Wednesday, January 23, 2019

CAPITULO 2- PERO, ¿Y SI VIENEN?

2-    PERO, ¿Y SI VIENEN?

            - Pero, ¿Y si vienen?

            Los pensamientos del hombre son desesperados. Hasta ayer pensaba en el pueblo como un espacio gozoso donde él reinaba. Hoy es una cárcel.


            El pueblo era aún tan pequeño que ni nombre tenía. Delante el río, detrás la selva de orillas pantanosas, alrededor la selva oscura, húmeda, ardiente, intransitable. El pueblo se recorre en un momento: veinte casas con techo de hoja y paredes de corteza de palma; frente a ellas unos metros de tierra limpia de grama, el patio de las casas, defensa contra mosquitos y serpientes; el río es como una parte del patio de las casas, parte de la vida, límite y camino. En la parte trasera de las casas, donde las cocinas, se alinean los huertecitos de las mujeres: en el suelo crecen yucas que les sirven de escondite para sus necesidades o encuentros furtivos; sobre estacones que les liberan de la humedad excesiva, canoas abandonadas, con tierra de hormiguero manteniendo cebolla de rama y manojo de cilantros;

 unos pasos más allá, la tierra rezuma agua al pisarla, y la ciénaga de bordes inciertos se avisa. Hacia el norte, en la dirección en que el río corre, una estrecha trocha continúa la única calle que forman los patios, que termina en un muro de verdor junto a la última casa. La trocha cruza primero por un tronco, un terreno bajo, siempre lodoso, por donde corre el agua en las crecientes; sigue junto al borde del río hasta que las rojas palmas de Cristo y las cruces de madera  anuncian el espacio sagrado de un cementerio que existía ya mucho antes de que los primeros negros cimarrones llegaran huyendo de la esclavitud en las minas de oro, y cuentan que en él, existen guacas donde los caciques indios se hicieron enterrar en vida con sus riquezas para librarlas de la rapacidad de los conquistadores españoles y los piratas ingleses; aseguran también que en la noche del Viernes Santo, los entierros arden, despidiendo una luz verdosa que guía hacía las riquezas al que quiera sacarlos, pero nadie se atreve en la  noche a acercarse al cementerio por temor a ser atrapado por las ánimas que viven allí. Desde allí, la trocha se hace aún más angosta, hasta llegar a una casa miserable  donde vive un viejo con una hija que apenas empieza a jovencear. Más allá, sólo el río es camino. 

Delante el rio, detrás la selva
 -   Pero, ¿Y si vienen?

            Sin darse cuenta el hombre ha recorrido todo el espacio del pueblo, la hilera de casas termina bruscamente, y la selva comienza. Camina ahora en dirección contraria.
            El miedo se le sube a la cabeza como una borrachera. "Vendrán y matarán a los hombres, las mujeres y los niños; los matarán en la cuna y en el vientre de la madre; los cadáveres se pudrirán en el sol de la calle, y los comerán los perros y los gallinazos".

            Camina lentamente entre los charcos de la calle que el sol hace hervir en burbujas de metano. El gran río se desliza lentamente a su izquierda, lentamente, en silencio, incansable, socavando poco a poco los patios de las casas, disolviéndolo todo. Tiene un agua terrosa que deja un fondo de arcilla cuando se posa para beberla. Seis niños se bañan desnudos en el río, chapotean, se zambullen, gritan de placer.
"Cuando les disparen irán flotando boca arriba hasta la palizada; las babillas les comen primero el sexo, la nariz y las orejas; los cangrejos les hacen galerías y se los comen desde dentro, poco a poco". Los cangrejos como el río, no tienen prisa. La tierra del cementerio es blanda porqué está  hueca, toda llena de galerías de cangrejos; los cangrejos no se comen porque uno no sabe a quién se estará comiendo.

            El sol le aturde; se ahoga en su propio sudor; pero el miedo le sostiene, le hace caminar hasta la muralla impenetrable de la selva, y otra vez las casas, los huertecitos de yuca, la ciénaga, el río. El pueblo es un estrecho hilo de vida, prisionero entre el río y la ciénaga. El río es Dios. 



