Wednesday, January 23, 2019

CAPITULO 9- ES MEJOR HUIR.

9- ES MEJOR HUIR.

            Al día siguiente volvieron a sembrar. Pero la siembra era ya un quehacer descansado. El niño sentía crecer las raíces bajo sus pies, las hojas tiernas le acariciaban los muslos, y sonreía de gozo.

            Elombre trabajaba metódicamente, cada vez más callado. Y cuando al fin recogieron una cosecha de maíz que se había secado en la mata sin que se dieran cuenta, fue cuando pareció despertarse. Acumularon las mazorcas atadas de dos en dos, sobre largos varales colocados en el techo poderoso que resistió sin doblarse esa abundancia excesiva que hubiera tumbado una casa normal, y ordenaron en grandes montones el que no les cupo, y comenzaron a desgranarlo hasta que les dolieron las uñas. Hubo que tejer grandes cestas que se quedaron en los rincones, estrechando la casa; al anochecer el padre hundía sus manos en los granos de oro, los dejaba caer en cascadas sonoras y fruncía el ceño.

            El hombre recordaba otros días de cosecha, con las tinajas rebosantes de guaro y chicha, las mujeres afanadas moliendo el maíz, y los bailes nocturnos de la abundancia, donde él, Elombre, se perdía en la selva con una mujer para volver luego al baile, hasta que se perdiera con otra, temblorosa de amor o de miedo. Pero ahora... ¿Dónde estaban esas cinturas que se curvaban bajo su empuje, esos senos henchidos, esos muslos de agua, esos vientres que el hendía con un susurro de hojas rasgadas? Acariciaba el maíz y sentía ansias de enredar los dedos nudosos en el vello rizado de la mujer; veía crecer el plátano, y era su propio sexo el que crecía, sin encontrar una tierra que lo cobijara; se encontró añorando a la mujer que lo robó y una noche despertó en un charco de semen espeso después de que en sueños violara a la que le quiso matar. Bajo el sol tropical su cuerpo era una brasa que todo el agua de la ciénaga no era capaz de apagar.

            Y luego aquel silencio. Hasta los ruidos de la selva llegaban amortiguados a su isla. Hasta el viento se había vuelto indeciso; pasaba sobre los árboles más altos sin atreverse siquiera a mecerlos, sin arrancar un gemido en las hojas. La planicie de la ciénaga le desesperaba; bajo ese espejo los pescados pasaban rápidos, se amaban, se devoraban y morían, pero ningún ruido llegaba hasta él. En la noche sentía el escalofrío del caimán nadando entre la tiniebla; los ocelotes caían sobre las manadas de tatauros. Pero de esas tragedias habituales, ningún ruido llegaba hasta él.

            Y la falta de alcohol; el alcohol, que le hubiera permitido olvidar por un momento que su espalda se encorvaba y que algún día moriría; el alcohol que le hacía sentirse blanco, rico y eterno.

            Por su mente ronda un pensamiento sin palabras, una obsesión que no se atreve a confesarse. Y una desesperación que le hace huir de él.

            Y una mañana el niño se despertó sobresaltado por los fuertes hachazos del padre, que tallaba una champa en el palo robusto de un chibugá.
Canoas talladas
          Aquello no tenía sentido; el padre no le había llamado a que le preparara el desayuno, ni le había mandado a trabajar en la deshierba, ni tan siquiera a desgranar maíz. 

            El niño lo mira silenciosamente. Pero el padre parecía estar más allá de su alcance, encerrado en su pensamiento obsesivo. Al fin se encogió de hombros, asó un pescado seco sobre las brasas, frió unas rodajas de maíz cocinado, colocó todo sobre una hoja de plátano y lo dejó junto al padre, en el borde mismo de esa burbuja de silencio que parecía envolverle. Luego, antes de comer él mismo, se desnuda y se baña entre gritos, gozando la libertad inesperada. Sale del agua con el cuerpo chorreante, brillando al sol. El padre lo ve salir e interrumpe un instante su trabajo; luego su ritmo se hace más rápido. El niño pesca.

            El niño pescó y pescó hasta que el sol se puso y  la oscuridad naciente le alertó que había descuidado sus obligaciones; presurosamente asó cuatro pescados grandes, dejó dos sobre la hoja de plátano que el padre  había vaciado sin que el niño percibiera una pausa en los golpes, y enseguida se acostó a dormir. Lo último que el niño pudo percibir, antes de que el sueño lo envolviera en su negrura, fueron los golpes que el padre descargaba, vacilantes por la falta de luz.

            No hablaron palabra durante la semana demencial que duró la talla de la champa. El padre parecía vivir sólo para servir a esa grieta que se alargaba consumiendo el centro del palo, se extendía hacía los bordes, tomaba vida propia para explorar cada veta, haciendo saltar grandes lajas de madera rojiza; luego el hombre fue afinando el palo por fuera, reduciéndolo a una sutil astilla que envolvía el reposo de la grieta. Era inútil que el niño lo hablara; las palabras rebotaban contra esa burbuja que lo rodeaba, y en cuyo centro El hombre se ahogaba braceando en un universo de alcohol, música y mujeres.

