Monday, January 7, 2019

Capítulo 32- NO ES BUENO MATAR CURA.


32- NO ES BUENO MATAR CURA.

            Los últimos trasnochadores borrachos se encontraron frente a frente con las indias que salían a bañarse al río antes de que el poblado negro despertara; ellas caminaron desdeñosas entre ellos fingiendo no verlos, pero uno de los hombres, en un movimiento brusco, tomó una de las muchachas de la cintura, y ella lanzó un grito de terror, mientras sus compañeras corrían pidiendo ayuda. Elombre se desprendió del abrazo tibio, cruzó en dos zancadas la calle, y de un empujón con la palma abierta sobre la cara del borracho lo hizo retroceder dando traspiés y con la nariz chorreando sangre; ciego de rabia se lanzó contra Elombre, como en una acometida de caimán, pero un golpe de muñeca sobre su garganta lo hace caer ahogándose en el suelo; se queda allí, a cuatro patas, gritando y pidiendo ayuda; los otros borrachos dudan un momento si atacar al gigante negro; pero el hombre saca su rula, el enorme machete que siempre lleva consigo, y ellos huyen aterrados; el borracho caído se ve solo en la calle, bajo la mirada enojada y vigilante de Elombre y redobla sus gritos de angustia:
            - ¡Ay, me ha matado, me ha matado!

            Las puertas y ventanas se llenan de ojos apenas abiertos, con las legañas picantes del trasnocho encima. Alguien ríe.

            Un hijo del caído sale de la casa con el machete  en la mano y corre hacía Elombre mientras grita terriblemente:     
            - ¡Corre negro. Escapa, porque te voy a matar!

            Elombre se vuelve a él con una suave sonrisa, en ademán divertido. Le señala con el dedo y comenta con la lengua que solo ellos entienden, a los indios que le observan:     
            - Chilla como un chilacó.

            Los indios prorrumpen en sonoras carcajadas, porque el chilacó es un pájaro tan alborotado que una vez hizo reír incluso a la iguana, el más serio de los animales; el borracho aprovecha que la atención ya no está concentrada en él para huir a cuatro patas, y todos vuelven a reír.     
            - Vean, como los mamones.

            A medida que va llegando al terreno de la lucha, la carrera va haciéndose más lenta, y los gritos más desaforados. Cuando llega a cuatro metros se detiene del todo, y se calla. Un silencio tenso se extiende entonces sobre el pueblo.

            El atacante no es un machete cualquiera; ha peleado muchas veces, y se dice de él que tiene siete heridos y tres muertos a las espaldas: un matrimonio cholo, a los que picó para robarles y otro joven que se atrevió a desafiarle en un baile; se le atribuyen además muertes misteriosas, hombres que aparecieron con el cuello cortado sin que se supiera quién se lo cortó, o de los que nunca más se supo, él sabe todas las paradas, todas las esgrimas del machete, la ciencia de las fintas y las distancias; los niños le admiran, los hombres le respetan, los jóvenes le temen, las mujeres son suyas. Su palabra se respeta en el pueblo. Pero ahora tiene miedo. Está acostumbrado a que sus enemigos huyan ante su fama, o a que le hagan frente atenazados por el miedo, recelosos y con el sabor del peligro amargándoles en la garganta; nunca un hombre se ha parado así ante él, despreocupado, sonriente, volviéndose a hacer bromas como si él no fuera el machete más temible, sino un niño con un palo. Ha visto al negro ca­minar por el pueblo, con su ridícula paruma y su sonrisa de estúpido asombrado, y se ha reído de él, lo ha despreciado como a un animal.

            Y ahora tiene miedo. Elombre está frente a él, relajado, tranquilo, gozando del juego de la muerte, poseedor de una seguridad que él ya no tiene. Visto de cerca, erguido, parece haber aumentado de estatura; la hazaña del tronco inmenso sobre la espalda se le repite ante los ojos. Y ahora el gigante le espera, gozoso, como dueño de un secreto que él ignora.

            Le gustaría huir, ser él el que salga corriendo, pero su propia fama le aprisiona; si se va, perderá el respeto del pueblo, el miedo sobre el que descansa su seguridad. El rojo de las heridas sangrantes lo ciega, porque ahora lo ve en su propia carne.

            Y sin embargo tiene que luchar, que enfrentarse a ese hombre que ahora piensa que no le ha hecho nada, que no tiene por qué matarle, porque ha caído en la trampa de su propia provocación, y la muerte es un castigo más llevadero que la vergüenza. Da dos pasos rápidos hacía Elombre, y lanza un machetazo como una acometida de serpiente. El filo pasa a un cuarto del pecho del hombre, que no se mueve, no brinca para esquivarlo, no pierde su sonrisa de bobo curioso, tan solo adelanta la pierna izquierda y levanta la rula sobre la cabeza; luego vuelve a quedarse inmóvil, esperando, como tallado en el tiempo.

