Sunday, January 6, 2019

Capitulo 33- SOLO NUESTRA RAZA VIVIRA ENTRE NOSOTROS



33- SOLO NUESTRA RAZA VIVIRA ENTRE NOSOTROS

          

                   El cacique reunió a toda su raza en el tambo principal, y les habló con la luna a sus espaldas:
                   Al principio de los tiempos el Dios Padre y la Diosa Madre amasaron al hombre con maíz cocido, se amaron para darle vida, y lo colocaron sobre la tierra para que viviera en armonía con ella, y le  dijeron: "Tu alegría será nuestra alegría, tu risa nuestra alabanza; mientras recordéis nuestros nombres nosotros existiremos y nuestra sombra os velará como una madre a sus hijos". Y nuestra raza habitó la tierra de mar a mar, y fue feliz, y guardó la memoria de nuestros Dioses.
            Pero un día llegaron los hombres blancos para someternos por la fuerza; otros indios se entregaron. Nuestra raza penetró en las selvas. Perdimos nuestra tierra, pero conservamos nuestros Dioses, nuestra lengua y nuestra libertad, y donde estaba la selva volvimos a hacernos una nueva tierra.
            Llegaron entonces los negros. Venían huyendo de la esclavitud del blanco, pero como fueron numerosos ocuparon nuestras tierras. Y mi raza se internó entre las ciénagas para encontrar una nueva tierra. Muchas veces nuestra raza tuvo que abandonar sus tierras cultivadas e irse a tierras inhóspitas. Y nuestro número se fue reduciendo.
            Un día nuestros padres llegaron junto a estas tierras, y dijeron: "Estas serán para siempre nuestras tierras, y no las abandonaremos. Aquí nos enterraran a nosotros y aquí crecerán nuestros hijos". Y las defen­dieron de padres a hijos, y los blancos del otro lado del mar respetaron nuestra propiedad. Y mi raza vivió en paz, y se hizo un hogar en la selva.
            Un día llegaron los blancos a nuestra tierra; eran policías y soldados, y traían otras armas y una nueva bandera, y quisieron despojarnos de nuestras tierras en nombre de la Patria y el Gobierno. Cuando quisimos defender la tierra mataron a muchos de los nuestros, nos despojaron, y vendieron nuestra tierra a los blancos poderosos. Nos quedó entonces solo este pedazo de tierra que ahora poseemos, aquella que nadie quiso. Ya éramos solo un puñado, pero ya conocíamos los blancos y los negros, los policías y los inspectores, los curas y los soldados, la Patria y el Gobierno, la Ley y la Justicia, los comerciantes y los maestros, los liberales y los conservadores, los colonos ricos y los pobres, y nos juramos: "Nos quedaremos en esta tierra, en este último resto de aquella tierra nuestra que llegaba de mar a mar, y la defenderemos". Fue una lucha difícil, con armas y con papeles, en inspecciones y tribunales, en cárceles y trochas. Muchos de los nuestros han desaparecido en emboscadas y arrestos, pero esta es aún nuestra tierra, y nuestros hijos ríen en las mañanas para alegría de los Dioses.
            Y entonces llegaron los misioneros del gran país del norte. Ya no hablaban con la lengua del blanco, sino nuestra propia lengua, y sus palabras eran hermosas, pero desconfiábamos. Nos hablaron de un Dios bueno, nos regalaron ropa de blanco y herramientas, y leche para nuestros hijos y las mujeres que amamantaban. Los niños crecían grandes y fuertes, y confiamos en ellos, y ellos vivieron entre nosotros. Se llevaron muchos jóvenes con ellos a la ciudad, a aprender la sabiduría del hombre blanco. Ya las madres no amamantaban a sus hijos confiadas en la leche de los blancos; pero los blancos no mandaron más leche, y  muchos niños murieron. Y las mujeres que habían tomado la leche nunca más volvieron a tener hijos. Los jóvenes que volvieron hablaban como blancos, vestían como blancos, pensaban como blancos, y ya no eran más indios; se reían de nuestra ropa y nuestras costumbres, despreciaban nuestros Dioses, pero no sabían tejer una hamaca ni flechar un pescado; no querían vivir entre su raza, y prefirieron ir a la ciudad a ser sirvientes de los blancos. Nuestro número se redujo aún más. Éramos solo un puñado de viejos estériles, pero ya habíamos aprendido mucho; desde ese día nos juramos para siempre: "Solo nuestra raza vivirá entre nosotros"-.

            Los indios repiten, como una oración:     
            - Solo nuestra raza vivirá entre nosotros.     
            - Nunca un hombre extraño vivirá entre nosotros.     

            Los indios en un clamor unánime:     
            - Nunca un hombre extraño vivirá entre nosotros.     
            - Nuestra raza debe permanecer mientras el sol camine por el cielo.     
            - ....mientras el sol camine por el cielo.

