán untándola su
propio sudor, hasta que asocie el olor que sale de ella con el del hombre; y si
hace falta dándola de mamar de sus propios senos; mañana volverá a perseguir la
manada con ayuda del indio y sus perros, hasta acorralarla entre los dos;
conseguirán uno o dos zainos más, carne para una semana; luego los perros los
perseguirán hasta emborracharse de cansancio, hasta la selva húmeda donde los
perros no se atreven a caminar, porque son un peligro para los cultivos. Cuando
el negro entra en el tambo, entre los ladridos de los perros excitados por el
olor a sangre y salvajina, la madre india cocina envuelto de maíz niño; el maíz
biche se convierte al molerlo en una masa acuosa, dulce y suave, y lo asa
envuelto en las hojas del capacho, la hija cocina bocadillo de guayaba, y el
olor delicioso se expande por la selva; el hombre se acerca atraído como una
avispa más, pero las indias se tapan las narices y lo echan; el hombre se ríe,
ata el zaino bebito a un pilar de la casa, va a bañarse; el zambo se despega
del fogón donde las sucesivas transformaciones del maíz lo tienen absorto como
un rito mágico, lleva al padre ceniza para que se restriegue con ella; el olor
de zaino es tan penetrante que aún después de bañarse los cerdos rebullen
asustados; los dos niños se ponen a darle maíz al zaino, que el animal ávido
como ninguno come entre chillidos amenazadores; es el primer maíz de una
cosecha que el negro plantó y que crece abundante, enorme, matas más altas que
un hombre con la mano levantada, con dos o tres mazorcas cada una. Todo lo que
Elombre siembra es de una exuberante fertilidad, que los indios atribuyen a su
pene enorme, pero que en realidad se debe a su gusto por la actividad, elige
los lugares más enmarañados, de árboles
más altos: precisamente los que llevan más tiempo sin sufrir el esquilme
de la agricultura.
El viejo trapiche que el anciano
indio había hecho en sus años mozos se caía ya a pedazos, y las mujeres
pidieron a los hombres que hicieran otro; los hombres hicieron uno como para
celebrar su amistad, con cuatro columnas de brillante madera amarilla de insive,
que nunca se pudre, entre las que giraban dos rodillos de durísima chonta; la
palanca para hacerlo girar la hizo el viejo de palohierro, no porque fuera
necesario, sino porque el indio quería demostrar al negro, asombrado por la
dureza de la chonta, que aún hay maderas más duras, árboles que no pueden ser
cortados, y de los que solo con el hacha se obtienen ramas, porque son tan
duros que embotan las sierras y rompen los machetes. El negro hizo la maquina a
su medida, y resultó tan grande que solo su fuerza gigantesca era capaz de
hacer girar los rodillos; al principio los hermanos de la india acudían a
competir con él, pero poco a poco lo abandonaron, hasta que quedó como un
monumento a la leyenda de Elombre.
Muchas veces hice la forma de pasar
la noche en el tambo en que vivían dos dignos ancianos de pelo blanco; pese a
que quise halagarlos con medicina y comida, nunca tuvieron para esa época sino
un silencio desdeñoso. También la hija había muerto, comida por las lambias y
la bilzaria, y los únicos detalles que pude averiguar sobre Elombre me los dio
un hijo inesperadamente joven que los visitaba ocasionalmente; hablaban sin
embargo con gusto de los demás recuerdos de una vida que se les terminaba, y
seguí acudiendo por amistad, hasta el día triste en que al subir vi los patios
llenos de hierba, y el embarcadero sin canoas, y supe que habían muerto.
Dos historias recordaba el indio
joven con especial predilección: los encuentros de Elombre con los perros y con
las gallinas.
El primer encuentro del negro con
los perros se produjo al llegar al tambo de los ancianos, aún con el hijo
enfermo en brazos; los perros de indios, blancos y flacos, salieron a defender
su territorio contra ese ser extraño que pretendía invadirlo; ya Elombre había
sacado su machete dispuesto a defenderse de lo que le parecieron dos peligrosos
animales salvajes, y hubiera matado si la carga del niño no se lo hubiera
impedido, cuando la india se dio cuenta:
- No, no mates, son perros, amigos,
buenos, buenos.