             El segundo día el niño puso el pescado y el maíz fritos en la misma hoja de plátano y pescó y pescó hasta la caída del sol; el tercer día el niño puso el pescado y el maíz en la misma hoja marchita de plátano, en cuyo alrededor zumbaban enjambres de moscas, y pescó y pescó hasta la caída de la noche. Pero al cuarto día, poseído de una súbita determinación, se embarcó en el bote. Volvió gozoso al caer la tarde, cargado de limones y papas maduras, de zapotes y badeas. Las arrumó junto al padre, y se tumbó a dormir, mecido en un universo de abundancia.

            En la exploración del quinto día, el niño descubrió en una isla minúscula una selva de tomates. Los frutos habían madurado, se habían podrido en la mata, y habían vuelto a germinar sin que ellos se dieran cuenta de este proceso de vida que habían iniciado. Sólo entonces, el niño se dio cuenta de que en la pesadilla de la siembra no podía recordar que islas estaban sembradas y cuáles no, ni qué habían puesto en cada una, y que ante el extrañamiento del padre, como si se hubiera vuelto loco, era él quien iba a tomar posesión de esa riqueza desconocida. El niño caminaba con cuidado entre las plantitas tiernas, hacía trochas entre los tomates-enredaderas, las tomateras-árboles, las tomateras-bejucos, aplastando con el pie el suelo vivo y rojizo, los tomates-hierba, los tomates-helechos, sin poder evitar matar plantas que apenas comienzan a nacer; volvió al atardecer con el bote lleno de frutos rojos, los pies rojos, la boca chorreando jugo rojo, y se sentó junto al padre a seguir comiendo, hasta que le rindió el sueño.

            Al amanecer del sexto día, tuvo una súbita revelación:
            - ¡Padre, las cerdas!

            El hombre volvió lentamente de su sueño profundo, se restregó los ojos hechos a no ver sino la madera, y volvió a vivir la realidad. Vio el fuego que humeaba entre montones de cenizas, el pescado secándose, la casa hecha para la eternidad, y se enojó de su propia estupidez. Él no se quedaría allí, en ese universo sin ruidos, sin música, sin baile, donde no había trago ni hombres con quien tomarlo, ni una mujer que trabajara para él en el día y calentara su sexo en la noche. El  terminará su champa, una champa pequeña que pueda arrastrar sobre la trocha, y navegar hasta el pueblo. Y una vez allí...

            El hombre vuelve a soñar. Sueña viejas borracheras, cúmulos de cuerpos bailando la danza frenética del amor, músicas interminables. Son sueños tan reales que  los golpes del hacha se transforman en ritmos de cumbia, y la boca le sabe a sexo y aguardiente. En cambio las imágenes de aquella noche demencial en que escapó al machete enemigo en el pueblo ¿Son ciertas? Y la persecución de su mujer, el grito pavoroso, la sangre salpicándole las manos, ¿Acaso fueron reales? Y esta vida de siembra y pescado, este silencio opresivo, ¿No es una pesadilla?

            Pero él terminará su champa y logrará despertar, volverá al pueblo para ser otra vez Elombre y hacer el amor en la hamaca con su mujer, cuando el baile y el aguardiente le hagan arder en la noche.

            ¿Pero acaso existe el pueblo? ¿No le vio él arder? ¿Arder, hasta que sólo quedaron las estacas humeantes de trúntago? ¿No vio los cadáveres de las mujeres estregando en las aguas negras de la ciénaga? ¿Los niños muertos flotando en el río? ¿Los hombres tendidos en la calle?

            El niño siente que el padre se le escapa nuevamente, en un mundo donde él no le puede alcanzar. Lo observa cuidadosamente, como un espectáculo extraño; luego se encoge de hombros, se embarca, y va hacía la isla de los cerdos.

            Los cerdos la han vuelto baja y alargada, sin un árbol, sin una mata que sobresalga. En la playa el niño espera quieto, tratando de no hacer ruido, de no oler, no ser visto; los animales no aparecen, y camina unos pasos hacia adentro. La cerda sale de un hoyo en el suelo, tan llena de barro que el niño casi la pisa antes de verla. El niño corre. Él ha visto en el pueblo un niño que se atrevió a meterse en el cercado de una  cochiquera; los cerdos se echaron sobre él, le derribaron a dentelladas, y cuando los hombres acudieron, ya le habían comido las piernas, los brazos, la nariz, los labios, las orejas, los párpados. Era apenas un tronco con unos ojos negros que aún miraban fijamente, como preguntando el porqué. Todo el pueblo desfiló para verlo, hasta que a los dos días un hombre de un poblado vecino, acudió a rezarle una oración para que al fin pudiera morir. El rezo fue bueno, porque a medida que el hombre lo decía, los ojos perdían brillo, y al terminarlo metieron al niño en la caja que ya tenían preparada y lo arrojaron al río.

