Thursday, January 10, 2019

CAPITULO 30-NO DEJEN QUE ME MATE OTRA VEZ


30-NO DEJEN QUE ME MATE OTRA VEZ


            Elombre paseaba feliz por el poblado negro. Todo le llamaba la atención y le hacía reír: las casas increíblemente juntas, con paredes y puertas que aprisionaban el aire y la vida; los caballetes minúsculos, obra de hombres que se saben de paso, gente de aluvión; se burla de la cocina casi sin leña, surtidas por las mismas mujeres en las palizadas ocasionales que las crecidas del río dejan; señala con el dedo los hombres vestidos con camisa y pantalones, tubos inútiles que impiden nadar bien cuando caen al agua; una muchacha se baña con calzones y brasier; y él comenta entre risotadas y gritos:     
            - Vean, está loca, es cochina, se baña vestida.

            Viene de la libertad, y no puede entender que los cuerpos gozosos se encierren en una cárcel de ropa. 


Él se baña desnudo cada mañana, ajeno a las  miradas de los habitantes del pueblo, a los insultos de los hombres y a la curiosidad admirada de las mujeres.


            Un grupo de chiquillos le sigue allí donde va, riéndose de él, gritándole, burlándose, él los ignora, como si fueran monos de los que a veces se acercan a la arboleda junto al tambo indio.

            Una panga pasa haciendo un ruido estridente; es una embarcación de aluminio que el motor fuera de borda  hace deslizar casi por encima del agua. Aquello admira a Elombre más que ninguna otra cosa.     
            - Es como un pato cuando empieza a volar.

            El oleaje que el bote produce le asusta al llegar a la orilla; se retira del borde del agua, entre burlas de los muchachos a quien la vida en el pueblo condena al aburrimiento; la panga ya se pierde a lo lejos. Conversa con una india que ha acudido presurosa a llenar una pana de agua antes de que el oleaje la llene de barro en las orillas.     
            - Iba muy deprisa.     
            - Si; es un motor, y es de un blanco.      
            - No lo vi. ¿Era blanco?     
            - Sí.     
            - ¿Blanco como el cura?     
            - Sí.     
            -¿Se le quemaba la casa?     
            - No.     
            -¿Para que corría tanto?     
            - Los blancos viajan así. Corren mucho. Llegan pronto.
            - ¿Y qué hacen cuando llegan? ¿Pescan?     
            - No. No hacen nada. Mandan. Son blancos.

            El negro se queda pensando que a esa velocidad no se pueden ver los peces en las orillas, ni los micos y  los pájaros en los árboles. Al fin resume sus reflexiones:
            - Deben estar locos.

            La india no contesta, y se va con el agua. Elombre se queda absorto junto al gran río, con una inmovilidad de estatua mientras se detalla las ondas,  los remolinos de las curvas, los dibujos circulares del agua que resurge del fondo. El Atrato le obsesiona desde el día en que la canoa india dobló bruscamente una esquina de verdor y el río enorme apareció ante él; el agua pasa, igual y distinta, silenciosa, pero trasluce una fuerza profunda y aterradora.

            El negro siente sobre el hombro el apoyo de una mano amiga. Es el cacique.     
            - Pasa y pasa desde el principio de los tiempos, y nunca dejará de pasar. Los hombres morimos y los pueblos se queman y el agua se lleva sus cenizas; pero el río sigue pasando, y seguirá pasando cuando ya no queden hombres para verlo pasar.

            Los dos hombres contemplan el agua en silencio: es la vida que pasa ante ellos. Luego se lleva al negro a la casa de la vieja loca donde las mujeres comienzan a repartir la comida.

            La vieja loca lo mira con espanto al entrar, con la mirada fija de su ojo ausente; él la mira con la curiosidad con que mira todo, pero no puede reconocerla, porque no hay nada común entre ese deshecho del tiempo y esa niña que una vez fue su madre. Ella lanza un grito pavoroso, y corre a refugiarse detrás de un grupo de mujeres.     
            - ¡Es Elombre! ¡Es Elombre otra vez!

            Se deja caer de rodillas, levantando los brazos al cielo.
            - ¡No dejen que me mate otra vez!

            El negro no entiende las palabras, pero el grito pavoroso levanta en su memoria la intranquilidad de un recuerdo vago.

            Una anciana emberá lo interroga con curiosidad:     
            - ¿Tú la mataste?     
            - No sé. No la recuerdo.

            La anciana tranquiliza a la loca.     
            - No tengas miedo. Elombre es bueno. Él no te conoce. No va a hacerte daño.

            La presencia de Elombre atemoriza a la loca que no se atreve a acercarse a la olla comunal de comida; la india anciana se encarga de servirla plátano y pescado en un totumo, y se queda charlando animadamente con ella mientras ambas comen. En un momento pregunta sorprendida al negro:     
            - ¿Es cierto que tú también te moriste?