            El cacique se vuelve hacia el negro que escucha cuidadosamente:      -
             -Tú eres nuestro amigo, pero ahora debes partir de entre nosotros. Si algún día nos necesitas, vuelve.

            Desde junto al negro se levanta su esposa para enfrentarse al cacique con un alarido:     
            - ¡Él es mi hombre! ¡El padre de mi hijo! ¡Me salvó la vida! Su sitio está aquí, entre los míos.

            El cacique la mira con amor. A través de ella ve todo el sufrimiento de las mujeres de su raza: las que murieron en el parto, las que se tragó la selva huyendo del invasor, las que destrozaron los soldados en las invasiones de sus tierras, las que murieron de hambre amamantando niños, las que aceptaron un hombre al que no amaban para que la raza tuviera sus hijos; ella siente ese amor que le llega desde los orígenes de su raza y tiene miedo de sus exigencias.
            -Si él se va ¿Dejaré a mis padres? ¿Mis hermanos de raza? ¿Abandonaré a mi hombre? ¿Al padre de mi hijo? Allí donde esté, siempre me faltará una parte de mí.

            Con su sabiduría de siglos el cacique lee en el fondo de la mujer.     
            - Tú aún no lo sabes, pero tu corazón ya ha decidido.

            Se vuelve al negro, que mira la escena como si nada le afectara.     
            - Debes partir. ¿A dónde irás? Si quieres volver al poblado, con tus hermanos de raza, nosotros te lle­varemos.
            - Iré a mi ciénaga, a mi isla, a mi casa bajo la ceiba.

            Atrae dulcemente a la mujer y la recuesta contra su pecho.
- Y ella vendrá conmigo.

            La india mira un instante al hombre con la intranquilidad de que quiere acariciar sus senos desnudos y hacerla el amor ante toda su raza; pero el hijo interpreta el gesto como la recuperación de un  juego largamente olvidado, y se lanza contra los dos gritando y con los brazos abiertos.     
            - ¡Volvemos a casa! ¡Volvemos a casa!

            El padre le recoge en el aire y le lanza riendo a lo alto. El niño sube y baja entre gritos de alborozo, agitando las manos como si volara. La india se escurre de su lado, buscando una soledad donde llorar su pena, pero se encuentra con la figura pétrea del cacique.     
            - Tengo que ir con él.     
            - Eres libre. Irás según tu deseo.     
            - Solo soy una débil mujer.     
            - Los hombres son débiles. Las mujeres son fuertes.     
            - El me necesita.     
            - Tu raza te necesita.     
            - Me salvó de la muerte, me dio casa y comida, viví con él.     
            - Eso es ayer, solo el mañana importa.     
            - Tenemos un hijo. Y ese es mi mañana.

            Los dos callan, igualmente derrotados. Es el cacique el que se despide.     
            - Partiréis al amanecer. Nosotros os acompañaremos hasta el pantano. 

            Señala la luna que comienza a salir.
            - Regresa junto a ellos. Esta será una larga noche.

            Solo cuando el cacique se ha ido la india puede al fin llorar. Llora por su madre, por su casa y por su río, por el indio joven que no la supo encontrar y los hijos indios que nunca tendrá; ahora llora con más pena, porque su madre es ya una anciana a la que no volverá a ver, y porque después de tantos años de añoranza volvió para volver a perderlo todo. Las lágrimas corren silenciosamente por sus mejillas, brillan en su pecho bajo la luna. Cuando las lágrimas se agotan se despoja de su anteá para bañarse desnuda en el río. Es otra vez el rito de purificación que debe limpiarla de su historia milenaria, de su cultura, de su raza, para no dejar en ella sino su esencia innombrada de mu­jer. En el frío húmedo de la noche tropical el agua soleada todo el día se siente cálida, tibia, acogedora. El agua lunar tiene su propio olor, un nuevo sonido, y la india se asombra de que tan diferente se ha vuelto su río en la noche.

            No vio el árbol que venía contra ella hasta tenerlo muy cerca; absorta en sus penas no la avisó el rasguñar de las ramas contra las orillas de la quebrada, el olor de savia de la madera herida, ni la negrura de los muñones de ramas y raíces contra el agua plateada de luna. Ella se quedó inmóvil, abandonada, viéndolo avanzar como una muerte insólita, resignada ante ese final nuevo que la libra del angustioso dolor de elegir. Quieta, silenciosa, pasiva, como si hubiera muerto hace ya miles de años, un cadáver dormido en su pena, recostada en el fondo de arena con una cobija de agua y encima el laberinto de ramas y raíces tronchadas como un reflejo de su vida.

