Thursday, January 17, 2019

Capítulo 24 LOS INDIOS DE GUAGUANDÓ

Capítulo 24 LOS INDIOS DE GUAGUANDÓ

- ¿Y qué pasó entonces, padre? 
            - Siga, padre, siga.

            El padre calla un momento. Prende un tabaco en la llama del candil; ahúma los mosquitos que vuelan alrededor; los chiquillos le apremian.     
            - Pero siga pues, padre.     
            - Y entonces ¿Qué?     
            - Pues así fue que el negro y la india se encontraron con los indios.     
            - ¿Y se alegraron mucho?     
            - Los indios sí; el negro tuvo miedo.     
            - ¿Y por qué padre?     
            - Porque el negro no conocía indios.     
            - ¿Y qué indios eran, padre?     
            - Los indios de Guaguandó.   




 Publico las únicas fotos que tengo con los emberás del Guaguandó. 

             - ¿Y los indios de Guaguandó son buenos?     
            - Los indios de la selva son buenos.     
            - ¿Y cuáles son los indios malos?     
            - Los que andan fuera de la selva.     
            - ¿Y por qué son malos?     
            - Porque le aprenden al blanco.     
            - ¿Y los indios de Guaguandó no conocen blanco?     
            - En veces, cuando el gobierno les manda maestro, ellos ven blanco.     
            - ¿Y entonces van a la escuela?     
            - No, se van de allí y no vuelven hasta que el maestro blanco se ha ido.     
            - ¿Y por qué se van?     
            - Porque ellos no quieren maestro blanco.     
            - Y entonces ¿Pa' que les mandan ma­estro blanco?     
            - Pa' que dejen de ser brutos.     
            - ¿Y no matan al maestro?     
            - No, los indios de Guaguandó no matan.     
            - ¿Y roban?     
            - No, nunca roban.     
            - ¿Y trabajan?     
            - Uuh, ellos trabajan mucho, cultivan plátano y maíz, y crían marranos, y cazan y pescan con anzuelos y hierbas que duermen a los peces, y sacan madera, y crían gallinas, y tallan canoas y pilones, y tejen telas. Ellos es mucho lo que trabajan.     
            - ¿Y no huelen maluco?     
            - Los indios del Guaguandó son muy limpios.     
            - ¿Y saben leer?     
            - Ellos aprenden con otros indios.     
            - ¿Y no pelean?     
            - No, ellos no pelean.     
            - ¿Oíste?, y entonces ¿Por qué son brutos?     
            - Porque son indios.     
            - ¡Ah, claro!

            El niño mira distraídamente el fino rejo de tres puntas que el padre mantiene colgado de la pared como una permanente amenaza; es también un artefacto mágico que mantiene alejados de las casa brujas y diablos; las espaldas que le arden le impulsan a una nueva pregunta:     
            - ¿Los indios dan rejo a los niños?     
            - No.     
            - ¿Y por qué los libres sí que dan rejo a los niños? 
            - Porque a ellos también les azotó su padre.

            La voz del padre es ahora agresiva; tal vez también recuerda con rencor los latigazos antiguos, o siente que el hijo se revela contra la ley.     
            - ¿Y a los padres de ellos?
            El padre grita: -El amo blanco les azotó cuando ellos eran esclavos-.     

            El niño calla atemorizado, pero piensa: "¡Qué bueno ser bruto!". Otro niño interviene, an­sioso de saber el final de la historia:     
            - ¿y el zambo se murió?      

            Bajaron caminando por el arroyo, adelante la india con ansía febril. Cada vez la selva era menos densa, con trochas de cazadores de zainos, y lugares de cultivo abandonados. 

El tambo apareció entre las matas de plátano; los padres y los tres hermanos la vieron llegar y descargar la pesada taza, inmóviles, sin efusiones de alegría, sin abrazos ni gritos, porque todo ello es ajeno a su cultura. Cuando apareció el negro con el niño entre los brazos la hicieron una única pregunta.     
-   ¿Quién es él?     

            La india bajo los ojos para contes­tar.     
            - Es mi marido. Vamos para el tambo del cacique.

            Cuando el negro acabó de llegar, ya los botes estaban en el agua. El negro miraba a los indios, tan parecidos entre sí, todos con la tira larga de la roja paruma entre las piernas cortas, el mismo color dorado, el mismo pelo lacio, los mismo ojos rasgados; entre todos su mujer destacaba por sus viejas ropas de blanco, pero cuando en el camino hacia el tambo del cacique ella volvió a vestirse su rojo anteá, el negro sintió que se le había perdido entre las otras mujeres que la acompañaban.