Los indios espantaron los perros, y
el hombre siguió receloso, más asustado por los potentes ladridos que por los
dientes al aire; los evitó cuanto pudo en el tambo del cacique, donde los
animales, ante el ser de olor y color extraño veían un enemigo natural; algunos
indios lo tomaron entonces por un miedoso, pero cambiaron de opinión ante los
episodios de los tatauros y la serpiente mapaná.
Mientras el niño convalecía en el
tambo, se fueron perdiendo el miedo mutuo y el negro se dio cuenta que los
animales entendían su voz y captaban los menores indicios de una salida a
cazar, y se sorprendió de su inteligencia en la búsqueda y el acoso, y pensó si
no serían personas distintas. Los indios tratan a los perros con cariño, y eso
aumentó el respeto que el negro sentía por ellos; les daba comida a manos
llenas, acostumbrado a la abundancia de su ciénaga, y un día, ante las risas de
todos, preguntó a su esposa si no podía enseñar a hablar a los perros igual que
le había enseñado a él.
Con las gallinas fue totalmente
distinto: cuando se dieron cuenta ya había matado una; la traía tan feliz que
les dio risa en vez de rabia, y la india le explicó con ternura que esos
animales no eran salvajes, sino que vivían en una casa especial para ellos, y
que cada día ponían un huevo para que los hombres se los comieran, y que al
final cuando eran viejas, también se comían. Eso de un pájaro que se dejaba
robar los huevos, y encima no sabía volar le pareció tan ridículo que comenzó a
reír a grandes gritos: "¡Estúpidos animales! ¡Estúpidos animales! Los
indios nunca habían considerado la cuestión desde ese punto de vista, y todos
rieron con el negro, dándose cuenta de que realmente son animales muy
estúpidos.
Muchas
veces el negro había observado los patos cimarrones, siempre alertas, o las
granes garzas blancas que pescaban en las orillas bajas de la ciénaga, pero
nunca pudo descubrir el nido de ninguna; el nacimiento de la primera pollada
fue un acontecimiento para él, desde que le avisaron porque el primer huevo se
movía, hasta que nació el último de quince pollitos azafranes y chillones; le
pareció un método de nacer más sencillo y afortunado que el doloroso parto de
las cerdas y los hombres; pero aun así, nunca llamó a las gallinas con el
hermoso nombre indígena de "eterre", sino con la palabra emberá que
significa "estúpidos animales". Competía con los niños en buscar los
huevos que las gallinas ponían a veces en
los sitios más insólitos, bajo la casa, entre las matas espinosas de los
lulos, y una vez el incesante piar le reveló una pollada que había sido
calentada en lo alto de un árbol hendido por el rayo por una gallina cocotera;
también le encantaba darles de comer, desde trocitos de caña muy picados, a
pescados "caga" que nadie come por la avidez con que se lanzan sobre los
excrementos, casi antes de caer al agua, y que el negro conseguía por docenas
cuando en el puertecito del tambo se entregaba a su pasatiempo favorito:
pescar. Un día los dos niños se mantuvieron reponiendo en los nidales una y
otra vez, los mismos huevos que el negro encontraba y traía a la casa, cada vez
más feliz con la puesta incesante, ante las burlas crecientes de todos por su
alegría infantil; en esas ocasiones juzgaban al negro como un estúpido, pero
inmediatamente preguntaba, por ejemplo, que era lo que sucedía dentro del huevo
cerrado cuando se ponía a hervir, y los indios se sorprendían ante la sabiduría
de esa pregunta que a ellos nunca se les había ocurrido: sabían que el huevo se
ponía duro, pero nunca se habían preguntado por qué. No era fácil entender a
ese hombre que aún mantenía viva su curiosidad de niño ante un mundo nuevo,
pero del que carecía de toda información.
No comments:
Post a Comment