            Pero antes de que la fuerza bruta de las ramas la toque, el joven indio se materializa en la luz lunar, penetra brincando en el agua, la agarra de un brazo haciéndola correr delante del tronco, ganando la batalla de velocidad al agua; y cuando se siente seguro de sí mismo la toma en brazos y la saca de la quebrada; ella se deja llevar, resignada a la idea de vivir como antes a la de morir. Él la reprende suavemente, entre besos y caricias. "India mala, querías dejarte morir, sin pensar en los que moriríamos de pena. Tantos años  esperándote, sufriendo y ahora que volviste no quieres quedarte conmigo; para ti construí la casa y planté el plátano y la yuca; esta es el agua y la tierra para nuestros hijos; nosotros la haremos producir con amor..."  La besa en los hombros, en el cuello, la muerde en los labios entre furioso y feliz; ella se deja hacer sin oponer resistencia, y él se enardece con sus propias caricias, sus besos le dan sed de besos, y termina por hacerla un amor acuciante, ansioso, desesperado, prolongado, huérfano, entre las arenas de la playa. Él indio pone en el amor angustia, ilusiones, años de espera, el temor del mañana, pero ella lo mira con ojos de pozo insondable que nada devuelven. Cuando él se pone en pie, tambaleándose como un ebrio, ella se pone silenciosamente su anteá y camina hacia el tambo donde Elombre duerme; lo encuentra sonriente, abrazado al niño en un sueño profundo y sin mañana, y le riñe con cansancio: "Hombre malo, otra vez me dejaste sola, yo te necesitaba, y tú no estabas allí, yo estaba muerta, y tú dormías..."

            El hombre la percibe sin acabar de despertarse, y con un gruñido gozoso la incorpora al centro del grupo. Él la abraza por delante; el chiquillo se siente empujado y se despierta:
            - ¡Mamá!

            Se abraza al grupo en un ramillete de brazos y piernas. La india sonríe un momento y luego se pone a sollozar mordiéndose los labios para que sus gemidos  no despierten a los dos seres queridos que la envuelven y la limitan.

            Partieron al amanecer, en una expedición tumultuosa. Los indios llenaron al negro de regalos; sus suegros le dieron un guacal con un gallo y tres gallinas; los dueños de otros tambos, machetes, hachas, un arpón de pesca, una atarraya. Una india joven, de aquellas que pusieron celosa a la esposa, se acercó para darle siete rojas parumas; luego, antes de que la mujer pudiera protestar por aquella intromisión, se volvió y le dio a ella un anteá tejido con tanto amor como el que ella se habría hecho para su boda con Elombre y también otras parumas para aquel niño que nunca pudo ser suyo. El cacique le entregó solemnemente la partida de bautismo del niño, en un frasco de vidrio cerrado herméticamente para ponerla a salvo de la humedad de la selva, las hormigas, las cucarachas,  y al zambo un recado de hacer fuego, igual a aquél con que el niño consiguiera el milagro de crearlo por primera vez; a la india la entregó un cuchillo tallado en chonta; a pesar de la dureza brillante de la madera era más una reliquia histórica y un objeto de lujo que algo útil, y ella lo recibió con un estremecimiento, no sabiendo si era un recuerdo permanente de sus tradiciones de india o el cuchillo que cortaba todos los vínculos pasados. Otra vez la mirada del cacique se hizo tierna.
            - Allí donde estés, eres una india.

            Ella lo sintió como un reproche.     
            - Mi corazón decidió por mí; pero allí donde esté, siempre estará roto.     
            - Como las plantas arrancadas que la creciente del río deja en la playa, también tú volverás a arraigar.

            A medida que una familia llegaba a su tambo se despedía silenciosamente. Cuando el río se hizo tan estrecho que la escasez de agua hacía la subida difícil solo quedaban con ellos los padres de la india, sus tres hermanos hombres, y el indio amante. La india se despidió de los dos ancianos en un silencio triste, con el presentimiento de la muerte cercana y ausente. Pero el negro y los dos hermanos mayores cargaron los regalos y comenzaron a caminar entre ruidos metálicos de machetes y la algarabía de las gallinas asustadas, y la india se vio obligada a seguirlos, sintiendo que las raíces de la soledad crecían en ella.

            Cuando la silueta de los viejos comienza a empequeñecerse en el fondo del túnel ardiente que los machetes abren en la vegetación, el zambo se da cuenta  de que el más pequeño de los hermanos, su compañero de juegos y aventuras, su amigo, el único amigo que iba a tener en la vida, se quedaba también con los ancianos, vuelve corriendo atrás para despedirse de él con lágrimas y abrazos, en una explosión de dolor. Los dos niños que nunca iban a volver a verse se entrelazan apretadamente, confundiendo sus lágrimas, prometen volver a reunirse para ir juntos a cazar iguanas, a bañarse en las agua de la quebrada, a ir juntos a buscar churimas y huevos de araña, a pescar juntos sardinas en el pozo. Cada uno ha vivido su propio mundo de angustia o esperanza, y la profundidad de ese dolor les sorprende. Es inútil llamar al zambo a gritos, y hace falta que el padre vuelva atrás sobre sus pasos, los separe a la fuerza, y se lo lleve de la mano. El zambo camina con los ojos cegados de lágrimas ardientes, y cuando puede mirar hacia atrás para despedirse por última vez, ya no ve a nadie.

