El hombre rema con una alegría largo tiempo desconocida. Cada golpe del canalete lo libera, ¿Cuánto tiempo ha estado en la ciénaga? Cuando no hay estaciones que marquen el paso del tiempo, el tiempo se vuelve una sustancia amorfa, idéntica a sí misma. El hombre sabe que ha plantado, y la cosecha ya se ha venido, y sigue viniendo sin interrupción ¿Cuánto tiempo hace que parió la mata de colino? ¿Cuántas veces ha floreado la yuca? No puede saberlo, pero sabe que ha sido un tiempo malo, demasiado tiempo sin mujeres, sin baile y sin aguardiente. Ahora va hacía el gran río, mujeres, baile y aguardiente, y se le ensancha el corazón.
El niño pesca. Al principio vuelve la cabeza con desconfianza, esperando la orden acuciante que interrumpa su placer, acosado por una costumbre de toda la vida; pero la orden no llega, y se siente extraño.
El hombre rema lentamente, esperando la oscuridad para salir al Atrato. Antes de nada, irá a la casa de su compadre; el compadre es viejo, el machete se le cae del brazo de puro cansado, y la hija ya ha sido suya. La estrecha trocha que va del rancho del compadre al pueblo pasa por el cementerio, ningún hombre la recorrería en la noche; el compadre la recorre a veces, pero se dice que tiene tratos con los espíritus. Ningún hombre irá al rancho del viejo en la noche, ni el compadre se atreverá a levantar el machete contra él, ni la hija irá al pueblo a avisar para que le maten.
"¿Y si sólo fue mi casa la que ardió? ¿Y si nunca encontraron la mujer que maté? ¿Y si nadie me espera? ¿Y si puedo ir al pueblo a bailar y cambiar pescado por una noche ardiente con una mujer?”.
El hombre rema lentamente, acosado por el deseo y frenado por el miedo. Ya es casi de noche.
Atardecer en el Atrato, frente a Vigía del Fuerte. |
El niño pesca hasta que es de noche. Sólo cuando la oscuridad no le deja ver el cebo se da cuenta que tiene hambre, y entonces asa tantos pescados que antes de terminarlos cae hacia atrás y se queda dormido sin dejar de masticar. El hombre rema junto al chuscal de la orilla. El río alto inunda el pueblo y las fincas en la selva. La inundación es tiempo de necesidad en el pueblo; el pescado no pica, el plátano se pudre. En el pueblo los hombres se sientan a ver correr el agua bajo el piso de las casas y bostezar de hambre; las mujeres se entregan a cualquiera que les dé comida, y los niños se mueren.
El pueblo inundado. |
Una voz cansada le contesta desde dentro:
- No dejes la champa ahí. Escóndela atrás y entra por la cocina. El hombre entra con el pescado en una mano y el machete desenvainado en la otra, porque ya sabe que para él, el peligro es mucho. El compadre está sentado y remienda una red a la luz sucia y amarillenta de un candil de queroseno. Está de espaldas a él, y no se vuelve a mirarlo cuando entra. Elombre ve con satisfacción el fogón apagado, las guascas de colgar plátano vacías, las cañas donde ahúman el pescado llenas de telarañas. Deja caer el pescado para que cimbree en las palmas desgastadas del piso.
- Traje pescado -se le trasluce un acento de triunfo en la voz-. Tampoco ahora el viejo se vuelve, y deja pasar, antes de contestar un tiempo tan largo, que el hombre se siente inquieto
. - Hija, pon a cocinar pescado y arroz. El compadre salió al amanecer y no ha comido nada.
Una muchacha sale de entre las sombras; se acerca al pescado y se acuclilla para desatar las correas. El hombre la mira con ojos codiciosos, se detalla la curva de las pantorrillas, las nalgas redondas que templan el vestido, se adelanta un paso para mirarle los senos cónicos por entre el escote de la blusa; entre el humo acre del queroseno percibe el olor a hembra, y su deseo se aviva. La muchacha se lleva la lámpara hacía la cocina para prender con ella el fuego, y deja a los dos hombres a oscuras. Sólo entonces Elombre siente que los ojos del compadre le miran.