            La pregunta sorprende al hombre, pero no le interesa; él solo sabe que hoy está vivo y hambriento, y que el bocachico es sabroso, pero tuna. La historia empieza mañana.     
            - No sé. No recuerdo.

            Viéndole tan ajeno, la madre ne­gra se atreve a la pregunta que  la atormenta; la emberá traduce:     
            - ¿Dónde está mi hijo?  Era un niño pequeño, era mi hijo, y tú te lo llevaste a la Ciénaga del Remolino ¿Dónde está?

            Elombre recuerda sin poner mucho cuidado:     
            - Había un niño en la ciénaga...  Estaba solo y esperaba algo...  era feliz pescando bajo la ceiba... pero un día yo estaba allí, solo, y él no estaba más.     
            - Tal vez se fue a alguna otra parte. No sé, no recuerdo. Tal vez algún día vuelva aquí. No sé.

            La vieja india, que en la noche oye los pasos furtivos de la muerte acechándola, le hace su propia pregunta:     
            - ¿Cómo hiciste tu para resucitar?     
            - No sé. No recuerdo.

            La india anciana se queda decepcionada. La vieja loca, con amargura:     
            - Yo tuve que volverme loca para olvidar y poder vivir, y él ha olvidado todo...     
            - Los hombres felices no tienen recuerdos... y es tan difícil vivir después de saber que más allá no hay nada...

            Elombre está desmigando cuidadosamente su bocachico, no las oye tan siquiera.

            Después del almuerzo el cura comenzó a asentar las partidas para los bautizos de la tarde. Empezó cuidadosamente, ante un hombre que parecía ser siempre el mismo con distintas mujeres, y luego la misma mujer con distintos hombres, y los mismos hombres y mujeres con distintos chiquillos y padrinos; descubrió que ninguno de ellos estaba casado, porque el matrimonio no tiene cabida en la cultura chocoana, sino que es vicio de blancos. Descubrió también que todos ellos tenían numerosos hijos, porque aunque todos ellos pasen hambre, enfermedades y miseria, no dudan de que la vida sea el mayor de los bienes, y que aún en esas condiciones la vida es mejor que la nada y no piensan en impedir que sus hijos vivan. Poco a poco se fue cansando de esos nombres y apellidos constantemente repetidos, de esos "no sé, Padre", al preguntar por fechas y lugares de nacimiento, o incluso por padres o abuelos. El nombre de un padre no pudo nunca ser averiguado, porque acababa de llegar esa mañana, y en la borrachera colectiva de un baile nocturno se quedó dormido en la cama de una muchacha con la que acababa de hacer el amor; allí los encontró el padre a la mañana siguiente, abrazados y desnudos, y de un golpe de machete le tajó el cuello de oreja a oreja y se quedó riendo viendo correr a la hija desnuda despertada bruscamente por el surtidor caliente de la sangre. Ni la hija ni nadie en el pueblo supo nunca como se llamaba el muerto, ni de dónde venía, ni a dónde iba, ni por qué se había detenido en el pueblo, ni si alguien le esperaba allí donde fuera, ni como cometió la imprudencia de quedarse dormido en cama ajena; cada vez que contaban la historia, todos, incluso la muchacha se reían a carcajadas, y al final el padrino resumió el sentimiento general. "Ah bueno que lo mató: por pendejo". La bulla trajo a los monaguillos, quienes al enterarse del problema le recordaron al curita novato que estaba meando fuera del tiesto, porque de todas maneras la ley prohibía anotar el nombre del padre, así estuviera presente, si la pareja no estaba casada, y allí nadie lo estaba; pero los hombres, que conocían el valor civil de la partida de bautismo insistieron en que de todas maneras les tenía que anotar, porque al final ese era el papel que valía, y el cura temeroso de que los machetes salieran de las vainas accedió prontamente.

            Otro problema se presentó cuando al preguntar a un hombre el nombre de la madre él contestó orgullosamente:     
            - Pues Linda.

            Otra vez fue un monaguillo quien resolvió la situación con sabiduría ancestral:     
            - De más que se llama María, porque todas las mujeres se llaman María.

            A partir de ese momento el cura siguió colocando el nombre de María o José ante cualquier otro inverosímil: Maria Linda, María Triste, José Coroncoro, María Lavandera, José Güigarro, José Cusumbo, María Chilacó...

            Cuando llegaron los cholos el cura estaba ya más que cansado de asentar partidas, pero siguió en su puesto ante la atracción morbosa de los pechos desnudos; distraídamente flotando en su sensualidad oculta, gozando más de la sensación de pecado que de la carne libre, asentó las partidas de treinta y dos indios nacidos en Guaguandó, y un zambo nacido en la Ciénaga del Remolino: José Cusumbo, el hijo de Elombre.