            El hombrecillo siente que el valor vuelve a él desde la punta de su machete, y comienza a esgrimir, tanteando al enemigo; se aleja, lanza machetazos altos, quiebra el vuelo del arma para atacar, finge acortar distancias esperando la caída del machete enemigo para cercenar la mano que lo sostiene. Pero Elombre no se mueve. Una vieja grita:     
            - A él no podrás matarle; no es un hombre, sino un muan, el muan de Elombre, el que murió en el remolino.

            La loca intenta animarle:     
            - ¡Mátale! ¡Mátale, como él me mató a mí!

            Levanta el machete nuevamente, como para quebrar en dos la cabeza de su enemigo, pero lo baja hacia la derecha en un amplio semicírculo, flexionando las rodillas y alargando el brazo al llegar abajo, tratando de alcanzar la pierna adelantada, velozmente, aumentando el impulso lo vuelve a subir completando el redondel en su torno, lo pasa horizontal sobre la cabeza, lo adelanta imperceptiblemente, lo vuelve a bajar y falla por milímetros a la pierna adelantada, sigue en sus círculos, aún más rápido ahora, otra vez lo lleva horizontal sobre la cabeza, protegiéndose de un posible machetazo enemigo, un poco más cerca ahora, y ya está dentro de la distancia de muerte, en una trampa que el inexperto salvaje no podrá preveer, porque esta vez el machete no volverá a bajar, sino que quebrará su vuelo buscando la garganta del enemigo; es su golpe secreto, el que ha practicado cientos de veces, hasta hacerlo tan rápido y preciso que la vista no pueda seguir el inesperado vuelo del machete.

            Elombre no sabe de esgrima, pero es un animal salvaje, acostumbrado a botar al vuelo la cabeza de la serpiente que se desenrolla, a flechar el pez que huye en el agua, a cortar en dos el guambé en su salto asustado; tan solo esperaba que el enemigo estuviera al alcance de su machete, y cuando el hombrecillo da ese último avance, siente que el momento ha llegado; ni siquiera se fija en la hoja enemiga que centellea al sol, y cuando la pesada rula cae sobre la cabeza se encuentra con ella, pero es poco para pararla, y sale despedida de la mano experta con un doble de campana mortuoria; en el silencio expectante del pueblo se percibe claramente el golpe del filo contra el hueso, y el hombre cae al suelo con los ojos vidriosos.

            En las peleas a machete nadie comete dos errores, y el experto ha cometido uno: no ha calculado la desventaja que eran para él la mayor altura, el brazo más largo, la rula más grande y pesada de su enemigo. Le ha menospreciado sin tomar en cuenta su instinto  salvaje, y la tranquila seguridad de su hombre que no sabe que él también puede morir. Pero la precaución de cubrirse con la hoja, realizada más por exhibición que por prudencia ha sido útil, y la rula alcanzó la cabeza mermada su terrible fuerza inicial, y el hueso no llegó a partirse; Elombre mira con curiosidad la zanja profunda por donde comienza a manar chorros de sangre roja y levanta el machete para terminar el trabajo de matar. El cura acude corriendo, revestido de la solemnidad de sus ornamentos, aleteando la estola en la carrera y se interpone entre los dos con los brazos en cruz para impedirlo:     
            - ¡Detente! ¡Quieto! ¡Salvaje! ¡Ase­sino!

            El negro le mira con ojos curiosos, y se ríe con su alegre risa de extrañado feliz. Ni siquiera ha entendido sus palabras, y de un manotazo lo aparta a un lado: Elombre ha crecido libre, sin sentir temores sagrados, ni la autoridad de curas, inspectores, policías o maestros. El cura cae en un revuelo de faldas asustadas, agitando los pies enredados entre la sotana, el alba y la casulla; los hombres ríen mientras las mujeres chillan agudamente. Elombre lo mira más divertido que enojado; luego vuelve a acordarse de que aún tiene un trabajo pendiente, y vuelve a levantar la rula. El cura, que ha conseguido sentarse en un charco de lodo teme que se descargue contra él, y lanza un grito penetrante que tapa los de las mujeres, mientras se cubre la cabeza con las manos. El negro se vuelve sorprendido hacía el, siempre el arma en alto, pero el cacique avanza y le detiene con un gesto:
            - No mates cura. No es bueno matar curas.
            Elombre se vuelve hacia el caído que se finge desmayado.
            - ¿Mato éste?
            - No. No lo mates.
            - Ellos querían hacer daño a las indias muchachas.

            El cacique apoya su mano seca sobre el brazo alzado y el tronco musculoso baja dócilmente.
            - Es cierto. Pero no lo mates.

