Saturday, January 5, 2019

34- LA TRAVESIA DE LA CIENAGA.


34- LA TRAVESIA DE LA CIENAGA.

            El niño soportó la travesía de la ciénaga mejor que el hombre; y sin embargo cuando alcanzaron el extremo final ya no era el afán de llegar lo que les  impulsaba, sino el temor de la muerte entre la hediondez de las aguas podridas. Ambos tenían la piel blanda y cocinada del calor y la humedad, las articulaciones deformadas y el cuerpo llagado. Cuando la balsa se varó definitivamente y el hombre tuvo que echarse los canastos a las espaldas sintió como la piel acuosa se le escurría a los lados y las cargaderas de corteza de chibugá se clavaban sobre la carne sangrante. Pero no se atrevió a dejar la carga abandonada, como si presintiera que también la vida del niño dependía de ella. Los dos volvieron a sentir el mismo temor al internarse en la selva alta, donde la maraña fragorosa no deja ver nunca la luz del sol, los dos gritaron con idéntico desespero cuando la picadura de la candelilla les quemo el cuello como una brasa, y sintieron la misma tentación de dormir para siempre en el nido del árbol donde la india se acurrucó para morir, que ambos reconocieron inmediatamente porque aún exhalaba el mismo olor tibio de mujer dormida. De allí en adelante el hombre no volvió a hablar, sino que caminó tan rápidamente como se lo permitían sus fuerzas agotadas y el estorbo de los canastos rotos, mientras que el niño se esforzaba dificultosamente en seguirle, hasta que repentinamente la vegetación se abrió y la inmensidad luminosa de su ciénaga los sumió en un tiempo y en un espacio distintos.

            Les costó encontrar lo que aún quedaba de su canoa. Los aguaceros torrenciales la habían hundido bajo una capa de algas, y un musgo suave recubría la  punta varada. Cuando el padre la movió para achicarla los corromás nadaron en todas direcciones, rallándoles la piel de los pies, y una familia de salamandras salió perezosamente de su interior, más sorprendida que asustada, porque no sabían que el hombre es el único ser que mata por placer. La canoa estaba tan entrapada de agua que se les quedaban pedazos de madera pulposa en la mano, y rezumaba tanta agua que parecía que el fondo estuviera agujereado. A duras penas consiguieron ponerla a flote y conducirla remando con ramas a falta de los canaletes que no pudieron encontrar. Les pareció tan insegura, tan a punto de desbaratarse como una papaya madura, que a los tres días amarraron troncos y empujaron la balsa con una larga pértiga como habían visto hacer a los indios, y ya nunca más la volvieron a usar.

            El techo macizo de hojas había resistido incólume todos los vientos, y las pilas de pescado seco y los arrumes de maíz y arroz, y los tasajos de carne seca como madera estaban en su lugar tal y como los dejaron, como si no hubieran regresado de otros mundos, sino de una salida de pesca, y ambos sintieron que habían vuelto a su ser. Se bañaron en la playa limpiándose el cuerpo de los sufrimientos acumulados, y subieron a la casa tan obsesionados por la idea de llegar que no se dieron cuenta de la hierba que había comenzado a crecer por todas partes, y cayeron dormidos sobre sus esteras como tantas veces antes. 

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