Friday, January 18, 2019

Capítulo 23. TU HIJO VA A MORIR

Capítulo 23.
TU HIJO VA A MORIR
Durante tres años la india amamantó al zambo. Solo cuando el niño hablaba un emberá fluido y remaba con habilidad por la superficie ardiente de la ciénaga, ella lo destetó, untándose en el pezón una amarguísima poción de hierbas machacadas. Esa noche, cuando el hombre la besó en los senos, tuvo que salir corriendo a enjuagarse la boca entre arcadas de asco. Ella se reía como una niña.
Por esos tiempos el bote ya comenzaba a pudrirse en los bordes, volviéndose una masa viscosa que soltaba agua al apretarla, y el techo de la casa tenía ya goteras. La india hubiera querido quitar toda la hoja podrida del techo, y sustituirla por nuevas hojas de cabecinegro tejidas, según la costumbre de su raza; pero ante el miedo y la inseguridad con que el hombre se movía por el tremedal pantanoso ella renunció a su intento, y se limitó a tejer largas esteras que extendió desde el caballete hacia los aleros, hasta cubrir todo el techo con una capa de hojas nuevas. Cada año al llegar la época más seca, volvió a hacerlo, hasta que el techo se puso tan pesado que fue necesario reforzar las vigas. Repetía con ello, sin saberlo, una tradición de aquellos antepasados suyos que año tras año recubrían sus pirámides, hasta lograr la pirámide más alta del mundo. El bote, demasiado complicado para que ninguno de los dos lo arreglara o hiciera otro, siguió deshaciéndose lentamente.
El tiempo fue pasando sin más marcas que las desapariciones sangrantes de la mujer en la luna llena. Un día el hombre vio al niño pescando bajo el gran árbol, tan exacto a como se recordaba él mismo al cumplir los siete años, que llamó a la mujer y la dijo solemnemente:
- Mira, el niño ha vuelto.
Pero ella no podía comprenderle.
Aquel buen tiempo que parecía fluir incesante bajo el sol ardiente del mediodía y el aguacero del atardecer llegó a su fin bruscamente, cuando en medio del trabajo de tumbar maleza, el niño dejó caer su machete y se puso a tiritar con el ardor helado de la fiebre. Durante tres días el niño siguió semiinconsciente, mientras la madre intentaba en vano reanimarle con caldos de pescado y el padre rondaba alrededor sin ser capaz de hacer nada útil. Al amanecer del cuarto día el niño se despertó y encontró que la tierra volvía a ser firme y el aire diáfano como si acabara de ser creado. Mientras la mujer dormía con sueño agotado y el hombre con inconsciente despreocupación, el niño realizó el rito de pescar y asar el pescado. El hombre despertó y lo vio comiendo con hambre feroz, se puso a cantar: "Bueno, bueno, bueno", pero la mujer se preocupó más porque reconoció los síntomas del paludismo; toda la semana estuvo atiborrando al niño de comida, haciéndole dormir, y bañarse solo al atardecer, en espera de un nuevo ataque.
Cuando se presentó lo hizo en forma distinta, con una sudadera incesante y vómitos, y el cuerpo se le puso inconsistente, blando como el de un alevín recién sacado del agua. Los ataques no acabaron el tercer día, sino que siguieron ocasionalmente por dos días más, hasta que la debilidad sumió al niño en un letargo abotargado del que solo salía al anochecer con el frescor del aguacero, para volver a dormir con un sueño delirante e inquieto. La madre se dio cuenta que el niño no sobreviviría un tercer ataque, y tomó la determinación de decírselo al hombre. Fue una tarea difícil, porque aunque el hombre, en ocho años de convivencia con ella había aprendido suficiente emberá como para nombrar todos los objetos de la casa y describir las acciones más comunes, no tenía en su mente ni un solo concepto abstracto, y aunque había matado ya muchos cerdos no entendía que un hombre podía morir. La muerte de los cerdos, que ahora realizaba con precisión de un único hachazo en la cabeza le parecía un rito mágico por el que un animal se convertía en carne buena para comer, y no conocía ninguna forma de muerte que no fuera violenta. Así que la india necesitó de toda su ternura y paciencia para explicarle al negro que el niño cada vez se iba a mover menos, como un pescado fuera del agua, hasta quedarse rígido y quieto, y entonces ya no respiraría, y estaría muerto para siempre; como él no comprendiera volvió a explicarle que el niño tenía dentro un demonio malo que iba a matarle, igual que el mataba a los cerdos. Elombre no entendía nada de demonios, pero comprendió que su hijo se iba a convertir en carne buena para comer, y gritó asustado:
- ¡Pero nosotros no nos le comeremos! -No, no nos le comeremos -Volvió a explicar la madre-, pero tendremos que abrir un hueco profundo en la tierra y meterle allí, y taparle con la tierra, porque se llenará de moscas y olerá mal, y se le pudrirá la carne, y solo quedarán los huesos.
El hombre dijo que no iba a dejar que metiera a su hijo en un hueco, porque allí no habría luz, ni aire, ni comida, y no se podría mover, y estaría solo y lloraría en las noches de tristeza; que él lo bañaría para que no oliera mal, y le espantaría las moscas, y le cantaría al oído canciones alegres para que no estuviera triste ni se sintiera solo. La india vio que el hombre no había entendido, y volvió a explicarle todo desde el principio, con ejemplos de hojas que se caían al suelo y se pudrían, peces que flotaban hinchados en el agua caliente de la ciénaga, hasta que el hombre se puso a llorar silenciosamente con una tristeza que ella nunca le había conocido, y entonces supo que al fin había comprendido qué era la muerte. Entonces siguió explicándole que más allá de la ciénaga de aguas limpias, atravesando tierras pantanosas y terribles donde el sol no penetraba y el aire escocía de mosquitos, había otra vez tierras buenas, y en ellas vivían hombres y mujeres como ella, que tenían los secretos para curar la enfermedad del niño y evitar que muriera. El hombre se quedó tan silen¬cioso que ella pensó que no había entendido, y comenzó a explicarse nuevamente, pero él la interrumpió.
- ¿Dónde?
- Allí. -La india señalo el lugar donde el sol salía-
- Vamos.
Pero ella le explicó que era mejor que salieran al amanecer, porque tendrían que caminar sin dormir siete días y siete noches, y que deberían llevar agua y comida. Temblaba de miedo y angustia al pensar en la difícil travesía, pero el amor de madre le dio fuerzas para comenzarla. Así que al amanecer pusieron en el bote dos grandes calabazas llenas de agua, y se pusieron ropas que les defendieran de los mosquitos, y cargaron más carne de la que podrían comer, porque la mujer tenía el orgullo de llegar a los suyos con un buen regalo. En el momento de embarcar el hombre retrocedía y añadió a la hoguera los troncos que tenía almacenados para semanas, para asegurarse de que estuviera viva cuando los tres regresaran.
La travesía fue aún más dura para el hombre que para la india; acostumbrado a moverse por los caminos del agua era torpe en su pisada, y se dejaba sorprender por las ramas espinosas; la mujer caminaba adelante, con una cesta sujeta por correas de corteza de chibugá a los hombros y la cabeza; ella habría la trocha, y el hombre la seguía con el hijo en los brazos; la estatura de gigante del negro era un obstáculo en la maraña del bosque, pero en la travesía del pantano fue una ventaja; bajo la dirección de la india formó una balsa en la que acomodó al niño y la comida; preocupada por mantener un rumbo recto hacia el sol naciente se metieron en aguas profundas en las que la mujer tuvo que encaramarse a la balsa, mientras el hombre empujaba con apenas los hombros fuera del tremedal. Ante el desespero del hombre por llegar, ella se limitaba a señalar el rumbo correcto:
- Allí, allí; sigue, sigue.
Cuando el agua bajó a la cintura del negro ella empujó la balsa para que el hombre agotado pudiera dormir, hasta que se quedó pegada en el légamo. Siguieron caminando, hundiéndose hasta las rodi¬llas, y ella animaba al hombre con una seguridad fingida.
- Cerca, cerca; sigue.
Ambos caminaban con obstinación animal, no solo por salvar la vida del niño que ya había dejado de comer, y cada vez se movía menos, sino por su propia vida; la madre mantenía al niño cubierto con una cobija para defenderle del húmedo frío tropical de la noche, y de los insectos durante el día, y le metía en la boca tragos de agua y pedazos de carne seca que ella había masticado largo rato para volverlos blandos.
Cuando llegaron a un arroyo cristalino ya la carne permanecía en la boca del niño sin que él la tragara, y el agua se le escurría por el borde de los labios sin que fuera capaz de beberla. La india se arrodilló a beberla a grandes tragos, porque hacía dos días que no bebía, y cuando se hubo saciado bebió lentamente, paladeándola, y luego volvió a beber en comunión, porque aquel agua era el agua en que su madre la baño al nacer, la que había bebido desde niña, la única que podía apagar la sed profunda que guardaba en el pecho desde el día en que se perdió buscando bejucos para un indio joven que iba a construir su casa.

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