- Tienes que tener cuidado. Te buscan.
Elombre quisiera fanfarronear para impresionar a la muchacha, pero no puede; el viejo le intimida.
- Allí donde estoy nunca me encontrarán.
El viejo asiente:
- Es un buen sitio.
- Los peces se pelean por picar, y las cosechas crecen solas.
- También yo, cuando era joven, viví en ese sitio, -la voz del viejo parece venir desde muy lejos-, pero deja que te diga una cosa: -la muchacha regresa y deja el candil sobre la mesa. Con la luz el hombre ve los ojos del viejo mirándole como dos brasas dentro de él- ten cuidado con El Animal.
El hombre se estremece: el viejo sabe en verdad donde se esconde. - Los Animales son los que hacen la historia. Y si el Animal ha decidido comerte, te comerá; y si para ello tiene que hacer que el pueblo desaparezca, el pueblo desaparecerá.
El hombre suda con gotas frías. Habla para disimular su miedo. - Nadie sabe dónde estoy.
- Compadre, en la selva no hay secretos. Algún día alguien ve un surco entre las aguas de la ciénaga. Otro día alguien cree ver humo más allá de las ciénagas. Y cuando otro día un cazador ve una manada de tatauros que se mueven hacia aquí, ya nadie duda: "Vienen asustados, hay alguien allí".
Elombre sabe que el viejo no miente. Las noches en el pueblo son largas y los hombres se aburren; se sientan en las puertas a conversar y se miran unos a otros con ojos de cazador; un indicio, un olor, una ausencia, y todo se sabe. En la selva no hay secretos.
- Todo el pueblo sabe que tú estás allí, en la Ciénaga del Animal, y quisieran ir a matarte, pero no se atreven, el Animal les da miedo. Pero esperan el día en que salgas, porque ellos saben que vas a salir, que saldrás en busca de aguardiente o mujeres. Y esperan, compadre, te esperan.
Elombre está inmóvil. Ya no es el hombre inmenso que tapaba con su corpachón la puerta de entrada; ahora es un niño cogido en falta, con la vista fija en el suelo.
- Y un día un pescador ve una canoa que viene al pueblo desde nunca nadie navega, y todos saben que al final el día ha llegado.
El viejo va junto al hombre y se agacha frente a él para poder mirarle a los ojos bajos. El hombre siente que los ojos del viejo queman. - Vete al pueblo, compadre, vete al pueblo -la voz del viejo es un susurro tan leve, que el hombre tiene que acercar su cara a la de él para poder oírle-, vete a beber al pueblo. Ellos están borrachos. Llevan toda la tarde bebiendo. ¡Están celebrando tu muerte!
El viejo se levanta. Va junto al fuego donde el pescado hierve. Las llamas que suben y bajan agrandan o achican su silueta. Su voz es ahora otra vez cansada, como una vieja lata vacía.
- Pero mi compadre es listo, sabe cuándo hay que tener miedo. Y no va al pueblo, viene aquí, a mi casa; porque yo soy su compadre, su amigo; y porque él sabe que soy viejo y estamos solos.
Trae tres platos desportillados que pone sobre la mesa. De una lata de manteca vegetal vacía saca dos cucharas. La muchacha pone la olla en la mesa, sirve a los dos hombres y vuelve a esconderse entre las sombras.
- Comamos, compadre, y luego váyase antes de que le descubran y nos maten a los tres.
Los hombres comen en silencio. La muchacha toma la olla y va a sentarse en las chontas que sirven de cama. Amasa el arroz con la punta de los dedos, y se lo lleva en bolas a la boca. Un perro blanco y flaco sale de debajo de la cama a comerse las espinas que escupe.
Terminada la comida, el hombre no se quiere ir. Sigue mirando vivamente la llama sucia del candil. Busca algo que decir, pero no hay nada. Y lo que quisiera conversar no se atreve.
También el viejo tiene un interés atravesado en el pecho. Pero el miedo le calla. Miedo por él y por la hija. Y el tiempo pasa inmóvil.
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