            Un grupo de mujeres lava ropa en las aguas rojas de la ciénaga, arrodilladas, las nalgas prominentes templan los vestidos, los  senos tiemblan con los golpes del manduco; Elombre las mira con codicia; él es el deseado, el dominador de las mujeres, el rey en los bailes nocturnos cuando la música termina, comienza la fiesta de la carne y los huertecitos de yuca se pueblan de suspiros. Una mujer canta mientras el brazo airoso golpea al ritmo: La vida del boga en el rio es una vida mortal; en la corriente palanca, en los mansos a remar”. Otra más joven mira a Elombre de soslayo, y contesta: “Negro que convida a blanco es que no tiene calzones; la negra guisa comida, el blanco va y se la come”.

            Elombre infla el pecho para hacer resaltar sus músculos poderosos, y se dirige hacia ella; lanza una mirada temerosa hacía el río, como temiendo ver ya la lancha de los asesinos, y cuando vuelve a ver a la mujer, todo ha cambiado; ya no es una mujer, es una muerta la que canta, unos huesos descarnados los que agitan el manduco, una quijada seca modulando.
"Cuando intenten huir, se atorarán en el fango de la ciénaga; las matarán una por una, sin prisas, dis­frutando de la cacería". Las mujeres ahogadas flotan boca abajo, las sardinas les comen los ojos abiertos, y los quícharos les arrancan los senos a mordiscos.

            Suda de calor y de angustia; sudan las palmas de las manos, el pecho, los labios; siente pegajosos los sobacos como si acabara de hacer el amor.
"Y luego prenderán fuego al pueblo; el pueblo arderá durante tres días, hasta que solo queden los estacones humeantes de trúntago; vendrá otra vez la selva, los micos y las serpientes, y el pueblo no habrá existido nunca".

            Y decide irse de allí. Él no se quedará esperando que vayan a matarlo, estúpidamente, cruzado de brazos.
"Mientras esté vivo, no me dejaré matar". No quiere confesarse que tiene miedo, no sólo de los asesinos que pueden venir en cualquier momento, sino de los otros hombres del pueblo; le matarán a traición, temiendo que haya entregado el pueblo a los liberales o a los conservadores, o porque ha sido el dominador del pueblo desde su juventud y tiene la mejor casa, la mejor canoa, las mejores cerdas y las mejores mujeres del pueblo; o simplemente porque es más fácil matarle a él que luchar contra los asesinos y sus fusiles.

            Se sienta en el corredor de su casa, recibe la frescura de la sombra como un golpe, se quita la camisa para secarse el sudor. Llama a uno de los niños que salen del río desnudo, brillando al sol la piel mojada y bruñida.     
            - Dile a tu madre que venga. Cuando caiga el sol nos iremos para la finca.

            El niño salió corriendo.

            Empieza a llenar sistemáticamente su canoa con todo lo que hay en la casa.
"Me iré, y me llevaré todo lo que es mío: mis cerdas y mis mujeres, y la barra de hierro, los machetes, las ollas y las panas, y el hacha y la atarraya, y no dejaré nada, nada, ni un plátano colgando en la guasca".

            Acomoda primero las cosas grandes protegiéndolas del agua con una estiba de palos; primero un cajoncito donde guarda las cosas importantes: secretos escritos para combatir el mal de ojo y la picada de culebras, su partida de bautismo, una estampa de una virgen irreconocible bajo manchas de cera, la ropa de los domingos, monedas viejas y billetes de un peso, una libra de clavos. Tras un momento de vacilación vacía el pilón de afrecho y lo coloca en el fondo, y sigue cargando su bote, y no deja nada en la casa, ni una olla, ni un totumo, ni un plátano colgado en la guasca.

            Escondido entre las cocinas de las casas un hombre canta, deformando la voz para que no lo reconozca:
            “Al que se robó el pilón, y la piedra de amolar, yo no lo llamo ladrón, sino verraco p’alzar”
            Elombre tiembla de ira. Siente deseos de ir a buscarlo, darle una paliza con el plano de su machete por la burla. Ayer lo hubiera hecho. Hoy ya no. No es un hombre, es un pueblo, su pueblo contra él.

            Un niño pasa caminando frente a él. Elombre le llama:
            - Dile a tu madre que venga. Cuando caiga el sol nos iremos a la finca.

            El niño asiente con la cabeza y sigue caminando.
"Cuando salga, botaré la tierra del fogón, y prenderé un fuego grande, para que las llamas se brinquen hasta el techo, y se incendien las vigas, y se queme hasta la chonta de las paredes". Siente un temblor de admiración por los cuatro estacones de trúntago de las esquinas, porque ni siquiera el fuego puede nada contra ellos. Cuando el pueblo no haya existido nunca, aún podrá saberse donde estuvo, porque pasarán mil años y los estacones de trúntago continuarán allí, erguidos hasta el fin del tiempo. "Cuando  una casa se quema, huyen del techo ratas y alacranes que estaban escondidos. Eso les dejaré, ratas y alacranes”.

