3- QUE SE QUEDEN ELLOS PARA MORIR
Desclava la palanca que sujeta el bote sobrecargado a la orilla, y se siente libre. El bote comienza a moverse perezosamente aguas abajo mientras él camina por el borde para irse a pilotearlo desde atrás. Y otra vez vuelve el miedo a inmovilizarle, porque una sombra negra se levanta frente a él.
- Padre, lléveme con usted.
El hombre alarga la mano, y el niño se encoge por costumbre. Pero esta vez la mano no golpea, sino que le levanta la cara que mantenía baja para verle en el resplandor del río, y luego le acaricia la cabeza. El niño se siente transportado de dicha: nunca antes el padre le había acariciado, ni le había hablado con cariño tampoco.
- Tú sí que te vienes conmigo, pelado.
El padre le tiende un canalete al niño para que sea el pequeño el que guíe desde la patilla: el niño no necesita preguntar, porque sabe muy bien cuáles son sus obligaciones; todavía, en esa noche de prodigios, el padre se vuelve a él para sonreírle.
- Nos vamos juntos, pelado. Que se queden ellos para morir.
El padre se hace adelante, en la punta de la canoa; la contiene, y la impulsa con un golpe enérgico de la palanca. Desde abajo el niño sentado lo mira con admiración, como a un dios gigante. Y suben Atrato arriba, en las aguas negras de la noche.
Al niño le gustaba ir a la finca con el padre; la finca era comida, abundancia. Él no le tenía miedo al trabajo, como otros pelados del pueblo, que preferían quedarse allí, en el hilo de casas encerrado entre el río y la selva, acechando en las cocinas algo que robar, o hacer mandados con la esperanza de que alguien les diera algo con que distraer el hambre. En la finca el padre le pondría a sembrar plátano, a desyerbar, a picar leña, a traer agua, a cuidar el fogón, a tumbar monte, a cavar zanjas; todo eso le gustaba, pero lo que más le gustaba era pescar. El niño se extasiaba mirando todas las cosas que el padre había echado en el bote; estaban todos los anzuelos con sus varas, y también la atarraya y el copo. Nunca el padre había puesto tantas cosas en el bote; seguramente iban para un tiempo largo, y tenía miedo de que se las robaran, ahora que su madre se había ido también y ya no tenía quien le cuidara la casa. Iba a tener muchos días para pescar, y hasta estaba el quinqué para mechonear y matar a golpe de machete los guacucos dormidos en la quebrada pedregosa de la finca. También ahora, piloteando la canoa y comiendo plátano maduro a escondidas, se siente feliz. Canaletear, picar monte, traer leña, sembrar, pescar, limpiar el pescado para ponerlo a secar al sol, todo le gustaba y lo hacía bien; al fin y al cabo era lo que había hecho desde que tuvo edad para recordar.
Cuando llegaron a la finca subieron apresuradamente; apenas dejaron atrás la cuesta fangosa del río, cuando en vez de descargar, el padre se puso a arrancar palmitas de chontaduro y mil pesos, colinos de plátanos recién sembrados, trozos de caña, arbolitos que el niño casi no veía y reconocía por el olor: limón, guayaba, naranjo, caimito, marañón...; subir y bajar por la cuesta fangosa y resbaladiza se convirtió en una pesadilla para el niño; mucho tiempo después, cuando estuviera solo, y no recordara tan siquiera las palabras para nombrarse él mismo, recordaría las imágenes de esa noche delirante en que su padre arrancaba hierbas de todas clases, furiosamente, como si estuviera loco, y se las daba en grandes brazadas para que las acomodara en la canoa; oía al padre gritar furioso cuando resbalaba al subir y tenía que volver a empezar la cuesta, y por deprisa que subiera ya el padre le estaba esperando con un nuevo manojo húmedo y pesado que le arañaba la tripa con las raíces; le dio incluso para que llevara montones de frutas podridas e inútiles que le dejaron los brazos llenos de gusanos viscosos; al fin el padre se detiene, le da unos bejucos largos, se sacude también los gusanos.
- Hay que darse prisa. Ayúdame a atar las cerdas. Luego podemos irnos.
Irse, ¿A dónde? El niño intenta buscar un sentido, pero no lo encuentra. ¿Acaso no se van a quedar en la finca? Pero no hace preguntas, sabe que no le está permitido hacerlas; y sigue al padre dócilmente.
