32- NO ES
BUENO MATAR CURA.
Los últimos trasnochadores borrachos
se encontraron frente a frente con las indias que salían a bañarse al río antes
de que el poblado negro despertara; ellas caminaron desdeñosas entre ellos
fingiendo no verlos, pero uno de los hombres, en un movimiento brusco, tomó una
de las muchachas de la cintura, y ella lanzó un grito de terror, mientras sus
compañeras corrían pidiendo ayuda. Elombre se desprendió del abrazo tibio,
cruzó en dos zancadas la calle, y de un empujón con la palma abierta sobre la
cara del borracho lo hizo retroceder dando traspiés y con la nariz chorreando
sangre; ciego de rabia se lanzó contra Elombre, como en una acometida de
caimán, pero un golpe de muñeca sobre su garganta lo hace caer ahogándose en el
suelo; se queda allí, a cuatro patas, gritando y pidiendo ayuda; los otros
borrachos dudan un momento si atacar al gigante negro; pero el hombre saca su
rula, el enorme machete que siempre lleva consigo, y ellos huyen aterrados; el
borracho caído se ve solo en la calle, bajo la mirada enojada y vigilante de
Elombre y redobla sus gritos de angustia:
- ¡Ay, me ha matado, me ha matado!
Las puertas y ventanas se llenan de
ojos apenas abiertos, con las legañas picantes del trasnocho encima. Alguien
ríe.
Un hijo del caído sale de la casa
con el machete en la mano y corre hacía
Elombre mientras grita terriblemente:
- ¡Corre negro. Escapa, porque te
voy a matar!
Elombre se vuelve a él con una suave
sonrisa, en ademán divertido. Le señala con el dedo y comenta con la lengua que
solo ellos entienden, a los indios que le observan:
- Chilla como un chilacó.
Los
indios prorrumpen en sonoras carcajadas, porque el chilacó es un pájaro tan
alborotado que una vez hizo reír incluso a la iguana, el más serio de los
animales; el borracho aprovecha que la atención ya no está concentrada en él
para huir a cuatro patas, y todos vuelven a reír.
- Vean, como los mamones.
A medida que va llegando al terreno
de la lucha, la carrera va haciéndose más lenta, y los gritos más desaforados.
Cuando llega a cuatro metros se detiene del todo, y se calla. Un silencio tenso
se extiende entonces sobre el pueblo.
El atacante no es un machete
cualquiera; ha peleado muchas veces, y se dice de él que tiene siete heridos y
tres muertos a las espaldas: un matrimonio cholo, a los que picó para robarles
y otro joven que se atrevió a desafiarle en un baile; se le atribuyen además
muertes misteriosas, hombres que aparecieron con el cuello cortado sin que se
supiera quién se lo cortó, o de los que nunca más se supo, él sabe todas las
paradas, todas las esgrimas del machete, la ciencia de las fintas y las
distancias; los niños le admiran, los hombres le respetan, los jóvenes le
temen, las mujeres son suyas. Su palabra se respeta en el pueblo. Pero ahora
tiene miedo. Está acostumbrado a que sus enemigos huyan ante su fama, o a que
le hagan frente atenazados por el miedo, recelosos y con el sabor del peligro
amargándoles en la garganta; nunca un hombre se ha parado así ante él,
despreocupado, sonriente, volviéndose a hacer bromas como si él no fuera el
machete más temible, sino un niño con un palo. Ha visto al negro caminar por
el pueblo, con su ridícula paruma y su sonrisa de estúpido asombrado, y se ha
reído de él, lo ha despreciado como a un animal.
Y ahora tiene miedo. Elombre está
frente a él, relajado, tranquilo, gozando del juego de la muerte, poseedor de
una seguridad que él ya no tiene. Visto de cerca, erguido, parece haber
aumentado de estatura; la hazaña del tronco inmenso sobre la espalda se le
repite ante los ojos. Y ahora el gigante le espera, gozoso, como dueño de un
secreto que él ignora.
Le gustaría huir, ser él el que
salga corriendo, pero su propia fama le aprisiona; si se va, perderá el respeto
del pueblo, el miedo sobre el que descansa su seguridad. El rojo de las heridas
sangrantes lo ciega, porque ahora lo ve en su propia carne.
Y sin embargo tiene que luchar, que
enfrentarse a ese hombre que ahora piensa que no le ha hecho nada, que no tiene
por qué matarle, porque ha caído en la trampa de su propia provocación, y la
muerte es un castigo más llevadero que la vergüenza. Da dos pasos rápidos hacía
Elombre, y lanza un machetazo como una acometida de serpiente. El filo pasa a
un cuarto del pecho del hombre, que no se mueve, no brinca para esquivarlo, no
pierde su sonrisa de bobo curioso, tan solo adelanta la pierna izquierda y
levanta la rula sobre la cabeza; luego vuelve a quedarse inmóvil, esperando,
como tallado en el tiempo.