            Los tambos del Guaguandó están alejados; cada indio necesita una gran extensión de tierras, selvas clareadas donde rotan sus cultivos, selva virgen donde cazan, caños donde pescan; tierras que para el gobierno de los blancos son salvajes y sobre las que da títulos de propiedad a cualquier blanco que los solicite, mientras que los indios, pese a los títulos legales heredados de los españoles, son relegados a tierras malsanas, en un exterminio silencioso y eficaz. En la subida de la quebrada los tambos de otros indios aparecen en los lugares altos, donde la inundación no alcanza, todos viéndoles llegar inmóviles, y añadiendo sus botes a la procesión en una manifestación de solidaridad en la que expresan los sentimientos que no pueden gritar.

            El cacique-chamán los esperaba, alertado por el vuelo asustado de los patos salvajes; estaba en pie, con su gran paruma roja, el saquito de yopo terciado al costado por un cordón, y un alto bastón de chonta tallada. En los aleros de la casa estaban las cabezas colmilludas de más de sesenta zainos que el cacique había cazado, y el negro prorrumpió en gritos de admiración llamando a su india ante esa maravilla; los otros indios sonrieron halagados ante tanta admiración por la maestría cazadora de su cacique, y descubrieron que ese negro que hasta entonces miraba todo con silenciosa intensidad hablaba su idioma; pero la india, con el apremio clavado en el alma, subió rápidamente los escalones tallados en el barro, y luego en un grueso tronco; inmediatamente el negro la siguió con el hijo agonizante entre los brazos, porque en ese mundo de hombres extraños al que acababa de llegar perder el contacto físico con su india le angustiaba. El cacique no necesitó preguntar, e inmediatamente extendió al niño en el centro del tambo e hizo sentar a los padres junto a su cabeza, y comenzó a recitar una salmodia interminable, monótona y monocorde, de un ritmo isócrono casi hipnótico; mientras encendió a los lados del niño dos fuegos con hierbas desinfectantes; el humo acre tomó en sus vueltas informes la forma del demonio que poseía al niño, y el champa aspiró entonces yopo por la nariz hasta que vomitó y le salió una masa mucosa y espesa por las fosas nasales, y cayó en convulsiones y luego en una inmovilidad rígida, como de cocodrilo dormido. En un susurro la india explicó al negro que el cacique estaba en realidad bajo la tierra, luchando con el diablo; ellos le vieron sudar por cada poro en el esfuerzo inmenso de la pelea, hasta que levantó y le dio también yopo al negro; entonces el negro vio asombrado como el cacique se elevaba volando hasta el cielo, allí por donde el sol camina, y luego bajar a la selva más profunda, para recoger las hierbas, cortezas, lianas y raíces que habrían de curar definitivamente al niño. Luego el mismo negro se elevó tan alto como la luna, y desde allí arriba vio los tambos de los indios junto a la quebrada cristalina, la pesadilla fangosa de la ciénaga que acababan de atravesar y el espacio amplio y brillante de las aguas claras donde la ceiba gigante cobijaba su hogar, y el fuego prendido brillando como una estrella; descubrió que la ceiba no terminaba allá en la cúspide verde, sino que se continuaba más arriba por unas ramas transparentes que nunca antes había podido ver, para sostener con ella la bóveda celeste, y trató de subir por ellas para encontrar ese dios que una vez había herido la vagina sangrante de su esposa, pero el cuerpo se le fue volviendo otra vez pesado, hasta que la fuerza de la tierra lo aplastó contra el piso del tambo indio, y le sujetó allí sin que se pudiera mover.

            Despertó de la droga cuando el cacique le estaba dando al niño una infusión de corteza de quino, tan amarga que cualquier demonio que quedara en el cuerpo del niño saldría huyendo para no soportarla. Ya le había dado otra para bajarle la fiebre, y para ellos dos tenía preparado un baño antibiótico que curaría las heridas de la caminada en la selva y la picadura de los insectos. El negro se despojó de toda su ropa para vertérselo en medio del tambo, ante los indios que le miraban con más extrañeza que malicia, mientras la india se escondía en el platanal. Regresó no solo aliviada, sino peinada y bienoliente, con todo el cuerpo cubierto de dibujos rojos y negros de achote y genipa, con una corte de indias jóvenes, curiosas de ver la reacción del negro; él la miró con tanta extrañeza, casi sin poderla distinguir entre las indias idénticas a ella, que todas se rieron; luego le tomaron a él, y entre risas y gritos de asombro le pusieron la roja paruma de los indios, y quisieron pintarle con las hierbas antisépticas, mientras él se dejaba hacer con sonrisa de bobo feliz; su piel negra opacaba los colores, y las jóvenes alborotadas le dejaron por imposible cuando ya la esposa comenzaba a tener celos del juego. Al fondo, el rostro tallado en piedra del cacique, observaba la escena en silencio.