Pero las cerdas ya no están. El padre encuentra las huellas de los animales y las siguen hasta el barranco fangoso. Allí, junto a ellas, se destaca la huella de un pie menudo al que le falta un dedo.
- Tu madre se las robó. Fue ella.
El niño conoce bien esa huella. Pusieron a su madre a cortar caña cuando era demasiado pequeña, y se cortó un dedo del pie con el machete. Desde ese día nunca pudo superar el miedo que le daban los machetes, ni fue capaz de cortar más caña, sino que le mandaba a él.
- No hace mucho que se fue.
Donde la canoa de la mujer estuvo varada, quedaron las huellas de la pelea de la mujer para atar las patas de las marranas. Luego casi no fue capaz de meterlas al bote. Las huellas de la palanca se destacan nítidas, subiendo aguas arriba en la playa de la finca.
- Date prisa. Tenemos que encontrarla.
- Si padre.
"Pensaba que su contraria me iba a hacer matar; también ella lo sabía, tampoco me avisó; me vino a robar; pero yo no estoy muerto, sigo siendo Elombre".
"Y si cree que estoy muerto, no se habrá escondido mucho. Ella no tiene fuerzas para arrastrar el bote fuera del agua, y yo la voy a encontrar; pero debo encontrarla antes de que amanezca".
- Tenemos que encontrarla antes de que amanezca.
- Si padre.
- Y cuando la encuentre la mato.
El niño asiente gravemente. Así es. Así debe ser.
Le vuelve a subir a la boca el mismo sabor amargo. Aquella era su mujer preferida, la más joven, la más fuerte, la más ardiente en el amor; le costó mucho doblegarla, después de que la poseyó en los huertos de yuca casi a la fuerza; poco a poco la fue conquistando, con regalos, con las palabras de amor que hay que decir para enamorar, y ella fue oponiendo cada vez menos resistencia cuando la arrastraba a la selva, y hasta aceptó como una prueba de amor la saña con que la perseguía; hasta que un día pudo poseerla en su propia casa, y ella se resignó a vivir con él. Después de tantas veces que la tuvo a la fuerza, de tantas noches que la amó calmadamente cuando el simulacro del amor se volvió una rutina, no quiere confesarse que ella había comenzado a ser una necesidad para él.
Y siente la amargura de tenerla que matar. Pero él es un hombre. Y así es, así debe ser.
Al niño le gustaba jugar con su mamá. Cuando se bañaban en el río se tiraban agua a los ojos, se zambullían para agarrarse de las piernas y tirar al otro. Y se iban juntos a pescar sardinas en la ciénaga de detrás del pueblo; o se hacían cosquillas sobre la estera donde dormían los dos cuando el padre no iba de noche a la casa; cuando el padre les veía así, se enfadaba y les pegaba a los dos; también la madre le pegaba cuando no había traído bastante agua, o bastante leña, o cuando le necesitaba para algún mandado y no le encontraba, o porque estaba furiosa cuando no había comida, o porque el padre le había pegado a ella. Ella era muy joven, y a veces era como si los dos tuvieran la misma edad.
"Mi madre me manda y me pega porque soy pequeño -el niño piensa sin palabras, con el corazón y la tripa vacíos. Pero si llego a grande, entonces yo tendré mujeres para mandarlas y pegarlas, y las daré hijos para que nos trabajen a ellas y a mí".
Y ese pensamiento le reconcilia con el mundo; el mundo tiene un orden, es bueno, está bien hecho.
Un bagre duerme en la orilla, medio enterrado en el fango y la palanca del padre lo espanta; el pez huye entre un reguero de lodo
- Estamos pendejeando, pelado. Ni ella ni nadie ha pasado ahorita por aquí.
El padre tiene un recuerdo, y cruzan a la otra orilla. En la playa por donde iban subiendo el agua era mansa, tranquila. Aquí las paredes son verticales y el agua corre rápida y revuelta. La palanca no alcanza al fondo, y el padre toma su canalete. El niño siente miedo, pero el padre lo apremia:
- Más rápido, pelado; vas dormido.
El niño tiene sueño y le duelen los brazos; el bote es demasiado pesado para remar contra corriente; y no entiende nada de lo que esa noche sucede; pero no dice nada, y rema más deprisa.