            La cerda no hace caso al niño, vuelve a su nido, y cinco lechones gruñen y se paran para recibirla. En otro nido, casi al lado, la otra cerda  amamanta seis cochinitos.
-   Parieron las cerdas, padre.

            El padre no contesta.     
-   La una cinco, la otra seis.

            Apenas un gruñido.     
            - Les  llevé tronco de plátano para que coman. En la isla ya no hay qué.

            El padre no contesta, no está, no existe. El niño siente un rencor profundo cuando asa plátano y pescado para que ese ser extraño coma; pero luego sonríe, porque si el padre ya no está, él es el dueño de los cerdos. Y es un buen cambio.

            El niño sueña esa noche que el padre se sienta en la champa, y la champa lo va devorando poco a poco, pies, piernas, manos, brazos, tripas, pecho, cuello, labios, orejas, párpados, hasta  que sólo quedan unos ojos que interrogan fijamente; el padre le quiere llamar, pero no puede, y el niño no se da cuenta porque está pescando; al fin los ojos son también devorados, y el niño piensa "estoy solo", y se siente tranquilo, porque el peligro son los demás; el resto de la noche el niño duerme plácidamente, mientras realiza una grandiosa pesca de cerdas que paren sin parar.

            La champa ya está lista, y el padre talla un canalete para ella. A los golpes del machete va liberándose de la madera la pala ancha y afilada y las orejas de la empuñadura, hasta que toma el aspecto de una gran lanza. El niño ha visto tallar muchos canaletes, pero éste le sorprende porque es un trabajo distinto; el canalete surge rápido, preciso, sin adornos. No hay nada especial en él salvo esa misma sobriedad. No es un canalete para pavonearse  ante las muchachas del pueblo, para  sentirlo cariñosamente en la mano en la remada, para descrestar a los hombres del pueblo en el aburrimiento dominical. Es un canalete  para salir rápido, para huir. La idea penetra lentamente en el cerebro del niño: el padre está huyendo; ya no le importa la casa para la eternidad, la explosión de las cosechas, el parto de las cerdas, el acumulamiento del pescado, el maíz reventando las canastas; el padre tiene miedo, huye; hay algo en la isla que le asusta. Pero el niño no puede entender qué.

            En su interior el hombre lo sabe, pero no se atreve siquiera a pensarlo. No quiere confesarse que va en busca de ruido que no le deje pensar, de alcohol que le haga olvidar, de mujeres que le agoten porque añora las noches de sexo y alcohol, y está solo en la isla con su hijo, y tiene que huir de allí antes de que lo destruya y se destruya.

            Pero el hombre no se atreve a confesárselo porque él es él, Elombre. Es mejor huir, buscar música, alcohol y mujeres. Volverá al pueblo y penetrará con el machete erecto en la mano, y volverá a ser Elombre. Luego...

            Luego, ya no importa. Ahora lo importante es volver a ese pueblo del que nunca debió haber salido.

            ¿Qué encontrará en el pueblo? No lo sabe, pero le es indiferente. Cualquier cosa es preferible a esta isla, al acoso incesante de los sentidos, a la duda que le obliga a pensar, a torturarse, él, que siempre había existido con la existencia feliz de los animales que no piensan, simplemente existen, matan, comen y procrean. Hay algo vicioso en esta isla donde la vida es demasiado placentera, el pescado pica demasiado fácil, las cosechas crecen demasiado deprisa, pero donde no hay aguardiente ni mujeres. Y mientras el hombre piensa sin querer pensar, el canalete está terminado, y mañana será el día en que pueda volver.
 
Vigía del Fuerte. Secando pescado en la calle.

            En el silencio de la noche insomne, el padre hace sus planes: "Y me llevaré una arroba de pescado, y la cambiaré en el pueblo, ¿Existe el pueblo aún? ¿Y si no sólo ardieron dos casas, sino que el fuego corrió por todo el pueblo? ¿Y si le esperan para matarle los dueños de las casas  quemadas? ¿O el hombre que le quiso matar a traición, en el contraluz de la puerta? ¿O los hermanos de la mujer que mató por robarle las cerdas?". "Al anochecer pasaré frente al pueblo, y veré si se quemó; pasaré arrimado a las sombras de la orilla contraria, sin hacer siquiera ruido con el canalete. Y me iré a la casa de mi compadre, al otro lado del cementerio, donde nadie se atreve a ir en la noche. Ya su hija ha sido mía; si acaso hay peligro en el pueblo, cogeré la muchacha y volveré a la isla hasta que lleguen tiempos mejores". 


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