            En la noche la india contó a su pueblo los detalles de su odisea: el ataque de las hormigas, el laberinto en la selva, el cruce de los pantanos, el tronco sobre la ciénaga, el encuentro con un hombre que vivía solo y no sabía  hablar. Cuando terminó los hermanos de la india dieron gracias al negro con golpecitos amistosos en la espalda.
            - Te buscamos durante siete días. Te lloramos por muerta.

            Como cada vez que alguien vuelve a la casa después de una larga ausencia comenzaron las noticias de nacimientos y bodas, las anécdotas festivas, las preguntas temerosas por los viejos. El pueblo se ha reunido y es noche de fiesta colectiva; circulan calabazas de chicha dulce, ligeramente alcoholizada, que aún mantiene su dulce sabor, un trago de otra fuertemente fermentada le quema la boca y le hace escupir entre las risas de todos; las mujeres cuidan en la cocina grandes pailas donde hierve la carne seca que la india trajo. Una flauta de cañas deja oír su sonido arcaico; un tambor de madera pone un ritmo reiterativo; los hombres bailan solos, en una rueda de pasos menudos; tras un momento de vacilación el negro se une al redondel de danzantes; está borracho, y su cuerpo exuberante se adapta con dificultad a la lentitud solemne del rito. Cuando la luna llena anida en el cielo vuelve lleno de besos y caricias a buscar a su mujer, pero las indias le empujan fuera, entre risas y gritos.     
-   Baila, hombre, baila.     

            Elombre se va compungido: su mujer está ahora más unida con las otras mujeres que con él mismo; a cada momento siente que la pierde.

            En la rueda de los danzantes ya no hay sitio para él. Los hombres danzan en un círculo concéntrico al fuego. Cada uno abrazando a los lados los hombros de un compañero de raza; ante el negro pasan las espaldas redondas y las parumas rojas de los indios. Clavados en el fuerte espíritu del fuego ni siquiera ven al negro entre las sombras. Se queda afuera, rechazado por las mujeres e ignorado por los hombres, y baila su propia  epopeya: miradas  tristes y huidizas en el pueblo negro, donde todo es del hombre adulto, casa, tierra, mujeres, hijos; plenitud de la ciénaga, el hombre baila sin miedo ahora, solo como siempre estuvo; fuerza fluida del canalete, baile de manos y cintura sobre los pies flexibles, ríos fluidos en los brazos, torrente del tronco; ritmo del desbroce en la selva, arabesco del machete, semicírculos de la mano que esparce la semilla, brazos que se proyectan armados; ritmo del juego en el agua, cuando el cuerpo vence su propio peso, vuelos arriba y abajo del seno líquido; ritmo de caza, pies ágiles persiguiendo la guagua, manos que apartan las ramas, tronco que se agacha bajo el tronco caído, pies que brincan raíces; ritmo del aguacero crepuscular, lluvia de pasos, fluido que todo lo penetra y vivifica; ritmo del amor, manos que recorren los caminos de la piel desnuda, pies que se enlazan, cintura que se quiebra, movimientos de pelvis; el baile que empezó con temor se ha ido liberando; ya no baila con el tambor y la flauta, sino con el viento de la selva, con los latidos de su propio corazón. De pronto se para y emite un grito desgarrador, ávido, agudo y prolongado, de agonía triste, de soledad profunda, de animal en celo; la música cesa y todos se quedan inmóviles; desde la selva lejana contesta el roncar de los caimanes y el maullido de los ocelotes lanzados al celo; el hombre repite con ellos su grito de soledad y deseo en un coto tumultuoso y salvaje. La india reconoce el grito, y siente pena del negro. Se acerca a él, le acaricia el pecho, le lleva de la mano hacia la soledad de la selva.                  
            - Mi hombre, mi hombre bueno, mi marido, mi amante, mi niño, mi hermano perdido en la selva, dejaste tu casa, tu bote, tu isla, tu ceiba, tu fuego, tu ciénaga, tu pescado, tu carne y tu maíz, y te viniste conmigo. No estés solo, ya no llores, yo estoy contigo, siempre estaré contigo, no tengas miedo, nunca más estarás solo.

            Los indios han vuelto a bailar; las mujeres a su charla de guacamayas alborotadas. Solo un indio joven los mira temblando de ansiedad mientras se internan en el colino; siente sobre su hombre la mano amiga de alguien que comparte su pena. Se vuelve despacio, y se miran fijamente; la mirada del cacique parece venir desde muy lejos, desde los comienzos de la raza.


            El negro y su esposa amanecieron junto al hijo enfermo, saciados de amor. 

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