Hay una grieta vertical en la pared negra, el padre la señala y se dirigen a ella. Hay que pasar entre los troncos traicioneros que las crecientes acumulan en la orilla; entre ellos el agua silva y espumea; y los más peligrosos son aquellos que no se ven, medio tapados por el agua, o que suben rápidamente a la superficie desde el fondo de un remolino. El padre tantea los pasos con la palanca, y al fin entran entre las dos paredes. Es un caño tan estrecho que el bote tropieza en las dos orillas al mismo tiempo, y tan lleno de vegetación que los chuscales y nenúfares no les dejan avanzar. Pero al fin la han encontrado: el bote de ella está allí.
El hombre toma el machete en la mano y se interna por una trocha en el monte. Sus pasos no hacen ruido.
El niño dormita sentado. Sueña que su padre le ha dado una ración de plátano para que coma, pero aparece su madre con el machete en la mano y arrea los plátanos, hasta que se meten entre gruñidos en el bote. Ella se embarca y va aguas arriba. El grita: "Madre, tengo hambre. Dame algo de comer". Ella sonríe, se corta un dedo del pie con el machete, y se lo tira. El agua del río se tiñe de rojo.
Y entonces fue el grito: penetrante, agudo, terrible. Luego el silencio total. El niño se vuelve ciego intentando ver en la negrura de la selva; sordo intentando oír. Pero la luna se ha ocultado, y hasta los ruidos habituales de la selva: el croar de los sapos, el aullido de los monos, el zumbido de los insectos, han cesado. El niño se siente preso en un mundo de silencio y negrura, más aterrador que cualquier visión.
Transcurre un tiempo infinito antes que el padre vuelva. Coloca en la punta de la canoa una cerda sólidamente atada; no dice nada, y se pierde para volver con otra; y luego va trayendo las panas, las ollas, los totumos, el canalete y la palanca, la cuchara de servir, todas las cositas de aquella mujer que un día fue su madre.
Lo último que el hombre hace es desclavar la canoa de ella y echarla aguas abajo. Ven como el agua le arrastra velozmente, tropieza con las raíces que sobresalen de un tronco hundido, se atraviesa a la corriente, y el agua la inclina, la empuja contra el tronco, y la revienta en un montón de astillas minúsculas.
Reman febrilmente aguas abajo. Ahora el padre rema con el canalete de ella. De pronto se vuelve y le dice: - No maté a tu madre. Se desmayó cuando me vio-. El niño asiente seriamente, sin pena ni alegría.
Reman febriles, en el centro de la corriente. El hombre está obsesionado con la idea de pasar frente al pueblo antes de que amanezca. Cree que no lo va a conseguir, porque sobre el pueblo se levanta ya un resplandor rojizo que crece a medida que ellos se acercan. Pero el olor revela al padre la verdad, y empieza a reírse; el niño, a través de su cortina de sueño y cansancio, le mira sorprendido; nada tiene sentido esa noche, pero el padre está riendo, y él también ríe, ríen los dos, se contagian la risa mutuamente, se ríen de su propia risa. No es el sol naciente, es la casa de Elombre que arde. ¡La mejor casa del pueblo, la que todos envidiaban! Al hombre le duele la tripa de tanto reír.
El niño nunca había visto nada tan hermoso. Dos casas contiguas están ardiendo con llamas altas, luminosas, y por el cielo vuelan hojas encendidas, chispas y pavesas. Todo el río es un reflejo rojizo. Y todos los hombres del pueblo corren y gritan como en una fiesta.
Dos calles más abajo toman el caño que conduce a las grandes ciénagas; y aún están riendo.
La primera ciénaga el niño la conoce bien, es allí donde lavan la ropa las mujeres; allí iba con su madre a pescar sardinas. Una vez se prestó una champa y la recorrió solo, pero volvió pronto, por miedo a perderse, y cuando volvió lo azotaron. Ahora en la oscuridad le parece amenazadora, con el brillo de las casas ardiendo a sus espaldas. La segunda ciénaga le es desconocida, intrincada, con islas de chascarrá espinoso que hay que rodear; la tercera es despejada, sin nada que sobresalga, y tan grande que le da miedo cuando empiezan a cruzarla y no se ven las orillas.