            Los indios atravesaron la selva de árboles altos guiándose por indicios mínimos y recuerdos de sus partidas de caza, hasta llegar a la selva húmeda donde los árboles morían sofocados por los musgos y las orquídeas, entre serpientes de bejucos, lianas, filoendros salvajes y epifitas, y luego en la región fantasmagórica donde la tierra era un sango de detritus vegetales y el agua afloraba a cada huella de los pies hundidos, hasta que el piso se volvió tan acuoso que decidieron que ya era posible navegar por él, e hicieron una balsa donde acomodar las cargas. El negro la dio un empellón acuciante y comenzó a andar tras ella con el fango hasta la rodilla. La india y el zambo dieron un único paso y se detuvieron, mientras los dos hermanos y el indio amante les hacían un gesto de despedida.

            Ante la travesía de la ciénaga terrible la india vaciló, incapaz de afrontar nuevamente el horror; el hombre la sintió y regresó; cargó al niño sobre sus hombros, como una cadena con la que la arrastraba atada a él, y comenzó la travesía con una resolución imposible de romper; la india clavó los ojos en el suelo, se le venció la espalda, y se hundió en la sanguaza vegetal. Sus dos hermanos dieron media vuelta y comenzaron el regreso a su mundo, pero el indio amante permaneció inmóvil, clavado en un dolor que aumentaba con cada uno de los pasos dificultosos con que la india se alejaba.  

            Ella no pensaba en ninguno de los dos hombres, y su mundo empezaba y terminaba en cada una de sus huellas, atenta solo a mantener el equilibrio entre el lodo escurridizo. Resbaló y cayó cuando la podredumbre llegó a la altura de su sexo tierno, y sintió las larvas de la bilzaria horadando sus costados, los gusarapos del agua podrida escurriéndose entre sus senos, y a duras penas pudo ponerse en pie entre las nubes de mosquitos asfixiándola en el aire denso de vida hostil y los escarabajos de patas espinosas rasgando la piel para depositar en ella sus larvas carnívoras; acumuló en ese instante lúcido los tres días de pesadilla, sin sueño ni descanso, y escapó; sus sufrimientos anticipados, el recuerdo de su pérdida, cuando solo buscaba un lugar seco donde poder morir, la fatiga de la travesía anterior, todo ello fue más fuerte que la cadena del amor maternal. Miró al negro y al zambo que se alejaban y se sintió incapaz de llegar hasta ellos; ya no vio al esposo amante y al hijo que pariera solitaria entre dolores, sino dos personas que elegían una vida distinta a la suya, alejándose definitivamente. Entonces levantó la espalda quebrada, llenó los pulmones de un aire nuevo que nunca antes había experimentado, porque era el de la libertad de elegir su propio destino, vio al indio amante esperándola inmóvil en el suelo seco, y regresó.

            El hombre sintió a sus espaldas el detenerse de los pasos chapoteantes, la indecisión, y las ondas de  los pasos que se alejaban de él para siempre. Con una mirada rápida, casi sin volverse, la vio salir de la ciénaga, y el indio inmóvil se le clavó en los ojos como una revelación. Un gemido se formó en su garganta, pero se lo negó antes de que alcanzara al niño que volaba en sus espaldas entre nubes de mosquitos; en vez de gemir dio un empujón aún más potente a la balsa, y reafirmó con una voz dulce donde brillaba una fuerza tranquila:     
            - Volvemos a casa. Tú y yo.

            La india sintió sobre sus espaldas la mirada huérfana del hombre abandonado, se encogió como ante un golpe inminente y se tapó los oídos para no oír su grito de súplica y dolor. Pero el grito no llegó, y ella siguió avanzando, emergiendo cada vez más rápida a medida que el nivel bajaba, terminando en una carrera  gozosa, hasta asirse, como salvada, al indio amante que la esperaba ansioso. Permanecieron largo tiempo inmóviles y abrazados, a pesar de la voracidad de los mosquitos, sintiendo cada uno la solidez de la carne recién conquistada.     
            - ¡Volviste, mi amor, volviste!

            Pero no fue el amor, fue el miedo a la travesía de las ciénagas pantanosas, y ambos lo sabían.

            Cuando al fin la india deshizo el abrazo para mirar, la inmensidad de las aguas bajas aparecieron vacías, sin huellas del paso de Elombre, como si nunca nadie las hubiera cruzado desde el día en que los Dioses sacaron al mundo de su caos originario.

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