            Es tiempo seco; el sol se ha puesto bruscamente, y el aguacero aún no se anuncia. Elombre piensa que el techo seco arderá mejor y sonríe con maldad; pero las mujeres aún no han llegado, y eso le intranquiliza. Acaricia suavemente su nombre en la cacha del machete, y se va a buscarlas.

            El pueblo está extrañamente desierto y callado, como si todos durmieran. Pero él sabe que en cada rendija dos ojos le espían.

            Entra en la casa de su mujer furtivamente, por detrás, avisado por un presagio lúgubre, sin importarle meter los pies descalzos en los charcos del agua podrida que botan de la cocina. Se estremece: en  la casa no hay nada; ni una olla, ni un totumo, ni un plátano colgado en la guasca. El fogón está frío, y una serpiente se enrosca en sus patas.

            Era la más joven de sus mujeres, la más fuerte, la más ardiente en el amor; ahora se ha ido, y se ha llevado todo con ella. Elombre da media vuelta y sale como una sombra de sí mismo, en busca de la otra mujer. La noche es negra.
           
            - ¿Y si no viene?     
            - Vendrá.

            Le  alertó el olor acre del fogón apagado con agua; por eso no entró, sino que está inmóvil, esperando, sin atreverse siquiera  a oxear las nubes de zancudos que le sangran las manos y la cara. Ahora oye los susurros.     
            - ¡Ojala que venga pronto!     
            - Ya debe de estar por entrarse. Y entonces....
            Le sube un sabor amargo a la boca. Reconoce la voz de su mujer: no importa quién sea el otro hombre, su rival oculto, el que se la quitó, el que le espera con el machete levantado para matarle apenas su silueta se marque en el contraluz de la puerta. Quien le está engañando no es un hombre, es todo el pueblo, los que les avisaron para que apagaran el fuego con agua y matarle como un ciego cuando entrara en la oscuridad de la casa con los ojos acostumbrados al resplandor del río, los que cubrieron la fuga de su otra mujer, los que supieron la traición y se la ocultaron, felices de verle humillado, de que alguien se atreviera a lo que ellos nunca pudieron.

            Está solo, siempre ha estado solo en el pueblo del temor y la envidia. Hace una luna apenas, y se habría arrastrado silenciosamente hasta saltar sobre su contrario, le habría cortado de un golpe el brazo del machete, le habría castrado, y todo el pueblo se reiría de su rival, y le admiraría a él, Elombre, el hombre que no se dejaba quitar una mujer; luego la daría a la mujer una paliza  con el plano del machete hasta que ella le pidiera perdón, y volviera a trabajar para él, y a acostarse con él; él la mantendría humillada un tiempo, y luego la perdonaría, porque al fin y al cabo era una mujer, sólo una mujer, y era mejor tenerla viva que matarla.

            Inclina la cabeza vencido, y se aleja de esa casa y esa mujer que fue suya. Sólo quiere irse, lejos, muy lejos, allí donde nadie le conozca, donde no haya miedo ni traiciones. Es mejor alejarse, huir, donde no le vean, donde no le encuentren. ¿Pero dónde?

            Camina furtivamente por los sembrados, entre la hilera de casas y la ciénaga; entra como un ladrón en su propia casa. Ahora, vacía de todo y llena de sombras, parece más grande. Prende un fósforo. Fue la casa más grande del pueblo; allí vino a morir su  madre, y la velaron nueve noches. La hizo él cuando jovenceó y tuvo edad para tomar mujer, para salirse de casa de sus padres. La hizo grande, como todo lo que él hacía, y fue la mejor casa de este pueblo.

            La cerilla le quema los dedos; la deja caer, y prende en los capachos de maíz seco, en las astillas de guásimo blanco, en las ramas de pichindé. En el fogón está toda la leña que tenía para una semana, y los pedazos de su mesa y su silla que ha destrozado como un rito del nunca volver, y hasta pedazos de tabla que ha arrancado del suelo. Las llamas se elevan altas y brillantes; cuando se den cuenta será tarde, y el hombre sonríe. Sí, era una casa grande, una buena casa, la mejor casa, y a muchos les hubiera gustado tenerla; pero todo lo que tendrán serán las ratas y los alacranes del techo.

            Y el hombre sale.

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