El hombrecillo siente que el valor
vuelve a él desde la punta de su machete, y comienza a esgrimir, tanteando al
enemigo; se aleja, lanza machetazos altos, quiebra el vuelo del arma para
atacar, finge acortar distancias esperando la caída del machete enemigo para
cercenar la mano que lo sostiene. Pero Elombre no se mueve. Una vieja
grita:
- A él no podrás matarle; no es un
hombre, sino un muan, el muan de Elombre, el que murió en el remolino.
La loca intenta animarle:
- ¡Mátale! ¡Mátale, como él me mató
a mí!
Levanta el machete nuevamente, como
para quebrar en dos la cabeza de su enemigo, pero lo baja hacia la derecha en
un amplio semicírculo, flexionando las rodillas y alargando el brazo al llegar
abajo, tratando de alcanzar la pierna adelantada, velozmente, aumentando el
impulso lo vuelve a subir completando el redondel en su torno, lo pasa
horizontal sobre la cabeza, lo adelanta imperceptiblemente, lo vuelve a bajar y
falla por milímetros a la pierna adelantada, sigue en sus círculos, aún más
rápido ahora, otra vez lo lleva horizontal sobre la cabeza, protegiéndose de un
posible machetazo enemigo, un poco más cerca ahora, y ya está dentro de la
distancia de muerte, en una trampa que el inexperto salvaje no podrá preveer,
porque esta vez el machete no volverá a bajar, sino que quebrará su vuelo
buscando la garganta del enemigo; es su golpe secreto, el que ha practicado
cientos de veces, hasta hacerlo tan rápido y preciso que la vista no pueda
seguir el inesperado vuelo del machete.
Elombre no sabe de esgrima, pero es
un animal salvaje, acostumbrado a botar al vuelo la cabeza de la serpiente que
se desenrolla, a flechar el pez que huye en el agua, a cortar en dos el guambé
en su salto asustado; tan solo esperaba que el enemigo estuviera al alcance de
su machete, y cuando el hombrecillo da ese último avance, siente que el momento
ha llegado; ni siquiera se fija en la hoja enemiga que centellea al sol, y
cuando la pesada rula cae sobre la cabeza se encuentra con ella, pero es poco
para pararla, y sale despedida de la mano experta con un doble de campana
mortuoria; en el silencio expectante del pueblo se percibe claramente el golpe
del filo contra el hueso, y el hombre cae al suelo con los ojos vidriosos.
En las peleas a machete nadie comete
dos errores, y el experto ha cometido uno: no ha calculado la desventaja que
eran para él la mayor altura, el brazo más largo, la rula más grande y pesada
de su enemigo. Le ha menospreciado sin tomar en cuenta su instinto salvaje, y la tranquila seguridad de su
hombre que no sabe que él también puede morir. Pero la precaución de cubrirse
con la hoja, realizada más por exhibición que por prudencia ha sido útil, y la
rula alcanzó la cabeza mermada su terrible fuerza inicial, y el hueso no llegó
a partirse; Elombre mira con curiosidad la zanja profunda por donde comienza a
manar chorros de sangre roja y levanta el machete para terminar el trabajo de
matar. El cura acude corriendo, revestido de la solemnidad de sus ornamentos,
aleteando la estola en la carrera y se interpone entre los dos con los brazos
en cruz para impedirlo:
- ¡Detente! ¡Quieto! ¡Salvaje! ¡Asesino!
El negro le mira con ojos curiosos,
y se ríe con su alegre risa de extrañado feliz. Ni siquiera ha entendido sus
palabras, y de un manotazo lo aparta a un lado: Elombre ha crecido libre, sin
sentir temores sagrados, ni la autoridad de curas, inspectores, policías o
maestros. El cura cae en un revuelo de faldas asustadas, agitando los pies
enredados entre la sotana, el alba y la casulla; los hombres ríen mientras las
mujeres chillan agudamente. Elombre lo mira más divertido que enojado; luego
vuelve a acordarse de que aún tiene un trabajo pendiente, y vuelve a levantar
la rula. El cura, que ha conseguido sentarse en un charco de lodo teme que se
descargue contra él, y lanza un grito penetrante que tapa los de las mujeres,
mientras se cubre la cabeza con las manos. El negro se vuelve sorprendido hacía
el, siempre el arma en alto, pero el cacique avanza y le detiene con un gesto:
- No mates cura. No es bueno matar
curas.
Elombre se vuelve hacia el caído que
se finge desmayado.
- ¿Mato éste?
- No. No lo mates.
- Ellos querían hacer daño a las
indias muchachas.
El cacique apoya su mano seca sobre
el brazo alzado y el tronco musculoso baja dócilmente.