El hombre va orientándose por inicios: la silueta de un árbol, la densidad de las matas flotantes, el olor del agua. El amanecer les sorprende en un universo de vegetación acústica, moscas y sapos. Avanzan sin ruido, lentamente. Para romper la monotonía el niño se divierte aplastando los bulbos aéreos de las buchonas que explotan con un ruido brusco; luego las tira al agua rojiza donde se hunden. El hombre en cambio rema preocupado entre ese agua demasiado igual, donde es fácil perder el rumbo y pasar días y días perdido: a cada momento mira atrás para ver si es realmente recta la línea tenue que traza el bote al apartar las plantas. Cuando al fin las buchonas escasean y aparece una hilera de rayonas, el hombre sonríe satisfecho, porque son señal de corriente, y endereza su rumbo en ellas.
El niño reconoce el lugar en las historias nocturnas de miedo, en noches de brujas y espantos:
"Y cuando acabes de cruzar la ciénaga más grande, encontrarás el caño por donde bota. Allí vive. Es un animal enorme, con garras de tigre, cuerpo de zaino, cola de alacrán, cabeza y cachos de vaca. Cuando se emberraca sorbe agua y traga gente. Una vez un blanco quiso pasar por allí en un bote grande de sacar madera: el Animal se le escondió como pa' que el blanco se le confiara; el blanco se reía de nosotros:
- Vean, ¿Dónde es que está su Animal?
- Allá 'ta, don blanco, allá 'ta.
- ¿Dónde 'ta que no lo veo?
- Allá 'ta, don blanco, allá 'ta.
- Véngase pues conmigo, que vamo' a pasa'.
- Yo no voy, don blanco, que allí 'ta.
Y el blanco se fue él solito en su bote grande de cargar madera con su menco motor, y nosotros nos quedamos en la orilla y le gritábamos:
- No vaya, don blanco, que allí 'ta.
Y el blanco que se vuelve a decirnos.
- Vean que no 'ta, vean que no 'ta.
Cuando en eso se le sale el Animal adelantito de él, y en dos zarpazos le deshace el bote y le agarra de las patas con dos morros abultados que tiene y comienza a sorbérsele desde las patas con la boca mueca que tiene, apretándole mucho pa' hacerle echar las tripas por la boca, porque los animales no pueden pasar las tripas, y el pobre blanco no era sino chilingueando y gritando: - Ayúdenme, que aquí 'ta, ayúdenme, que aquí 'ta.
Pero nosotros, ayuda ¿de dónde?, así que se lo tragó de una, y desde entonces nadie ha vuelto a pasar por allí.
-¿Nadie, abuelo?-
- Nadie"
El niño ha visto esos animales; están donde dos brazos del Atrato se juntan, o después de una curva muy fuerte, donde el agua se pone a voltear para arriba; pero algunos están en el centro de la corriente, y esos son los peores, los que se llevan las champas hasta el fondo y ponen a voltear las lanchas grandes; y él sabe que ese Animal es el más grande, el más terrible de todos.
El hombre rema lentamente, con todos los sentidos alerta, porque él también tiene miedo. Pero espera ver el animal a lo lejos, y entonces buscar la orilla, estudiarle el paso para metérsele por un ladito donde el animal no se dé cuenta. O tal vez el animal ya no esté allí, se haya ido a vivir a otro sitio, aburrido de no ver gente.
Ya van bien dentro del caño, y nada sucede. Hay tierra en las orillas -auténtica tierra, y no sólo lodo y troncos podridos, como en otros bordes de caño-, y grupos de palmas zanconas marcan el borde de la inundación. Si la tierra sigue subiendo ha encontrado el refugio perfecto, el sitio donde nunca nadie se atreverá a ir a buscarlo. Elegirá una tierra alta, que nunca se anegue; parará allí su rancho, y sembrará. Cuando las cerdas paran engordará la cría con maíz y chontaduro; entonces saldrá a otro pueblo en el Atrato, no al suyo, y cambiará un marrano por sal, fósforos, pilas para la linterna y ropa; si ya pasó el peligro, si no hay miedo ni odio entre los hombres, volverá a vivir en su pueblo, si no, buscará una muchacha que se vaya a vivir con él, y volverá a su rancho secreto, en la Ciénaga del Animal.
Haciendo planes Elombre se siente feliz, otra vez hay un futuro, una esperanza; y soñando, después de una noche de pesadilla, se amodorra bajo el sol.
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