            Apenas asentó esas partidas confió el talonario a uno de los monaguillos, y fue a agacharse una vez más en el huertecito de yuca antes de principiar el rito bautismal en el marco de una misa solemne con música de pianola; pero la algarabía de los niños que de pronto se ven en brazos de unos padrinos para ellos desconocidos es tal, y tantos los movimientos de hombres y mujeres "venga, hágase pa' ca, que uste' es mi padrino"; "pues me toca irme con ustedes, porque también es el mío"; "y a todo esto ¿Dónde está el niño que vamos a bautizar?", que finalmente terminó por suprimir la misa empezada que nadie oía, y limitarse a bautizar y confirmar en la forma más sencilla que la liturgia lo permitía; el buen orden duró unos instantes porque al momento llegaron grupos compactos de gente que acababan de desembarcar, y pedían a gritos que recomenzaran para incluir a sus hijos en el rito, y el cura se vio obligado a recomenzar, entre las protestas de quienes ya estaban antes y querían acabar de una vez  con esa vaina; al momento hubo que llamar a gritos a otros que se habían ido mientras los recién llegados eran bautizados, y se armaban disputas entre quienes exigían que el cura siguiera adelante para acabar con los suyos, y quienes querían que esperara por los suyos; a todo esto aún seguía llegando gente en canoa, y el monaguillo de las partidas, cansado del trabajo monótono de escritorio, pasó el talonario a una muchacha del pueblo que afirma saber leer y escribir, y acude a establecer turnos; la muchacha de las partidas se cansa enseguida, y cede el puesto a un hombre que terminó la primaria en Tutunendo, y las instrucciones van pasando de boca en boca, y van perdiendo su sentido, hasta que las últimas partidas tienen confundidos los nombres de los padres y padrinos, y el cura aparece como padre y abuelo en la mayoría de ellas; pero él no se da cuenta, porque la situación le sobrepasa cada vez más, y mientras pone oleos, instruye en las respuestas "diga volo" "volo", bautiza, confirma niños de pecho, bendice agua que no le dura nada porque se la roban para hacer remedios para la garganta, lo único que piensa es en que dejen de empujarlo, de llamarlo, tirarle de las mangas para que ponga crisma aquí, óleo allá, haga aquí la vaina esa de la vela, que se nos pasó antes, confirme bien este niño, que pa' mí que quedó mal confirmado porque llora mucho, vea, bautice este niño de una, que yo soy el padrino pero me tengo que ir; la mayor desolación le llega cuando una niña de cuatro años a la que acaba de bautizar le mira fijamente y le grita:     
            - ¿Vos pa' que mojás mi cabeza, hijo 'e puta!

            Con las primeras sombras alguien hace sonar una  pachanga, y el cura se queda solo y sudoroso: es la hora del baile, del aguardiente donde todo se diluye, del caos original donde el tiempo gastado acaba y las personas salen de la orgía colectiva cargadas de fuerzas nuevas, estrenando un mundo recién creado.

Ahora que el bololó ha terminado los indios se reúnen entre ellos; han sido los únicos que han asistido al rito silenciosos, con dignidad de dioses; Elombre, en cambio, no pudo resistir tanta bulla, se fue lejos, y asistió temeroso a las manipulaciones que el cura blanco hizo sobre su hijo. El niño tampoco entendió nada, pero sabía que esa magia alejaría de él diablos, serpientes y enfermedades. Cuando todo ha pasado, el padre lo recupera.
            - Ven, vamos a pescar.

            En el tambo de la loca el cacique pone en orden las treinta y tres partidas de bautismo, y las indias se disponen a cocinar y piden leña a los hombres; el negro se les ha adelantado; un tronco enorme baja en ese momento por el río; y él se lanza al agua a cogerlo; lo alcanza nadando, se sienta encima evitando los muñones de las ramas y raíces desgajadas, y lo lleva a la orilla con largos golpes de canalete; cuando el agua va allegarle a la cintura se sumerge bajo el tronco y realiza la proeza increíble de cargárselo a la espalda; sube lentamente por la cuesta lodosa, hundiéndose en el fango hasta las rodillas por el peso excesivo, pero no suelta la carga; cuando llega a la calle los negros han salido de sus casas para ver el prodigio de fuerza; es la leyenda que vuelve a pasar ante sus ojos. Un viejo comenta con voz temblorosa "Es un muan".

            Elombre arroja la carga haciéndola volar sobre su cabeza; le gusta sentir el golpe de la caída, el temblor de la tierra azotada; los negros se estremecen con el estruendo; le miran con asombro, y algunas mujeres con codicia. Elombre realizó la proeza para él mismo, y camina entre las miradas sin sentirlas: también a él la música le llama.

            El cura le mira distraído pasar mientras se balancea en la hamaca, sin pensar que ambos están irremediablemente condenados a chocar, porque él es el hijo de la Ley, y Elombre lo es de la Naturaleza y la Libertad.


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