- Es cierto. Pero no lo mates.
Ahora que gracias al cacique el
peligro ha pasado el cura se da cuenta de lo ridículo de su situación e intenta
recuperar su dignidad y descarga su rabia impotente:
-La culpa la tienen ellas, andando
desnudas como bestias, provocando la lujuria de los hombres con sus senos al
aire; sois animales, bestias, asesinos.
Debería decir que a quien el
espectáculo de las mujeres llena de lujuria es a él, él quien se siente como
una bestia en celo, él quien estaría dispuesto a violar y matar para poseer uno
de esos senos de lirios azules. El cura grita por su dignidad maltrecha, pero
sobre todo por la pasión estéril y turbadora que lo acosa desde que le
enseñaron la maldad a base de prohibiciones maliciosas. Le revela pensar que
después de años de ascética y oraciones los negros que muestran al andar el
grueso bulto del pene rígido, sean más puros y limpios que él bajo el recato de
trece prendas distintas de ropa.
-¡Vete con tu gente, lárgate de
aquí, no vuelvas con las personas!
El cura ha hablado con tanta ira,
tanto odio, que siente miedo de sus propias palabras cuando Elombre vuelve a
levantar una rula dubitativa; sin entender el
sentido, la agresividad de las palabras le hace ponerse en guardia. El
cacique contesta en la lengua de los blancos, sin cambiar un solo surco en su
rostro de piedra.
- Blanco; tu desprecias a mi raza
porque sigue sus costumbres y no las costumbres de los blancos; pero mi raza es
grande porque sigue sus propias costumbres. Mi gente se va; pero recuerda que
esta es nuestra tierra, y algún día volveremos a ella.
El cacique cruza la calle con su
andar menudo seguido detrás del negro enorme. Desde la puerta grita una orden:
- Mi raza vuelve a las tierras altas.
En el interior de la casa comienza
un rebullir activo, entre risas y frases alegres; el poblado negro, la
acumulación de personas, les incomoda, y todos sienten la nostalgia de las
largas trochas, el espacio amplio de la selva donde el hombre es libre.
Apenas el cacique y el gigante negro
han entrado en la casa un grupo se precipita a auxiliar al cura y al negro
herido; levantan al cura riéndose de la gran mancha lodosa del sentadero,
haciéndole burla a sus espaldas; intentan poner en pie al herido que se marea y
vomita un aguardiente agrio, y le llevan a su casa para detenerle la hemorragia
llenándole el tajo profundo con ceniza apelmazada.
Por la calle ya vacía pasaron los
indios hacia sus champas. El tropel se acomodó alegremente, por familias y
tambos. El último en acomodarse, como si le doliera dejar el poblado fue el
negro, pero apenas pisó la madera de la patilla lanzó un palancazo tan fuerte
que la canoa partió lanzando espuma y los indios se empeñaron en carreras de
velocidad con él.
En la punta baja del poblado, medio
escondida entre la maleza, una joven se
asoma para lanzarle un beso de despedida. Elombre la ve, y repite el gesto
mandándole un beso con la mano. Ella se queda en la penumbra ardiente, llorando
el adiós. Ellos siguen. Un poco más abajo ven la boca del Guaguandó, mezclando
sus aguas negras de puro transparentes con las blancas y lodosas del Atrato: es
la quebrada que lleva a las ciénagas, al río indio, a los tambos, al Caño del
Animal, a la casa de la Ceiba; es su mundo, su historia que vuelve. El negro
lanza un grito de alegría que todos contestaron, y aún antes de entrar en las
aguas nuevas ya la ha olvidado.
Ella sigue agitando la mano largo
rato después de que Elombre y los indios desaparecieran; luego se secó las lágrimas
con la camisa y volvió al pueblo. "Volverá, él me lo ha prometido,
volverá. Y yo estaré aquí, esperándole".
Dos días después de terminadas las
fiestas estaban listos los palanqueros para subir a Quibdó los pesados botes
con su carga. La noticia revivió al cura, que después de dos días balanceándose
en la hamaca en un pueblo casi desierto, temía quedarse allí para el resto de
sus días, y entristeció a los monaguillos, cuyas relaciones con sendas
muchachas iban ya muy adelante. Y mientras el cura iba una vez más a visitar
los huertecitos de yuca, los monaguillos hicieron entre suspiros el equipaje y
se despidieron con besos febriles.
En dos días alcanzaron Quibdó. El
Vicario de Quibdó recibió al cura con su sonrisa bondadosa:
- ¿Cómo fue su primera experiencia,
Padre?
- Oh... Inenarrable... Ahora me
gustaría ir a descansar.
La paternal sonrisa de Monseñor Grau
se hizo aún más bondadosa que de
costumbre.
- Si Padre, debe descansar; mañana
en la mañana sale para la ciénaga de Tadía.
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