            Ahora que gracias al cacique el peligro ha pasado el cura se da cuenta de lo ridículo de su situación e intenta recuperar su dignidad y descarga su rabia impotente:
            -La culpa la tienen ellas, andando desnudas como bestias, provocando la lujuria de los hombres con sus senos al aire; sois animales, bestias, asesinos.

            Debería decir que a quien el espectáculo de las mujeres llena de lujuria es a él, él quien se siente como una bestia en celo, él quien estaría dispuesto a violar y matar para poseer uno de esos senos de lirios azules. El cura grita por su dignidad maltrecha, pero sobre todo por la pasión estéril y turbadora que lo acosa desde que le enseñaron la maldad a base de prohibiciones maliciosas. Le revela pensar que después de años de ascética y oraciones los negros que muestran al andar el grueso bulto del pene rígido, sean más puros y limpios que él bajo el recato de trece prendas distintas de ropa.
            -¡Vete con tu gente, lárgate de aquí, no vuelvas con las personas!

            El cura ha hablado con tanta ira, tanto odio, que siente miedo de sus propias palabras cuando Elombre vuelve a levantar una rula dubitativa; sin entender el  sentido, la agresividad de las palabras le hace ponerse en guardia. El cacique contesta en la lengua de los blancos, sin cambiar un solo surco en su rostro de piedra.     
            - Blanco; tu desprecias a mi raza porque sigue sus costumbres y no las costumbres de los blancos; pero mi raza es grande porque sigue sus propias costumbres. Mi gente se va; pero recuerda que esta es nuestra tierra, y algún día volveremos a ella.

            El cacique cruza la calle con su andar menudo seguido detrás del negro enorme. Desde la puerta grita una orden:
             - Mi raza vuelve a las tierras altas.

            En el interior de la casa comienza un rebullir activo, entre risas y frases alegres; el poblado negro, la acumulación de personas, les incomoda, y todos sienten la nostalgia de las largas trochas, el espacio amplio de la selva donde el hombre es libre.

            Apenas el cacique y el gigante negro han entrado en la casa un grupo se precipita a auxiliar al cura y al negro herido; levantan al cura riéndose de la gran mancha lodosa del sentadero, haciéndole burla a sus espaldas; intentan poner en pie al herido que se marea y vomita un aguardiente agrio, y le llevan a su casa para detenerle la hemorragia llenándole el tajo profundo con ceniza apelmazada.

            Por la calle ya vacía pasaron los indios hacia sus champas. El tropel se acomodó alegremente, por familias y tambos. El último en acomodarse, como si le doliera dejar el poblado fue el negro, pero apenas pisó la madera de la patilla lanzó un palancazo tan fuerte que la canoa partió lanzando espuma y los indios se empeñaron en carreras de velocidad con él.

            En la punta baja del poblado, medio escondida  entre la maleza, una joven se asoma para lanzarle un beso de despedida. Elombre la ve, y repite el gesto mandándole un beso con la mano. Ella se queda en la penumbra ardiente, llorando el adiós. Ellos siguen. Un poco más abajo ven la boca del Guaguandó, mezclando sus aguas negras de puro transparentes con las blancas y lodosas del Atrato: es la quebrada que lleva a las ciénagas, al río indio, a los tambos, al Caño del Animal, a la casa de la Ceiba; es su mundo, su historia que vuelve. El negro lanza un grito de alegría que todos contestaron, y aún antes de entrar en las aguas nuevas ya la ha olvidado.

            Ella sigue agitando la mano largo rato después de que Elombre y los indios desaparecieran; luego se secó las lágrimas con la camisa y volvió al pueblo. "Volverá, él me lo ha prometido, volverá. Y yo estaré aquí, esperándole".

            Dos días después de terminadas las fiestas estaban listos los palanqueros para subir a Quibdó los pesados botes con su carga. La noticia revivió al cura, que después de dos días balanceándose en la hamaca en un pueblo casi desierto, temía quedarse allí para el resto de sus días, y entristeció a los monaguillos, cuyas relaciones con sendas muchachas iban ya muy adelante. Y mientras el cura iba una vez más a visitar los huertecitos de yuca, los monaguillos hicieron entre suspiros el equipaje y se despidieron con besos febriles.

            En dos días alcanzaron Quibdó. El Vicario de Quibdó recibió al cura con su sonrisa bondadosa:     
            - ¿Cómo fue su primera experiencia, Padre?     
            - Oh... Inenarrable... Ahora me gustaría ir a descansar.

            La paternal sonrisa de Monseñor Grau se hizo aún  más bondadosa que de costumbre.     
            - Si Padre, debe descansar; mañana en la mañana sale para la ciénaga de Tadía.

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